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¡Qué cita aquélla, detestable y adorable a la vez! Van no podía recordar bien...

(Es verdad. Yo tampoco. Ada.)

...ni una sola palabra de las que pronunciaron, ni una pregunta, ni una respuesta. Se la llevó a toda prisa, tan cerca de la casa como le permitió la prudencia (después de dejar la bicicleta entre los helechos) y, ya de noche, cuando telefoneó a Blanche, ésta le susurró dramáticamente el siguiente informe: « Mademoiselletiene una buena neumonía, mi pobre señor.»

Tres días más tarde, Ada estaba mucho mejor, pero Van tenía que volver a Man para tomar el mismo barco de regreso a Inglaterra. Había prometido incorporarse a una gira circense en la que participaban pesonas a las que no podía dejar plantadas.

Su padre acudió a desearle buen viaje. Se había teñido el pelo de un negro aún más negro. Llevaba en el dedo un diamante que rutilaba como una cima del Cáucaso. Sus largas alas negras con ocelos azules flotaban tras él agitadas por la brisa marina. Lyudi oglyadivalis(la gente se volvía a mirar). Una Tamara interina —párpados ennegrecidos, rojo de labios kasbeky flamante boca rosa —trataba en vano de adivinar qué podría ser más del agrado de su Demonio de amante: que se contentase con gemir e ignorar a su soberbio hijo, o que rindiese homenaje a la virilidad de Barba Azul tal como se reflejaba en el cejijunto Van, el cual, por su parte no podía soportar su perfume caucasiano, Granial Maza, a siete dólares el frasco.

(Sabes, Van, éste es, hasta ahora, mi capítulo favorito. No sé por qu¿pero lo adoro... Y puedes dejar a tu Blanche en brazos de su amiguito eso tampoco importa. Ada, con su más mimosa pluma.)

XXX

El 5 de febrero de 1887, un editorial sin firma del Ranter(aquel semanario de Chose habitualmente tan sarcástico y tan trapacero) ensalzaba el número de Mascodagama como «la atracción más original e imaginativa que nunca haya sido ofrecida al hastiado público del music-hall». Masco dio varias representaciones en el Rantariver Club, pero ni en los programas ni en los carteles se encontraba definición más precisa que la de «Excéntrico Extranjero», ni había otras indicaciones para el público sobre la identidad del artista o sobre la exacta naturaleza de su exhibición. Rumores cuidadosa y hábilmente alimentados por los amigos de Mascodagama daban a entender que podía ser un misterioso visitante venido de más allá del Telón de Oro. La cosa parecía tanto más digna de crédito cuanto que media docena de artistas pertenecientes a la compañía del Circo Dobrososedski («Buena Vecindad»), que llegaba de Tartaria en aquel preciso momento, es decir, en vísperas de la Guerra de Crimea —un viejo payaso enfermo con su cabra parlante, tres bailarinas y el esposo de una de ellas, maquillador y seguramente agente múltiple—, habían ya desertado, entre Francia e Inglaterra, en algún punto del recién construido «Chunnel». El extraordinario éxito obtenido por Mascodagama en aquel círculo dramático universitario, cuyo repertorio se limitaba por lo general al teatro isabelino, con reinas y hadas representadas por guapos jovencitos, no tardó en ser explotado por los caricaturistas de la Prensa. Los decanos de Chose, los políticos del distrito, los estadistas y, por supuesto, el jefe en funciones de la Horda de Oro, eran representados por los humoristas de la actualidad como otros tantos Mascodagamas. Un imitador grotesco (que no era otro que el mismo Mascodagama en una parodia super refinada de su propio espectáculo) fue abucheado en Oxford (colegio femenino de las inmediaciones) por alborotadores locales. Un astuto periodista que le había oído maldecir de un mal pliegue de la alfombra del escenario comentó en el periódico su «acento yanqui». El admirado señor «Vascodagama» fue incluso invitado a Windsor por el propietario del castillo, un descendiente bilateral de los antepasados de Van, pero él declinó la invitación por imaginarse (equivocadamente, según pudo saberse más tarde) que la errata sugería que su incógnito había sido descubierto por uno de los agentes secretos que operaban en Chose, tal vez el mismo que, algún tiempo antes, había salvado al psiquiatra P. O. Tiomkin del puñal de un cierto príncipe Potiomkin, un joven perturbado que venía de Sebastopol, Idaho.

Van pasó sus primeras vacaciones de verano en la célebre clínica de Chose, preparando, bajo la dirección de Tiomkin, una ambiciosa tesis que nunca terminó: Terra: ¿realidad eremítica o ensueño colectivo?Interrogó a toda clase de neuróticos, entre ellos a varios artistas de variedades, a varios escritores y, por lo menos, a tres cosmólogos, intelectualmente lúcidos pero espiritualmente «perdidos», que habían descubierto, nadie sabía dónde ni cómo (quizá se encontraban en comunicación telepática, pues nunca se habían visto y ninguno de ellos conocía la existencia de los demás (tal vez por medio de alguna especie de «ondulas» prohibidas), un mundo verde que giraba en el espacio y espiraleaba en el tiempo, que, en la relación espíritu-materia, era semejante al nuestro y que ellos describían con los mismos detalles particularizados, como tres personas que observasen, desde tres ventanas diferentes, Una misma cabalgata de carnaval.

Van pasaba sus horas libres en medio de una grosera disipación.

A la mitad del verano se le propuso un contrato para una serie de representaciones, con doble sesión, en un famoso teatro de Londres. Debía comenzar durante las vacaciones de Navidad y continuar luego con representaciones de fin de semana durante toda la temporada de invierno Aceptó gustosamente, pues estaba muy necesitado de algo que le distrajese de sus peligrosos estudios. La clase de obsesión que padecían los enfermos de Tiomkin era de naturaleza contagiosa para los jóvenes investigadores.

La reputación de Mascodagama había cruzado América de cabo a rabo. Una fotografía suya, con antifaz desde luego, pero que no podía engañar a un pariente cercano o a un fiel servidor, fue reproducida por los periódicos de Ladore, de Ladoga, de Laguna, de Lugano y de Luga en la primera semana del mes de enero de 1888. El texto que había debido acompañarla no apareció: sólo un poeta (particularmente alguno del grupo «Campanario Tenebroso», como observó algún bromista) habría podido describir de manera adecuada aquel estremecimiento macabro y muy particular que acompañaba a la extraordinaria demostración de Van.

El telón se alzaba sobre un escenario vacío. Después de cinco latidos de corazón, algo enorme y negro salía de entre bastidores con un acompañamiento de tambores de derviche. El estremecimiento producido por su entrada poderosa y precipitada afectaba tan profundamente a los niños que, mucho tiempo después, en los limbos y lágrimas de los insomnios, en el fulgor insostenible de las pesadillas, las muchachitas y los muchachitos sensibles revivían, con interpolaciones de su propia cosecha, algo que se parecía a la «angustia original», una malignidad informe, el soplo de un ala desconocida, la insoportable dilatación de la fiebre que brotaba, como un viento de caverna, del escenario embrujado. En la cruda luz que iluminaba la alfombra de colores chillones aparecía y se ponía a correr a grandes zancadas un gigante de unos dos metros y medio, enmascarado y calzado con esas botas flexibles que usan los bailarines cosacos. Un inmenso abrigo negro de pelo largo, de tipo burka, envolvía su silhouette inquietante(la expresión es de una correspondiente de la Soborna; hemos conservado todos los recortes de periódico) y la disimulaba desde el mentón a las rodillas, o a lo que parecía corresponder a esa parte del cuerpo. Una gorra de astrakán le cubría la cabeza y un antifaz negro la parte superior de su cara, adornada por una copiosa barba. El poco agraciado coloso se pavoneaba por el escenario y, luego, su pavoneo se convertía en el caminar sin pausa de un loco enjaulado; después hacía una pirueta y, a un toque de los platillos de la orquesta acompañado de un grito de terror (tal vez fingido) en el gallinero, daba una voltereta en el aire y se plantaba cabeza abajo.