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¿Era verdaderamente bonita? ¿Era, al menos, lo que se llama atractiva? Era exasperación, era tortura. La estúpida muchacha había reunido sus cabellos bajo un gorro de goma, lo que daba a su nuca un aire insólito y vagamente médico, con todo aquel deshilacliado de mechones negros revueltos y aplastados, como si hubiese obtenido un puesto de enfermera y no fuera a bailar nunca más. Su traje de baño, una sola pieza de un gris azulado, parecía demasiado corto para ser decente y cómodo. Tenía una mancha de grasa y un agujerito encima de la cadera, posible obra de un larva hambrienta de sebo. Olía a algodón húmedo, a pelo de axilas y a nenúfares, como la loca Ofelia. Ninguno de aquellos pequeños detalles habría enojado a Van si éste hubiera estado a solas con ella, pero la presencia del supermacho Pedro lo volvía todo obsceno, sucio, intolerable. Van recordó la charada que le había cuchicheado doce horas antes, en la oscuridad del cuartucho de herramientas: «Mi primera, es mucha agua; mi segunda y tercera, un animal muy aficionado al agua.» Volvamos a los bordes de la piscina.

Nuestro joven amigo, que por naturaleza era excepcionalmente brezgliv(delicado, propenso a sentir asco), no tenía la menor gana de compartir unos metros cúbicos de agua de azulete clorado («el azur su baño») con dos extraños. No tenía nada de japonés, y siempre recordaba con un estremecimiento de asco la piscina cubierta de la escuela preparatoria, las narices mocosas, los pechos granujientos, los contactos accidentales con la odiosa carne masculina, la burbuja sospechosa estallando como una pequeña bomba fétida, y, sobre todo, sobre todo, el infame, el cínico triunfador que, metido en el agua hasta los hombros, orinaba secretamente (y Dios sabe cómo había zurrado Van a aquel Veré de Veré, pese a que era tres años mayor que él). También ahora ponía el mayor cuidado en mantenerse fuera del alcance de las posibles salpicaduras de Pedro y de Phil, que resoplaban y hacían el tonto durante el baño. El pianista, flotando y exhibiendo sus horribles encías en una mueca servil, no tardó en intentar arrastrar a Ada, que estaba tumbada en las losas del borde, pero ella se puso a salvo, abrazando la gran pelota naranja que acababa de sacar del agua y valiéndose de la misma como de un escudo. Rechazado el asaltante, tiró la pelota en dirección a Van, quien la apartó con un revés de la mano, rechazando el gambito, eludiendo la cabriola y despreciando a la jugadora.

A su vez, el hirsuto Pedro se izó sobre el borde y emprendió un flirtcon la pobre chica (para la cual, las tonterías de Pedro eran la menor de sus preocupaciones).

—Su pequeño orificio debe ser arreglado —la dijo.

—¿Qué quiere usted decir, por el amor de Dios? —preguntó Ada, en vez de darle un bofetón.

El imbécil insistió:

—Permítame que toque su encantador penetralium—y posó un dedo mojado sobre el agujerito de su bañador.

—¡Ah, es eso! —Ada se encogió de hombros y subió el tirante que había sido desplazado por su movimiento—. No se preocupe de ello. La próxima vez quizás me ponga mi fabuloso bikini nuevo.

—La próxima vez, quizás nada de Pedro.

—¡Qué desgracia! Y ahora, vaya a traerme una coca-cola, como un perrito bueno.

—¿Y tú? —preguntó Pedro, al pasar junto a Marina—. ¿Otro vodka?

—Sí, querido, pero con pomelo, no con naranja. Y con un poco de azúcar. —Se volvió a Vronski—. No acierto a comprender por qué hablo en esta página como si tuviera cien años y en la siguiente como si tuviera quince. Porque, si se trata de un flashback—y supongo que se trata de un flashback(y cerraba las vocales, a la rusa)—, Renny, o René, no debería saber lo que parece saber.

—¡Si no lo sabe! —gritó G.A.—. Sólo es un semi- flashback. De todos modos, ese Renny, el amante número uno, ignora, desde luego, que ella trata de desembarazarse del número dos. Ella, durante ese tiempo, no deja de preguntarse si puede seguir concediendo citas al número tres, es decir, al caballero de la granja, ¿entendido?

Nu eto chto-to slojonovato(un poco complicao), Grigori Akimovich —dijo Marina, rascándose una mejilla. Olvidaba fácilmente, por puro instinto de conservación, las vicisitudes considerablemente más complicadas de su propio pasado.

—Lea, lea, todo se va aclarando —dijo G.A., pasando enérgicamente las hojas del ejemplar que él tenía.

—Esperemos —dijo Marina —que Ida no encuentre mal que hayamos hecho de Renny no sólo un poeta, sino también un bailarín de ballet. Pedro podrá lucirse, pero no se le puede exigir que recite poesía francesa.

—Que proteste —dijo Vronsky—. Puede meterse un poste de telégrafos... donde le quepa.

Marina tenía una secreta afición a las bromas picantes. El indecente poste de telégrafos la hizo retorcerse de risa —la misma risa a saltos y oledas de Ada ( pokativshis' so smehu vrode Adi).

—Pero, seamos serios —dijo—. Sigo sin ver cómo y por qué su mujer (quiero decir, la del número dos) puede aceptar una situación así.

Vronski estiró sus veinte dedos.

—Ella está en una bendita ignorancia de todo el idilio, y, además, sabe que es torpe, rechoncha e incapaz de competir con la pimpante Helena.

—Yo lo comprendo, pero no todos lo comprenderán —dijo Marina.

Mientras tanto, herrRack, nadando otra vez, se acercó de nuevo a Ada, sobre el borde de la piscina. En el curso de su elevación anfibia estuvo a punto de perder su informe taparrabos.

—Iván, permítame que le sirva también un kokruso bien fresco —dijo Pedro, ciertamente un muchacho muy simpático, muy servicial y muy generoso.

—Mejor será que vaya a partir un coco —replicó el odioso Van, poniendo a prueba al desdichado fauno. Pero éste no consideró que hubiese ofensa alguna, y volvió a sentarse, riendo, en su estera. Claudio, al menos, no hacía la corte a Ofelia.

El melancólico joven alemán estaba de un humor filosófico próximo a la tentación de suicidio. Tenía que volver a Kalugano con su Elsie, la cual, según el pronóstico del doctor Ecksreher, «le haría papá de dres gemelos en dressemanas». Él detestaba Kalugano, su ciudad natal y la de su esposa, en la que, en un momento de ofuscación recíproca, la tonta de Elsie le había dado su flor sobre un banco público al salir de una alegre fiesta de la oficina, concelebrada en los «Muzakovski's Organs» donde el imbécil supersexuado tenía un buen empleo.

—¿Cuándo se marcha?

—El güeves, pasado mañana.

—Perfecto. Perfecto. Adiós pues, señor Rack.

El pobre Philip dobló el espinazo, sacudió su pesada cabeza, y, trazando con la punta del dedo desesperados nadas en la piedra mojada, dijo, con visibles contracciones de garganta:

—Uno siente... como si representase un papel y descubriese de pronto que ha olvidado la réplica siguiente.