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—Y lo tuviste —dijo éste—, pero ahora lo he roto y no lo renovaré. Pero, ¿por qué corrías detrás del gordo Percy? ¿Era tan importante?

—Sí, muy importante —dijo Ada, lamiendo una gota de miel caída en su labio inferior—. Su madre estaba al dorófono y él me había pedido que le dijese que ya estaba de vuelta. Y yo me olvidé de todo y subí corriendo a darte un beso.

—En Riverlane —dijo Van —llamamos a eso una «verdad-buñuelo»: sólo la verdad, toda la verdad y un agujero en la verdad.

—¡Te odio! —gritó Ada, e hizo Ío que ella llamaba «el gesto de la rana avisadora», porque Bouteillan acababa de aparecer en el vano de la puerta, con el bigote afeitado, ventrudo, sin chaqueta ni corbata y con unos tirantes púrpura que sostenían a la altura del pecho su pantalón negro. Anunció que iba a traer el café y desapareció.

—Pero permíteme que te pregunte una cosa, querido Van. ¿Cuántas veces me has sido infiel desde el mes de septiembre de 1884?

—Seiscientas trece veces —dijo Van—. Por lo menos con un par de centenares de perdidas que se contentaban con acariciarme. Te he sido absolutamente fiel, porque aquello sólo fueron «obmanipulaciones» (caricias ficticias y sin importancia, prodigadas por unas manos frías de las que no me acuerdo).

El mayordomo, ahora completamente vestido, llegó con el café y las tostadas, y la Gaceta de Ladore, en la que se veía una foto de Marina recibiendo los homenajes idólatras de un joven actor de sangre latina.

—¡Vaya! —exclamó Ada —. Lo había olvidado completamente. Vendrá hoy, con un personaje del cine. Y nos reventarán la tarde. Pero me he reanimado y me siento en forma —añadió (después de una tercera taza de café)—. Son sólo las siete menos diez. Iremos a dar un buen paseo por el parque: hay dos o tres sitios que podrás reconocer muy bien.

—Amor mío —dijo Van—, mi orquídea fantasma, mi gentil espantalobos. ¡No he dormido desde hace dos noches! Me pasé la primera imaginando la segunda, y la segunda me reservaba aún más de lo que había imaginado. Por el momento, ya me he saciado de ti.

—No te ha salido muy bien el cumplido —dijo Ada, llamando enérgicamente para pedir un suplemento de tostadas.

—Ocho veces te he presentado mis homenajes, como cierto veneciano...

—No me interesan tus vulgares venecianos. Te has vuelto tan grosero, querido Van, tan extraño.

—Perdón —dijo él, levantándose—. Ya no sé lo que digo. Estoy muerto de cansancio. Nos veremos a la hora de comer.

—Hoy no habrá comida —dijo Ada—, sino un mal tentempié al borde de la piscina, y bebidas empalagosas durante todo el día.

Van se inclinó hacia ella y quiso besar su sedosa cabeza, pero en aquel preciso momento entró Bouteillan, y mientras Ada le reprochaba severamente su tacañería con las tostadas, Van escapó.

XXXII

El guión estaba a punto. Marina leía, echada en una dormilona en medio del patio, vestida con una túnica doria y un sombrero de coolí. Calvo y avejentado, el pecho adiposo acolchado con un pelo grisáceo, su director, G. A. Vronski, tomaba sorbos de su vodka con tónica, sacaba páginas mecanografladas de una carpeta de cartón y se las pasaba a Marina. Al otro lado de Marina, un joven actor de una belleza repugnante y prácticamente desnudo, estaba sentado a lo árabe sobre una estera. Pedro (apellido desconocido, «nombre de guerra» olvidado) tenía los ojos oblicuos, las orejas de sátiro y la nariz de lince. Marina le habla traído de Méjico y le tenía en un hotel de Ladore.

Ada, tumbada al borde de la piscina, hacía cuanto podía por convencer al tímido dackselde que se dirigiese hacia el objetivo fotográfico en una posición razonablemente vertical y decente, mientras que Philip Rack, un joven músico insignificante, pero bastante simpático, que en su bañador holgado parecía aún más torpe y lamentable que con el traje de terciopelo verde con el que solía presentarse para dar sus lecciones de piano a Lucette, trataba de reunir en una misma foto las mandíbulas babeantes del recalcitrante animalito y el escote de Ada, que su posición (la chica estaba más o menos acostada sobre el vientre) contribuía a poner de manifiesto en la abertura del bañador.

Si dirigimos ahora nuestra cámara hacia otro grupo, en pie y algo apartado bajo las guirnaldas violeta de la arcada del patio, podremos tomar un plano medio de la embarazada esposa del joven maestro, que lleva un vestido de lunares y vierte almendras saladas en las copas, y de nuestra distinguida novelista, resplandeciente con sus volantes malva, su sombrero; malva y sus zapatos malva, tratando de aprisionar en jersey acebrado el torso de Lucette... que se rebela y la replica con groserías aprendidas de una criada, pero pronunciadas en un tono de voz que apenas llegaba al umbral auditivo del algo duro oído de Mlle. Larivière.

Lucette no se puso el jersey. Su piel fresca y tersa tenía el color del jarabe de melocotón, su pequeña grupa se mecía graciosamente, moldeada por unos cortos pantalones verde sauce y el sol pulía sus cortos cabellos rojos y su torso gordezuelo, que sólo revelaba aún un imperceptible circunloquio de feminidad. Van, de un humor desabrido, recordaba, con una mezcla de sentimientos, cuánta ventaja había llevado en ese aspecto la hermana mayor cuando aún no tenía los doce años.

Había pasado la mayor parte del día durmiendo en su habitación y un largo sueño lúgubre y caótico le había hecho revivir, en una especie de parodia insípida, su agotadora noche «casanoviana» con Ada, y la conversación matutina, algo inquietante, que había tenido con ella. Al escribir estas líneas, después de tantos altibajos en el sendero del tiempo, encuentro cierta dificultad para no confundir nuestra conversación, transcrita de un modo inevitablemente estilizado, con la letanía de lamentaciones, a propósito de traiciones sórdidas, que obsesionó al joven Van en su sombría pesadilla ¿O era ahora cuando soñaba que había soñado? ¿ Les Enfants mauditsera realmente el título de una novela escrita por una institutriz grotesca? Una novela que iba a ser llevada a la pantalla por frívolos monigotes, ocupados ahora en discutir su adaptación, y que, por arte de éstos, se convertiría en algo aún más trivial y almibarado que El Libro de la Quincena. ¿Acaso detestaba a Ada como la había detestado en su sueño? ¡Pues sí!

A los quince años, Ada se había convertido en una enervante y desesperante belleza. Y bastante descuidada, además. Era excéntrica en sus maneras y en su aliño. Despreciaba los baños de sol y en la blancura descarada de sus miembros y de sus omoplatos descarnados no había ni el menor vestigio del bronceado que había californizado a Lucette.

Prima lejana y no hermana de Rene (ni siquiera su hermanastra, tan líricamente anatematizada por Monparnasse), Ada saltó sobre Van como podía haberlo hecho sobre el tocón de un árbol, y devolvió a su madre el confundido perro. El actor, que muy probablemente iba a encontrarse con el puño de alguien en una escena próxima, hizo una observación obscena en mal francés.

Du sollst nicht zuhoren (No debes escuchar)—murmuró Ada, junto a la oreja de Dack el Teutón antes de depositarlo en el halda de Marina, bajo los «niños malditos»—. No se habla así delante de un perro —añadió, sin dignarse mirar a Pedro, el cual, sin embargo, se levantó, se reajustó la entrepierna y se la adelantó, para darse una zambullida en la piscina, que ejecutó en un salto a lo Nurjinski.