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Van se sentía dividido entre dos emociones que se excluían mutuamente: por un lado, la certidumbre enloquecedora de que en cuanto llegasen, en el laberinto de la pesadilla, cierto cuartito de luminosa memoria, provisto de un lecho y un lavabo infantil, ella se le uniría, con su belleza nueva; por otro lado —el lado sombrío —el terror pánico de encontrarla cambiada, detestando lo que él deseaba como una obra mala y condenable y revelándole el horror de la nueva situación: ambos estaban muertos, o sólo existían como figurantes en una casa alquilada para el rodaje de una película.

Pero unas manos que le ofrecían vino o almendras, o que se ofrecían a sí mismas, se interfirieron en su indagación sonambulesca. Apresuró el paso sin hacer caso de las exclamaciones de saludo: el tío Dan, lanzando un grito, le señalaba con el dedo a un desconocido que fingía admiración por aquel truco óptico, y, casi al mismo tiempo, una Marina repintada, con peluca roja, muy achispada y muy llorosa, pegaba sus labios enviscados de vodka con cerezas a sus mejillas y demás partes no protegidas, con sonoras demostraciones colmadas de sonidos maternales, gemidos ahogados y mugidos de ternura rusa.

Van se soltó y reemprendió su búsqueda. Ella había pasado al salón, pero en la expresión de su espalda, en la tensión de sus omoplatos, Van supo que le había visto. Se secó la oreja humedecida y ensordecida, y saludó con un gesto de cabeza al vaso levantado de un fornido muchacho rubio (¿Percy de Prey? ¿O era que Percy de Prey tenía un hermano mayor?). Una chica, la cuarta en lucir la «creación» de verano —trigos y acianos —del modisto canadiense, detuvo a Van para informarle con un gracioso mohín gentil de que no la había reconocido, lo cual era cierto.

—Estoy molido. Mi caballo ha metido un casco entre las planchas herrumbrosas del puente de Ladore. Ha habido que matarlo. He caminado más de tres leguas. Creo que estoy soñando. Me parece que usted es la señorita Durêvaussi.

—No, soy Córdula —pero él ya se había marchado.

Ada había desaparecido. Luego de haberse desembarazado del canapé de caviar que descubrió, pegado como una etiqueta, entre sus dedos, se encaminó a la antecocina y pidió a un nuevo criado, hermano de Bout, que le condujera a su antigua habitación y que le llevase uno de aquellos tubos de caucho que utilizaba cuatro años antes, en su infancia. Además de algún pijama que sobrase. Su tren había descarrilado en pleno campo, entre Ladoga y Ladore, y había hecho más de treinta kilómetros a pie, y Dios sabía cuándo le llegaría el equipaje.

—Acaba de llegar —dijo el verdadero Bout con una sonrisa a la vez confidencial y fúnebre (Blanche le había dado calabazas).

Antes de bañarse, Van sacó el cuello por la estrecha ventana para ver los laureles y las lilas de la escalinata, desde donde subía el alegre guirigay de las despedidas. Advirtió a Ada, que corría detrás de Percy de Prey, el cual se había puesto su sombrero de copa gris perla y se alejaba travesando un cuadro de césped. Aquella imagen revivió en la mente de Van el recuerdo fugitivo de cierto paddockdonde él y Percy habían hablado una vez de un caballo cojo y de Riverlane. Ada alcanzó al joven en una súbita mancha de sol. Él se detuvo, y ella le dijo unas palabras moviendo bruscamente la cabeza, como hacía cuando estaba inquieta o descontenta. De Prey le besó la mano. Era francés, pero correcto. Ahora bien, mientras ella le hablaba, retuvo la mano que había besado, y la besó de nuevo; y eso no se hacía, eso era espantoso, eso era intolerable.

Abandonando su atalaya de observación, Van, desnudo, se dirigió hacia las ropas que se había quitado y encontró el collar. Con fría cólera, lo rompió en treinta, en cuarenta granizos centelleantes, algunos de los cuales rodaron a sus pies cuando ella irrumpió en la habitación.

Su mirada barrió el suelo.

—¡Qué lástima...! —comenzó.

Van, flemático, utilizó la réplica dramática del célebre cuento de mademoiselle Larivière: «Pero, amiga mía, si era falso...»; lo cual, dicho sea de paso, era más falso todavía. Pero, antes de recoger los diamantes desgranados, Ada cerró la puerta con llave y abrazó a Van, llorando. El contacto de su piel y de la seda resumía toda la magia de la existencia. Pero, ¿por qué todo el mundo tiene que recibirme con lágrimas? Y también querría saber si aquel muchacho era Percy de Prey. El mismo. ¿Pero el Percy que había sido expulsado de Riverlane? Ella suponía que sí. Había cambiado mucho, se había puesto gordo como un cerdo. No se podía decir de otra manera. ¿Y ése era su nuevo galán?

—Y ahora —dijo Ada —Van va a dejar de ser vulgar, y a no serlo nunca más. Porque yo no he tenido, ni tengo, ni tendré nunca más que un galán y un patán, que una sola pena y una sola alegría.

—Más tarde recogeremos tus lágrimas —dijo él—. Las lágrimas pueden esperar, pero yo no.

Los labios abiertos de Ada estaban ardientes, trémulos, pero cuando él quiso desnudarla, ella titubeó y murmuró de mala gana una negativa, porque la puerta se había movido. Dos puñitos tamborileaban fuera, con un ritmo que Ada y Van conocían perfectamente.

—¡Hola, Lucette! —gritó Van—. Estoy cambiándome, márchate.

—Hola, Van. No te busco a ti, sino a Ada. Ada, dicen que bajes.

Uno de los gestos habituales de Ada, del que se valía para resumir en una fórmula muda los múltiples aspectos de una situación lamentable («ya ves como yo tenía razón; las cosas son así; no hay nada que hacer»), consistía en describir con sus dos manos el contorno redondo de una copa desde el borde hasta la base, inclinándose con melancolía. Eso fue lo que hizo antes de salir de la habitación.

Unas horas más tarde, la situación cambió de un modo infinitamente más agradable. Para la cena, Ada se había puesto otro vestido —de algodón carmesí—, de cuya cremallera tiró Van tan impetuosamente, cuando volvieron a encontrarse en mitad de la noche (en el viejo cuartito de los instrumentos, a la luz de una lámpara de carburo), que estuvo a punto de rasgarlo de arriba abajo y de descubrir de golpe la entera belleza de Ada. Estaban todavía en pleno combate (en el mismo banco, cubierto por la misma manta escocesa expresamente llevada allí) cuando la puerta del jardín se abrió sin ruido y dejó paso a Blanche, que se deslizó, como un fantasma imprudente, en su escondite. Tenía su propia llave y volvía de una cita con Sore, el viejo vigilante nocturno borgoñón. La idiota se detuvo boquiabierta ante la joven pareja.

—La próxima vez, llame —dijo Van con una amplia sonrisa, y sin molestarse en hacer una pausa... es más, saboreando, quizás, la mágica aparición: Blanche llevaba una capa de petigrís que Ada había perdido en el bosque. ¡Qué guapa se había puesto, y cómo le comía con los ojos! Pero Ada apagó la linterna, y la chica, murmurando algunas excusas, encontró a tientas el camino para volver a la casa. Ada dejó oír una risita retozona y Van prosiguió su apasionante tarea.

Estuvieron mucho tiempo juntos, incapaces de separarse, sabiendo que cualquier explicación sería buena si alguien llegaba a preguntarse por qué sus habitaciones habían permanecido vacías hasta el alba. El primer rayo de la mañana manchaba con un toque fresco la pintura verde, de una caja de herramientas, cuando se levantaron, impulsados por el hambre, y se dirigieron de puntillas a la despensa.