Выбрать главу

Probaron en el granero, pero observaron, justo a tiempo, una rendija del suelo, a través de la cual se distinguía un rincón del cuarto de la plancha, y a French, la segunda doncella, que iba y venía en corsé y enaguas. Miraron a su alrededor sin poder comprender cómo habían sido alguna vez capaces de hacer tan tiernamente el amor entre cajas erizadas de clavos y de astillas, o deslizarse por la trampilla del tejado, que cualquier diablillo verde de piel cobriza podía observar a placer desde una horcadura del olmo gigante.

Todavía les quedaba la galería de armas, con su rincón oriental abuhardillado. Pero por entonces, este rincón estaba infestado de chinches, apestaba a cerveza rancia y tenía tanta mugre y tanta grasa que a nadie se le ocurriría desnudarse allí ni utilizar el pequeño diván. Todo lo que Van pudo contemplar allí de su nueva Ada fueron los muslos y las caderas marfileñas. Y la mismísima primera vez que hizo presa en ellas Ada le ordenó, cuando él estaba en lo mejor de su goce, que mirase sobré su hombro y por encima del alféizar de la ventana donde ella aferraba las manos todavía con las pulsaciones decrecientes del propio orgasmo: por un sendero del bosquecillo se acercaba Lucette, saltando a la comba.

Aquellas intrusiones se repitieron dos o tres veces. Lucette se aproximaba cada vez más, ya fuese cogiendo una seta que fingía comerse cruda, ya fuese poniéndose-a gatas para cazar un saltamontes o imitando los ademanes de cualquier persecución indiferente y juguetona. Avanzaba hasta el centro del herboso terreno de juego que se extendía ante el pabellón prohibido, y luego, con un aire de soñadora inocencia, ponía en movimiento el asiento de un antiguo columpio que colgaba de la rama más alta y más larga de Baldy, viejo roble privado de parte de sus hojas, pero aún vigoroso (y que figuraba —¿te acuerdas, Van?— en una litografía centenaria de Ardis, obra de Peter de Rast, como un joven coloso que protegía a cuatro vacas y a un vaquerillo cuyos harapos dejaban ver su hombro desnudo). Cuando nuestros amantes (te gusta el posesivo de autor, ¿verdad, Van?) daban otro vistazo hacia el exterior, Lucette estaba meciendo al triste dachsund, o elevaba los ojos hacia un imaginario picamaderos, o se instalaba calmosamente, con varias y graciosas contorsiones, en el asiento del columpio y se columpiaba suavemente, precavidamente, como si nunca lo hubiera hecho antes, mientras el tonto de Dack ladraba ante la puerta atrancada del pabellón. Iba aumentando el alcance de su balanceo con tal circunspección que Ada y su jinete, en la disculpable ceguera del placer creciente, no sorprendían nunca el instante en que el rostro redondo y rosado, con todas las pecas encendidas, aparecía ante la ventana y dos ojos verdes se clavaban sobre el asombroso tándem.

La sombra Lucette les seguía, pues, desde el césped a los graneros, desde el pabellón de la entrada hasta las cuadras, desde un cuarto de duchas construido poco después de la piscina hasta el antiguo cuarto de baño del primer piso. Lucette, como un Lucifer de resorte, salía de una caja de sorpresas, emergía de un baúl cualquiera y exigía que la llevasen a pasear, que jugasen con ella a arre, caballito»... Y Van y Ada intercambiaban miradas sombrías.

Ada elaboró un plan que no era ni sencillo ni juicioso, y que, por añadidura, salió mal. Quizás ella lo quisiera así. (Suprime eso, Van, suprímelo, por favor). La idea consistía en que Van se burlase de Lucette mimándola en presencia de Ada a la vez que besaba a ésta, y que besase y acariciase a la pequeña mientras Ada estaba en el bosque (en «herborizaciones botánicas»). Aquella estrategia presentaba, según Ada, una doble ventaja: apaciguaba los celos de la niña y podía servir de coartada en caso de que Lucette fuese testigo de retozos más equívocos.

Los tres se besaron y se acariciaron tan frecuentemente y con tanta convicción que, una tarde que jugaban en el diván negro que tantas cosas había soportado ya, Ada y Van no pudieron contener por más tiempo su ardor amoroso. Con el absurdo pretexto de jugar al escondite encerraron a Lucette en una alacena donde se alineaban los volúmenes encuadernados de Las aguas de Kalugay El sol de Kaluga, e hicieron el amor con frenesí, mientras Lucette gritaba, aporreaba y daba puntapiés a la puerta... hasta que acabó por caerse la llave y el ojo de la cerradura se encendió con un irritado color verde.

No obstante, lo que más costaba soportar a Ada no eran los accesos de mal humor de Lucette, sino los aires de languidez y de éxtasis que mostraban sus facciones cuando se abrazaba estrechamente a Van ayudándose con los brazos, con las rodillas y con la cola prensil, como si su primo se hubiese convertido en un tronco de árbol, aunque ambulante. Abrazo al que Ada sólo podía poner fin a fuerza de cachetes o de azotes.

—Tengo que reconocer —decía Ada, sentada junto a Van en una barca roja que les llevaba a flor de agua hacia un islote de Ladore oculto por una cortina de sauces—, tengo que reconocer, con vergüenza y con pena, que mi plan ha fracasado. Creo que la cría es una pequeña depravada. Creo que está criminalmente enamorada de ti. Creo que voy a decirle que eres su hermano uterino, y que flirtear con un hermano uterino es algo ilegal y absolutamente abominable. Las palabras feas, las palabras tenebrosas, le dan miedo, lo sé. También a mí me daban miedo cuando tenía cuatro años. Pero hay que tener en cuenta que Lucette es una niña algo obtusa, y hay que protegerla de quimeras y de pesadillas. Si no quiere entrar en razón, siempre me quedará el recurso de decirle a Marina que nos molesta en nuestros estudios y nuestras meditaciones. ¿O acaso a ti no te molesta? ¿Tal vez incluso te excita? Confiésalo, ¿te excita?

—Este verano es mucho más triste que el anterior —dijo suavemente Van.

XXXV

Hénos ahora en un islote plantado de sauces y rodeado por el brazo más tranquilo del azul Ladore. A un lado se extienden praderas inundadas, al otro puede verse, en la lejanía, la torre del Castillo de Bryant, románticamente sombría, en su colina de encinas.

Es en aquel retiro oval donde Van somete a la nueva Ada a un estudio comparativo. El cotejo era fácil porque la niña que tan detalladamente había conocido cuatro años antes permanecía luminosamente presente en la pantalla de su memoria, sobre el mismo telón de fondo de azul tornasolado.

La extensión de la frente parecía haber disminuido, y no sólo como un efecto del crecimiento, sino porque se peinaba de otra manera, con un remolino delantero muy efectista. La blancura de la piel, ahora limpia de toda imperfección, había adquirido un singular tono mate. Alguna arruga superficial parecía sugerir que había fruncido demasiado el ceño, aquellos últimos años, pobre Ada.

Las cejas eran regias, más espesas que nunca.

Los ojos... Van volvía a encontrar los pliegues voluptuosos de los párpados, las pestañas que parecían incrustaciones de azabache, la posición hindo-hipnótica del iris, situado muy alto. Los párpados no eran más capaces que antes de permanecer bien abiertos durante el más breve abrazo. Pero la expresión de aquellos ojos —cuando comía una manzana, o examinaba algún hallazgo, o simplemente escuchaba a un animal o a una persona— se había transformado; parecía como si hubiesen ido acumulándose sucesivas capas de tristeza y taciturnidad que velaban a medias las pupilas mientras que, en sus órbitas adorablemente alargadas, los globos de esmalte se desplazaban con una movilidad más inquieta: Mademoiselle Hipno-Kuch, «cuyas miradas no se posan nunca en usted, y, sin embargo, le taladran».