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Chto, vispalsya, Vahn(bueno, Van, ¿has quedado satisfecho?) —dijo Ada, imitando a la perfección la entonación de su madre; y luego continuó en el inglés materno—: Juzgo por tu apetito. Y supongo que esto sólo ha sido tu primer desayuno.

—¡Ah! —gruñó Van—, ¡mis rótulas! Ese banco no era nada blando. Y estoy hambriento.

Se sentaron uno frente a otro, a la mesa del desayuno, y se atracaron de pan negro con mantequilla, jamón de Virginia, generosos cortes de auténtico queso suizo (y, toma, prueba esta miel tan límpida), dos primitos felices ocupados en «saquear la nevera» como los niños de los antiguos cuentos de hadas. Y los mirlos silbaban melodiosamente en el verde resplandor del jardín, donde las sombras verdes retraían sus uñas.

—Mi profesor de teatro —dijo Ada— me encuentra mejor en la farsa que en la tragedia. Dios mío, si se supiera...

—No hay nada que saber —replicó Van—, absolutamente nada ha cambiado. Al menos, esa es mi impresión de conjunto, pero estaba demasiado oscuro en esa caverna para que haya podido juzgar en detalle. Mañana haremos un examen más profundo en nuestra islita. Hermana, ¿recuerdas aún...?

—¡Oh, cállate! —dijo Ada—. Ya he dicho adiós a todo eso... Petits vers, petits vers de soie...

—Vamos, vamos —protestó Van—, algunas rimas eran acrobacias admirables, tratándose de niños: « Oh, qui me rendra ma Lucille, et le grand chêne, and "dze" big hill»... La pequeña Lucila —añadió, tratando de disipar con una broma la preocupación aparecida en el rostro de Ada—, la pequeña Lucila se ha convertido en una cosa tan aterciopelada que creo que me pasaré a su servicio si tú sigues enfurruñándote así. La primera vez que te enfadaste conmigo, me acuerdo, fue porque asusté a un pinzón apedreando a una estatua. ¡Eso es memoria!

Ada dijo que ella, ahora, estaba en malas relaciones con la memoria. Y añadió que los criados no tardarían en levantarse y que por fin podrían comer algo caliente. Aquel frigorífico sólo contenía golosinas.

—¿Por qué te has puesto triste de pronto?

Ada confesó que sí, que estaba triste, que tenía serias preocupaciones y que la situación sin salida en que se encontraba la habría vuelto loca si no hubiera estado segura de que su corazón era puro. Se explicaría mejor con una alegoría. Se sentía un poco como la heroína de una película que Van podría ver pronto, una chica que sufre la triple angustia de una tragedia que está obligada a ocultar so pena perder su único y verdadero amor, la cabeza de la flecha, la punta dolorosa. Soporta en secreto tres suplicios simultáneos. Trata de romper una aventura tenaz y dulce con un hombre casado por quien siente compasión; de cortar a tiempo el primer brote, rojo y pegajoso, de una loca aventura con un joven y seductor imbécil que le inspira aún más piedad; y de conservar intacto el amor de aquél que es toda su vida y que está por encima de la piedad, por encima de la indigencia de su piedad de mujer, porque su «ego» (como dice el guión) es más rico y más orgulloso que todo lo que serían capaces de imaginar aquellos dos miserables gusanillos.

¿Qué había hecho, por cierto, de sus pobres gusanos, después del prematuro final de Krolik?

—¡Oh, les he dejado en libertad! —gran gesto vago—. Les he devuelto al aire libre, a sus plantas nutricias, o les he enterrado en estado de crisálida y les he dicho que escapasen a prisa mientras los pájaros no mirasen o, ay, fingiesen no mirar. Así pues, para terminar con mi parábola (porque tienes gracia para interrumpirme y para desviar el curso de mis ideas), me siento atenazada, además, por la íntima tortura de la ambición. Sé que nunca seré una bióloga. Mi pasión por las criaturas rastreras es grande, pero no exclusiva. Sé que amaré siempre, hasta la adoración, a las orquídeas, a las setas, a las violetas, y que todavía me verás salir sola, para vagabundear sola por los bosques y volver a casa sola, con un pequeño lirio solitario. No obstante, en cuanto me sienta con fuerzas, tendré que renunciar también a las flores, por irresistibles que me parezcan. Quedan la gran ambición y el grandísimo terror: el sueño de las más peligrosas, de las más inaccesibles y dramáticas ascensiones al azur... Para terminar, sin duda, como una de esas solteronas, pobres arañas hiladoras que enseñan en las escuelas de arte dramático, consciente —puesto que insistes, siniestro insistente —de que nunca podremos casarnos y representándome sin cesar el deplorable ejemplo de la patética, de la brava, de la mediocre Marina.

—¡Vamos! —dijo Ven—. Ese parlamento sobre solteronas no tiene ningún sentido. Encontraremos el medio de vencer el obstáculo. Con documentos artísticamente falsificados nos convertiremos en parientes cada vez más lejanos, hasta que sólo seamos unos simples homónimos. En el peor caso, nos contentaremos con vivir sin escándalo (tú como mi ama Je llaves, yo como tu epiléptico), y luego, como en tu Chejov, «veremos el cielo todo constelado de diamantes».

—¿Los has encontrado todos, tío Van? —preguntó Ada suspirando y apoyando la cabeza sobre su hombro. Ya se lo había dicho todo.

—Más o menos —contestó Van, sin comprender que se lo había confesado todo—. He hecho la mejor investigación de un suelo lleno de polvo practicada nunca por un héroe romántico. Un brillante pilludo se las ha arreglado para rodar bajo la cama, donde crece una selva virgen de pelusas y hongos. Haré que los lleven de nuevo a Ladore la próximo vez que vayan allí. He de comprar muchas cosas: una suntuosa bata de baño para hacer honor a nuestra nueva piscina, una crema llamada Crisantema, un par de pistolas de duelo, una colchoneta de playa plegable, a poder ser negra para que tu blancura resalte, no sobre la playa, sino sobre ese banco y sobre nuestra isla de Ladore.

—El único reparo —comentó Ada —es que no me parece bien que hagas el ridículo buscando pistolas en las tiendas de antigüedades, cuando Ardis Hall está lleno de viejos fusiles, de carabinas, de revólveres, de arcos y de flechas. ¿Recuerdas? Habíamos practicado mucho con esas armas, cuando éramos niños.

¿Que si lo recordaba? ¡Claro que lo recordaba! Cuando éramos pequeños... Sí... En realidad, qué desconcertante resultaba recordar aquel pasado reciente en términos de juegos de niños... Porque nada había cambiado (tú estás aquí, a mi lado, ¿no es cierto?), nada, aparte de unas pequeñas mejoras en lo que concierne al parque y a la institutriz.

Sí, ¿no era graciosísimo? Mlle. Larivière prosperando, pavoneándose en el papel de gran novelista. ¡ Best-sellerentre los best-sellerscanadienses! Su relato La Rivière de diamantsse había convertido en un clásico en los colegios femeninos, y su mirítico seudónimo Guillaume de Monparnasse (la omisión de la «t» lo hacía más íntimo) era conocido desde Québec hasta Kaluga. Como ella decía en su exótico inglés, fame struck, and the roubles rolled, and the dollars poured.

Ambas monedas eran de curso legal por aquella época, en la Estocilandis Oriental. Pero la excelente Ida, lejos de abandonar a Marina, de quien estaba platónica e irrevocablemente enamorada desde que la había visto en Bilitis, se reprochaba el que su excesivo abandono a la inspiración novelesca le hiciera descuidar a Lucette. En consecuencia, ahora, en los sobresaltos de su celo estival, dedicaba a la niña infinitamente más atención que la que la pobre pequeña Ada (Ada dixit) había obtenido nunca a los doce años, tras su primer trimestre (deplorable) en el colegio. ¡Qué tonto había sido Van, sospechar de Córdula! La casta, la dulce, la obtusa pequeña Córdula de Prey, cuando Ada le explicó y volvió a explicarle, dos, tres veces, en diversos códigos, que se había inventado aquella mala y tierna camarada en el momento en que la habían arrancado literalmente de él y no había hecho más que suponer —por anticipación, por así decirlo —la existencia de tal chica. Era una especie de cheque en blanco que trataba de obtener de Van.