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—Eso le pasa a muchas personas —dijo Ada—. Debe ser un sentimiento furchtbar (terrible).

—Entonces... ¿nadie puede hacer algo por mí? ¿Ninguna esperanza, pues?

—Usted ya está muerto, señor Rack —dijo Ada.

Durante aquel horrible coloquio, Ada no había dejado de lanzar miradas de reojo. Vio al puro, al orgulloso Van, en pie a buena distancia, bajo el tulipanero, con una mano en la cadera y la cabeza echada hacia atrás, bebiendo cerveza directamente de la botella. Ella se alejó del borde de la piscina y de su cadáver, y se dirigió hacia el árbol, evitando, mediante un rodeo estratégico, primero a la novelista —la cual, ignorante del trato que estaba recibiendo su obra, dormitaba en una tumbona, de cuyos brazos caían, como dos racimos de champiñones rosa, sus regordetes dedos —y luego a la vedette, que estaba interrogándose con perplejidad sobre los matices de una escena de amor en la cual se mencionaba la «radiante belleza» de la joven castellana.

—Pero, ¿cómo se puede hacer eso de «radiante» en escena, y qué diablos significa «belleza radiante»?

—Belleza pálida —sugirió Pedro, elevando los ojos hacia Ada, que entonces pasaba ante ellos—, la belleza por la que tantos hombres estarían dispuestos a cortarse sus miembros.

Okey—dijo Vronsky—. Acabemos con este maldito guión. Él abandona el patio de junto a la piscina, y, como nuestra intención es hacerlo en color...

Van abandonó el patio de junto a la piscina, y se alejó con paso rápido. Giró por una galería lateral que conducía a una parte del jardín plantada de arbustos, y que constituía una transición insensible con el parque. No tardó en darse cuenta de que Ada había apresurado el paso para seguirle. Ada levantó el brazo, dejando ver la estrella negra de su axila, se quitó el gorro de baño, y, con un brusco movimiento de cabeza, dejó en libertad al torrente de sus cabellos. Lucette, en colores, trotaba tras ella. Compadecido de los pies descalzos de las dos hermanas, Van dejó el sendero de gravilla y pasó a un cuadro de césped aterciopelado (reproduciendo, en sentido inverso, la maniobra del doctor Ero perseguido por el Albino Invisible de Wells en una de las más bellas novelas de la literatura inglesa). Las dos hermanas le dieron alcance en el Segundo Bosquecillo. Lucette recogió, al pasar, el gorro de baño y las gafas de sol de su hermana. ¡Qué vergüenza, tirar así unas gafas como éstas! Mi cuidadosa pequeña Lucette (nunca te olvidaré...) colocó ambos objetos en el tocón de un árbol, al lado de una botella de cerveza vacía, y prosiguió su trote, aunque luego regresó para examinar un puñado de champiñones rosa que colgaban del tocón, del cual salían extraños ronquidos. Doble hallazgo, doble sorpresa.

—¿Estás furioso porque...? —comenzó Ada, al llegar junto a él (había preparado una frase para explicarle que, después de todo, tenía que ser atenta con un afinador de pianos —prácticamente, un criado—, afectado de ciertas dolencias cardíacas y de una esposa vulgar y lamentable), pero Van la interrumpió.

—Hay dos cosas que me sublevan —la frase salió como un cohete—. Una morenita, hasta la más desaliñada de las morenitas, debe afeitarse las ingles antes de ponerlas al descubierto. Y una niña bien educada no permite a un lujurioso que le hurgue en las costillas, aunque no tenga más remedio que llevar un guiñapo comido de gusanos, maloliente y demasiado corto para cubrir sus encantos. ¡Ah! ¿Por qué diablos he vuelto a Ardis?

—Te prometo... te prometo ser menos descuidada a partir de ahora y no permitir a ese piojoso de Pedro que se acerque a mí —dijo Ada, acompañando su promesa de perentorias sacudidas de cabeza y de un glorioso suspiro de alivio (cuya causa tardaría aún mucho en torturar a Van).

—¡Esperadme! —gritó Lucette.

(¡Torturar, pobre amor mío! Torturar, sí. Pero todo eso está ya acabado, hundido, muerto. Nota de Ada, bastante posterior.)

Formaban entre los tres un bonito cuadro arcádico cuando se dejaron caer sobre la hierba, al pie del gran sauce llorón cuyos aberrantes miembros abrían un baldaquino oriental (apuntalado en muletas salidas de su propia carne... como este libro) sobre dos cabezas negras y una tercera de un rojo dorado, como lo habían hecho antaño, en las noches cálidas y sombrías, cuando éramos unos niños felices y despreocupados.

Van, acostado de espaldas, ahito de recuerdos, cruzó las manos por detrás de la nuca y contempló, entornando los ojos, el azul libanes del cielo ensartado en la red del follaje. Lucette miraba con tierna admiración sus largas pestañas, y se compadecía de su fina piel, señalada por manchas rojas entre cuello y mandíbula, allí donde el afeitado es más difícil. Ada, inclinando su perfil de keepsakey dejando deslizar sobre su brazo pálido la melancólica cabellera de penitente (en correspondencia simpática con las sombras llorosas), examinaba con aire soñador la garganta amarilla de una eleborina, de un blanco de cera, que acababa de coger. Le detestaba, le adoraba. Era brutal, estaba indefensa.

Lucette, que nunca olvidaba su papel de camarada sensible y afectuosa, puso las palmas de las manos en el pecho velludo de Van y quiso saber por qué estaba enfadado.

Lucette le besó la mano, y empezó a hostigarle.

—¡Basta! —Lucette estaba restregándose contra su torso desnudo—. Estás muy fría y es desagradable.

—¡Mentiroso! Tengo calor, estoy ardiendo —replicó ella.

—Estás fría como dos mitades de melocotón en almíbar. Y ahora, quítate de ahí, anda, sé buena.

—¿Dos? ¿Por qué dos?

—Sí, por qué —gruñó Ada, con un estremecimiento de placer. E, inclinándose sobre él, le besó en la boca. Van trató de levantarse, pero las dos chicas le besaban, cada una por su lado, luego se besaban entre sí, después se ocupaban otra vez de él. Ada en un peligroso silencio, Lucette con pequeños maullidos de alegría. Yo no sé ya lo que decían o lo que hacían los «niños malditos» de la novela de Monparnasse —según creo, vivían en el castillo Bryant, y la cosa empezaba por un vuelo de murciélagos que salían uno a uno por la tronera de una torre e iban a perderse en el crepúsculo—; pero estasniñas (a las que la novelista no conocía verdaderamente, delicioso detalle) podrían también haber sido filmadas, con resultados bastante interesantes, si Kim el fisgón, el apasionado fotógrafo de la cocina, hubiese dispuesto del material preciso. Da horror hablar de estas cosas. Las descripciones escritas suelen resultar inconvenientes, estéticamente hablando. ¿Pero cómo no recordar, en el último crepúsculo (cuando los defectos artísticos de importancia secundaria son más leves que los tres murciélagos fugitivos en el desierto de un cielo anaranjado horro de insectos), que las modestas contribuciones de Lucette no atenuaban, sino al contrario, la invariable reacción de Van al más ligero contacto, real o imaginario, de la preferida. Ada, cuya melena sedosa barría las tetillas y el ombligo de Van, parecía complacerse efl hacer todo lo necesario para que —todavía hoy— mi pluma se sobresalte al escribirlo, y para que, en este pasado ridículamente lejano, su hermanita advirtiese y notase lo que escapaba a la voluntad de Van. Veinte dedos cosquilleantes apretaban alegremente la flor aplastada bajo el cinturón de goma de su bañador negro. El ornamento era de poco valor; el juego, inepto y peligroso. Van se desprendió bruscamente de sus bonitas atormentadoras y se alejó andando sobre las manos, con una máscara negra sobre su nariz de carnaval. En aquel momento entró en escena la institutriz, jadeante y vociferante. «Pero ¿qué te ha hecho tu primo?», preguntó varias veces, con voz inquieta, porque Lucette, derramando lágrimas inexplicables que en otra ocasión había derramado Ada, había corrido a refugiarse en los brazos de las alas malvas.