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XXXIII

El día siguiente comenzó lloviznoso, pero después de la comida aclaró. Lucette tomó su primera lección de piano con el fúnebre herrRack. El monótono la-do-re llegó a los oídos de Van y de Ada durante una exsursión a un pasillo del segundo piso. Mlle. Larivière estaba en el jardín, Marina había hecho una escapada a Ladore y Van quiso aprovechar que Lucette estaba «audiblemente» ausente para refugiarse con Ada en un tocador de allá arriba.

Allí encontraron en un rincón el primer triciclo de Lucette. Un estante colgado sobre un diván con forro de cretona contenía alguno de los intocables tesoros de la niña, entre ellos la maltratada antología que Van le había regalado cuatro años antes. La puerta no cerraba con llave, pero Van no podía contenerse, y el concierto iba seguramente a resistir, firme como un baluarte, durante no menos de veinte minutos. Apenas había hundido la boca en la nuca de Ada cuando ésta se puso en tensión y elevó un índice admonitorío. Unos pies que se arrastraban con paso pesado subían la gran escalera. Ada murmuró: «Haz que se vaya.» « ¡Chort!(demonio)», juró Van. Se recompuso la ropa y salió al rellano de la escalera. Philip Rack subía jadeante, con la nuez animada de un movimiento de vaivén vertical, mal afeitado, lívido, enseñando las encías, con una mano en el pecho y la otra sosteniendo un rollo de papel rosa, mientras la música seguía oyéndose, como sí la produjese algún dispositivo mecánico.

—Hay uno abajo, en el vestíbulo —dijo Van, suponiendo, o fingiendo suponer, que el desgraciado tenía retortijones o náuseas. Pero herrRack sólo quería despedirse de Ivan Demonovich (lamentablemente acentuado en la segunda «o»), de la señorita Ada, de Mademoiselle Ida y, naturalmente, de la señora. ¡Ay, la prima y la tía de Van estaban en la ciudad! Pero Phil encontraría probablemente en la rosaleda a su querida Ida, con la pluma en la mano. ¿Estaba Van seguro? ¡Claro que lo estaba, hombre! Rack estrechó la mano de Van con un profundo suspiro, alzó los ojos, los bajó, dio unos golpéenos contra la balaustrada con su misterioso cilindro de papel rosa y descendió al salón de música, donde Mozart comenzaba a dar señales de cansancio. Van aguardó un instante, con el oído atento y una mueca en los labios, y volvió a Ada, que estaba sentada, con un libro abierto sobre las rodillas.

—Tengo que lavarme la mano derecha antes de tocar lo que sea —dijo Van—... antes de tocarte a ti.

Ada no leía de verdad. Hojeaba nerviosamente, con irritación, distraída, un pequeño volumen (el azar había querido que fuese aquella vieja antología); ella que, de ordinario, siempre que abría el primer libro que encontraba, se sumergía en él en cuerpo y alma, con el movimiento instintivo de una criatura acuática que entraba de nuevo en contacto con su elemento natural.

—En mi vida había estrechado un miembro anterior más húmedo, más flojo, más asqueroso —dijo Van.

Y, soltando maldiciones, se dirigió a los lavabos de los niños, donde había un grifo. Desde la ventana de aquel observatorio vio a Rack, que dejaba su cartera negra y cochambrosa en la cesta delantera de su bicicleta, y se alejaba zigzagueando, sin olvidarse de saludar, quitándose el sombrero, a un jardinero indiferente. El equilibrio del torpe ciclista no resistió aquel gesto inútil. Tocó de refilón en el seto que bordeaba el camino y fue a parar al verde macizo. Durante unos segundos, el señor Rack permaneció en comunión indisoluble con los aligustres y Van se preguntó si debería bajar a auxiliarle. El jardinero se había vuelto de espaldas al músico, ebrio o enfermo, el cual, gracias a Dios, salía ya del bosquecillo y volvía a colocar la cartera en la cesta. Reanudó su camino lentamente, y a Van le subió una sensación de oscuro asco y tuvo que escupir en el lavabo.

Cuando regresó, Ada no estaba ya en el tocador. Volvió a encontrarla en una terraza, donde pelaba una manzana para Lucette. El buen pianista le llevaba siempre una manzana, a veces una pera incomible o un par de ciruelitas. En cualquier caso, aquella manzana era su último regalo.

—Mademoiselle te reclama —dijo Van, dirigiéndose a Lucette.

—Bueno, que espere —dijo Ada, prosiguiendo en calma la confección de su «peladura ideal», una espiral roja y amarilla que Lucette contemplaba fascinada, de acuerdo con el rito.

—Tengo trabajo —anunció bruscamente Van—. ¡Y no sabéis lo que me abruma! Me encontraréis en la biblioteca.

—Okey —respondió Lucette con voz límpida, sin volverse. Y emitió un grito de placer cuando tomó posesión de la guirnalda ya acabada.

Van pasó media hora buscando un libro que no había colocado en su sitio. Cuando lo descubrió se dio cuenta de que había terminado sus anotaciones y de que ya no lo necesitaba. Se quedó un momento tumbado en el diván, con lo cual sólo consiguió hacer más apremiante la obsesión amorosa. En consecuencia, decidió volver al piso superior utilizando la escalera de caracol. Al subirla, se representó —con un sentimiento desgarrador y como una imagen hechicera y fantástica perdida para siempre —a Ada subiendo con paso rápido, con la vela en la mano, la noche de la Granja Incendiada —noche inscrita en su memoria en ma yusculas imborrables—, y él detrás, con su llama bailando sobre las pantorrillas y los muslos de ella, sobre sus hombros inquietos y su cabellera flotante, y las sombras de ambos, que les perseguían en enormes ondas negras y geométricas sobre la pared amarilla, durante su subida en espiral. Encontró la puerta del segundo piso cerrada por fuera y tuvo que volver a bajar a la biblioteca (con sus recuerdos ya bloqueados por una exasperación vulgar) para subir por la escalera grande.

Cuando se dirigía hacia el brillante sol de la puerta del balcón oyó a Ada que explicaba algo a Lucette. Era algo divertido, relacionado con... no lo sé, y no puedo inventarlo. Ada tenía un modo rápido de acabar una frase antes de que la acometiese la hilaridad; pero a veces, como pasó entonces, un estallido breve e imprevisto cortaba sus palabras. Entonces se las arreglaba para atraparlas y para acabar su frase, con una precipitación aún mayor, atando corto su alegría. Y su última palabra era seguida por la triple carambola de una risa gutural sonora, erótica y más bien blanda.

—Y ahora, corazón —añadió, colocando sendos besos en los hoyuelos de Lucette—, hazme un favor. Baja a decirle a esa maldita Belle que ya es hora de que tomes tu leche y tus galletas. Jivo(¡rápido!). Mientras tanto, Van y yo vamos a retirarnos al cuarto de baño, o a donde dispongamos de un buen espejo, y le cortaré el pelo. Le hace muchísima taita. ¿Verdad, Van? ¡Ah, ya sé a dónde iremos! Corre, corre, Lucette.

XXXIV

Los retozos bajo el sauce llorón resultaron un error. En cuanto escapaba a la vigilancia de su esquizofrénica institutriz, cuando no le leían, o la paseaban, o la metían en la cama, Lucette se convertía en una plaga. A la caída de la noche, y siempre que Marina no se encontrase en los alrededores —ocupada, por ejemplo, en beber con sus invitados bajo los globos dorados de las nuevas lámparas del jardín, que lucían de trecho en trecho entre el verde bruscamente revelado y mezclaban el olor del petróleo con los aromas de heliotropo y jazmín—, los dos amantes podían deslizarse entre las tinieblas más profundas y permanecer solos hasta la hora en que la nocturna—fina brisa de medianoche— venía a remover el follaje, troussant la raimée, como decía Sore, el oscilante guarda nocturno. Una noche, Sore, armado de su linterna esmeralda, cayó sobre ellos. Y en varias ocasiones vieron deslizarse a una Blanche fantasmagórica, con una risa ligera, que iba a emparejarse, en algún escondrijo más humilde, con la vieja y robusta luciérnaga convenientemente sobornada. Pero esperar durante todo el día una noche favorable era más de lo que podían soportar nuestros impacientes amantes. La mayor parte de las veces estaban ya agotados antes de la cena, lo mismo que en el pasado. No obstante, se hubiera dicho que detrás de cada biombo, detrás de cada espejo, se escondía una Lucette al acecho.