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En aquella extraña posición, ayudándose con el gorro como si se tratase de un cojinete pseudopódico, se ponía a dar brincos en un estilo pogostick... y, súbitamente, se dislocaba. El rostro de Van, hendido por una amplia sonrisa, aparecía brillante de sudor entre las dos botas que calzaban aún sus dos brazos rígidamente levantados; al mismo tiempo, sus verdaderos pies hacían caer rodando la falsa cabeza, el gorro y la máscara barbuda. La mágica inversión «cortaba el aliento a los asistentes». Y cuando éstos habían recuperado aquél, estallaban los aplausos frenéticos («ensordecedores», «delirantes», «verdadera tempestad»...). Van salía del escenario en tres saltos, para reaparecer en seguida, enfundado en una malla negra y bailando la giga sobre las manos.

Si dedicamos tantas líneas a la descripción de esta pantomima no es solamente porque los. artistas del género «excéntrico» son los que el público antes olvida, sino porque nos parece oportuno analizar las emociones que Van experimentaba en aquel ejercicio. Ninguna de sus milagrosas «cogidas al vuelo» en los campos de cricket, ninguno de sus gloriosos goles en un partido de fútbol (era campeón de su colegio en ambos espléndidos deportes), ninguno de sus éxito más antiguos —como el k.o. que administró, el mismo día de su ingreso en Ríverlane, al más robusto matón del establecimiento— le habían proporcionado nunca la satisfacción que le producía Mascodagama. Esta satisfacción no estaba directamente relacionada con los cálidos efluvios de la ambición satisfecha, aunque en su extrema vejez, cuando dirigía su mirada retrospectiva a una vida de esfuerzos mal apreciados, Van evocaba con divertido placer, un placer más vivo sin duda que el que había experimentado en su momento, las alabanzas triviales y las lógicas envidias que le habían acompañado durante un breve período de su juventud. Esta singular satisfacción era justamente comparable a la que más tarde encontró en ciertos ejercicios en apariencia absurdos y de una extravagante dificultad que V.V. se imponía a sí mismo y cuyo objeto era expresar algo que, antes de ser expresado, sólo poseía una existencia crepuscular (o ninguna clase de existencia, a no ser la ilusión de la sombra retrospectiva de su inminente expresión). Así era el castillo de naipes de Ada. Así era la proeza de una metáfora puesta en equilibrio sobre su cabeza, no por el placer de la dificultad vencida, sino con el fin de percibir la caída ascendente de una cascada o una salida del Sol al revés, lo cual, en cierto sentido, es una victoria sobre el Ardis del tiempo. Así, la embriaguez que experimentaba el joven Mascodagama al vencer a la gravedad se parecía a la de la revelación artística considerada en un sentido totalmente insospechado por los inocentes de la crítica, los comentaristas de la escena social, los moralistas, los fabricantes de ideas, etc. Van, sobre las tablas, ejecutaba de una manera orgánica lo que sus figuras de retórica debían ejecutar más tarde en su vida: milagros de acrobacia que nunca se hubiesen esperado de ellas y que daban miedo a los niños.

Por lo demás, el placer puramente físico de la deambulación manual no era un factor despreciable, y las manchas irisadas que la alfombra del escenario imprimía en sus palmas de bailarín durante la giga final eran como los reflejos de un mundo inferior, de brillantes colores, que él hubiese sido el primero en descubrir. Para el tango que ponía fin a su número durante la última tournéele dieron como pareja a una bailarina de cabaret de Crimea, que llevaba un vestidito de lentejuelas, muy corto y muy descotado por la espalda. La muchacha cantaba en ruso el estribillo del tango:

Pod znóynim nébom Argentini,

pod strástniy góvor mandolini.

(bajo el cielo bochornoso de Argentina

al ritmo ardiente de la mandolina.)

La frágil y pelirroja «Rita» (Van no supo nunca su verdadero nombre), linda karaíta originaria de Chufut Kalé, donde, como ella decía con nostalgia, el cornejo ( kizil) de Crimea exhibe sus flores amarillas entre los áridos roquedales, se parecía extrañamente a la Lucette de diez años más tarde. Mientras bailaban juntos, todo lo que Van veía de ella era el vivo movimiento de sus zapatitos de plata, andando y girando al mismo ritmo que las palmas de Van. Éste se resarcía durante los ensayos. Una noche le pidió una cita. Ella se negó indignada, diciendo que adoraba a su marido (el maquillador) y que detestaba a Inglaterra.

Chose gozaba de una vieja reputación por el rigor de sus reglamentos, así como por la brillantez de sus bromistas. La identidad de Mascodagama no podía escapar al interés ni al conocimiento de sus autoridades. El tutor de Van, un homosexual austero y decrépito, desprovisto del más mínimo sentido del humor y dotado de un respeto innato por todos los convencionalismos de la vida académica, advirtió a un Van muy irritado y casi descortés, que en su segundo año de Chose no debería combinar la ciencia con el circo, y que, si se obstinaba en jugar a «excéntricos», sería expulsado del colegio. El enojoso personaje escribió además una carta a Demon, rogándole que hiciese de modo que su hijo abandonase las proezas físicas, en beneficio de la filosofía y la psiquatría, tanto más cuanto que Van era el primer americano (¡y a los diecisiete años!) que había conseguido el Premio Dudley (por un ensayo sobre la locura y Ja vida eterna). Van no estaba aún muy seguro sobre qué compromiso podría encontrar entre el orgullo y la prudencia cuando partió para América, a principios de junio de 1888.

XXXI

Van volvió a la mansión de Ardis en 1888. Llegó en una tarde nubosa del mes de junio, sin ser esperado, ni invitado, ni requerido, con un collar de diamantes arrollado en el bolsillo. Cuando se acercaba, descubrió, en un césped lateral, una escena extraída de alguna vida nueva y que se ensayase allí para una película desconocida, sin él ni para él. Al parecer, había habido una gran reunión, que estaba ya disolviéndose. Tres damas jóvenes, con vestidos amarillo-azul de Vass y elegantes chales en arco iris, rodeaban a un joven algo gordo, algo presumido y algo calvo, que tenía en la mano una flauta campestre y que miraba hacia abajo, desde la terraza del salón, a una chica vestida de negro y con los brazos desnudos. Frente a la escalinata, un chófer canoso estaba tratando de poner en marcha un viejo coche deportivo que se sobresaltaba a cada golpe de manivela. Los brazos desnudos, ampliamente abiertos, sostenían desplegada la capa blanca de la baronesa Von Skull, tía abuela de la joven. Sobre el blanco de la capa, la esbelta figura de Ada se perfilaba en negro —el negro de su elegante vestido de seda, sin mangas, sin adornos, sin recuerdos—. La vieja baronesa de lentos ademanes buscaba a tientas alguna cosa bajo su brazo derecho, después bajo el izquierdo —no se sabe qué, una muleta, el extremo suelto de una banda con dije colgante—, y, cuando se volvió a medias para recoger su capa (tomada de manos de su sobrina nieta por un lento criado contratado hacía poco), Ada también si volvió a medias y su garganta, todavía sin adornos, dejó ver su blancura, mientras subía corriendo los escalones del pórtico.

Van la siguió al interior de la casa, entre las columnas del vestíbulo, a través de un grupo de invitados y hasta una mesa lejana con botellas de cristal llenas de ambrosíade cerezas. Ada no llevaba medias, aunque eso fuese contra la moda. Sus pantorrillas eran nerviosas y pálidas, (aquí introduzco una nota para una novela fantasma) «el profundo escote de su vestido negro proporcionaba un agudo contraste entre la blancura mate y familiar de su piel y la cola de caballo negra y brutal de su nuevo peinado».