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La nariz no había adquirido el grosor de línea hiberniana que poseía ahora la de Van, pero su arista se había acusado singularmente, y su extremo, arremangado con más audacia, presentaba un ligero surco vertical que Van no recordaba haber visto antaño en la muchachita de doce años.

Si la luz era intensa podía verse entre la nariz y la boca la sombra discreta de una pelusa negra y sedosa (semejante a la que tapizaba su antebrazo), pero Ada anunció que estaba condenada a desaparecer en la primera «sesión estética» de la temporada de otoño. Un levísimo toque de lápiz de labios daba a éstos el aire de hosquedad de una máscara; en contraste, se dejaba sentir con tanta más fuerza el choque de la belleza viva cuando, alegre o golosa, mostraba el brillo húmedo de sus anchos dientes y los rojos tesoros de su lengua y su paladar.

El cuello había sido, y seguía siendo, el trozo más delicado de su persona, sobre todo cuando el cabello le caía libremente sobre los hombros y, en los intervalos de sus ondas negras y lustrosas, aparecía la piel blanca, tibia, adorable. Furúnculos y mosquitos habían dejado de martirizarla, pero Van le descubrió, justo por debajo del talle, la pálida cicatriz de un arañazo como de tres centímetros de largo, que corría paralelo a la columna vertebral, causado el anterior mes de agosto por un alfiler de sombrero dssprendido... o más bien por alguna ramita espinosa oculta en el césped hospitalario.

(Van, no tienes piedad.)

En el secreto islote (prohibido a las parejas domingueras: era propiedad de los Veen, y un cartel anunciaba plácidamente que «los intrusos se exponían a ser abatidos por los cazadores de Ardis Hall», texto del tío Dan), la vegetación consistía en tres sauces llorones, una hilera de alisos, hierbas de todas clases, espadañas, juncos aromáticos y algunas orquídeas con el pétalo superior color violeta, ante las cuales Ada lanzaba enternecidas quejas como lo hacía ante los perritos o los gatitos.

Bajo el dosel de los alisos neurasténicos Van proseguía su examen...

Los hombros eran de una gracia intolerable: yo nunca permitiría a mi mujer que se exhibiese descotada con unos hombros como aquéllos... Pero, ¿cómo podía Ada ser mi mujer? En la versión inglesa del cuento más bien cómico de Monparnasse, Rennie dice a Nellie: «La infame sombra de nuestra antinatural relación nos seguirá hasta las hondas profundidades del Infierno que nuestro Padre que está en el cielo nos muestra con su soberbio dígito». Por alguna misteriosa razón, las peores traducciones no son del chino, sino simplemente del francés.

El pezón, ahora rojo y atrevido, estaba rodeado de finos pelos negros, que también desaparecerían pronto, decía Ada, porque resultaban unschicklich. Van se preguntó de dónde habría sacado aquella horrible palabra. Los pechos estaban bien formados, redondos y pálidos, pero Van casi añoraba las tiernas turgencias de otros tiempos, con sus botones mates e informes.

Reconoció el encogimiento elegante, familiar y característico del vientre plano, su «juego» maravilloso, la expresión franca y ardiente de los músculos oblicuos y la «sonrisa» del ombligo (tomamos los términos del vocabulario de la danza del vientre).

Un día Van llegó consigo su máquina de afeitar, y la ayudó a desembarazarse de los tres mechones de pelos negros de su cuerpo.

—Soy Scheher —dijo— y tú, su Ada. Y esto es tu alfombra verde de oración.

Sus visitas al islote quedaron grabadas en el recuerdo de aquel verano, en medio de enmarañamientos después inextricables. Se veían allí, en pie, enlazados, vestidos solamente con las sombras móviles de las hojas, contemplando la barca roja con su moviente marquetería de ondas reflejadas, y luego sobre la barca, agitando interminablemente sus pañuelos. Y el misterio de estas secuencias mixtas se realzaba aún más con imágenes tales como la de la barca que regresaba hacia ellos sin dejar de alejarse, los remos rotos por la refracción, las lentejuelas de luz vibrando al revés por el mismo efecto estroboscopio que nos hace ver girar al revés las ruedas de un coche que pasa. El tiempo les mistificaba, hacía que uno hiciese una pregunta memorable a la cual daba el otro una respuerta olvidada. Un día, en el pequeño alisal que se repetía, negro, en el río azul, descubrieron una liga; era de Ada, que no pudo negarlo, pero Van estaba absolutamente seguro de que nunca la había llevado en sus excursiones estivales al islote mágico, al que siempre iba sin medias.

Sus bellas piernas vigorosas tal vez se habían alargado algo, pero conservaban la lisa blancura y la levedad de sus años de nínfula. Todavía podía, si le venía en gana, chuparse el dedo grueso del pie. El dorso de la mano izquierda y el empeine del pie derecho tenían la misma manchita de nacimiento, suficientemente discreta sin duda, pero imborrable y sagrada, con que la naturaleza había marcado la mano derecha y el pie izquierdo de Van. Ada se esforzaba en cubrir sus uñas con laca Scherezada (moda bien ridícula de los años ochenta), pero era poco cuidadosa de su persona: el barniz caía en escamas y dejaba unas manchas indecorosas, y Van le pidió que volviese al estado de «sin lustrar». En compensación, le compró en Ladore, donde presumían de elegancia, una esclava de oro para el tobillo; por desgraciadla perdió en una de sus fogosas citas y se inundó inesperadamente en lágrimas cuando él le dijo que no tenía importancia, que algún otro amante la encontraría cualquier día. Su brillantez, su genio. Desde luego, había cambiado en cuatro años, pero también él había cambiado, y sus cambios paralelos habían hecho por grados correspondientes, de modo que sus mentes y sus sentidos seguían al unísono, como iban a seguir siempre, más allá de todas las separaciones. Ninguno de los dos era ya el desenvuelto Wunderkindde 1884, pero ambos aventajaban a los jóvenes de su edad en saber libresco en un grado todavía más asombroso que cuando eran niños. En términos oficiales, Ada (nacida el 21 de julio de 1872) había ya acabado sus estudios medios, mientras que Van, dos años y medio mayor, esperaba obtener la licenciatura a finales de 1889. La conversación de Ada acaso era menos alegre, menos chispeante, y dejaba ya presentir (al menos retrospectivamente) las primeras fugaces sombras de lo que más tarde llamaría su «destino acarpo» ( pustotsvetnost), pero la vivacidad innata de su talento se había hecho más profunda, y unas corrientes de fondo extrañamente «metaempíricas» (según las llamaba Van) parecían duplicar interiormente —y, en consecuencia, enriquecer —la más sencilla expresión de sus pensamiento más sencillos. Leía con tanta voracidad como él, y casi con igual falta de exigencia en la elección de sus lecturas, pero cada uno de ellos tenía, más o menos, su capricho particular: él, el dominio terrológico de la psiquiatría; ella, el teatro (especialmente el ruso), que Van creía (en el caso de Ada) un capricho demasiado fácil y deseaba que fuese una veleidad pasajera. Ada, ¡ay!, no se había curado de su florimanía; pero, desde la muerte de Krolik, fulminado en el jardín por un ataque al corazón (1886), había depositado todas sus crisálidas vivas en el ataúd abierto donde yacía su amigo, tan regordete y sonrosado, decía Ada, como in vivo.

En su adolescencia, dolorosa e irresoluta en todos los demás aspectos, la Ada enamorada era aún más agresiva y complaciente que en su infancia, apasionada ya hasta la anomalía. Asiduo compulsador de casos célebres, el doctor Van Veen no acertó nunca a catalogar a Ada, ardiente jovencita de doce años, en el mismo apartado que a cualquiera de las inglesitas espiritualmente felices, no delincuentes, no ninfómanas y de excelente nivel mental que figuraban en sus fichas (a pesar de que gran número de muchachas de la misma vena hubieran florecido —y granado —en los viejos castillos de Francia y de Estocilandia, según nos muestran tantos extravagantes escritos novelescos y tantas memorias seniles). Hay que decir que Van experimentaba una dificultad aún mayor en describir y analizar su propia pasión por Ada. Cuando recordaba, caricia por caricia, las sesiones en Villa Venus o sus visitas más antiguas a los burdeles flotantes de los ríos Ranta o Lívida, no podía por menos de reconocer que las reacciones engendradas por Ada eran inconmensurables, puesto que podía, con el más suave contacto de su dedo o de sus labios a lo largo de una vena hinchada, prodigarla una deliciano sólo más intensa, sino esencialmente distinta que el más lento masaje de género Winslowde la joven golfa más refinada. ¿Qué era, pues, entonces, lo que elevaba el acto bestial a un nivel más alto que el alcanzado por las artes más exactas o por los más impetuosos vuelos de la ciencia pura? No era suficiente decir que, al hacer el amor con Ada, Van descubría la angustia, el agon, la agonía de la «realidad» suprema. Digamos más bien que la realidad se despojaba entonces de las comillas que llevaba como garras, en un mundo en que las inteligencias independientes y originales deben adherirse a las cosas o desgarrarlas si quieren escapar a la locura o a la muerte (que es la principal locura). En un espasmo o dos estaba fuera de peligro. La nueva y desnuda realidad ya no tenía necesidad de ancla ni de tentáculo. Sólo duraba un instante, pero podía renovarse durante todo el tiempo que él y ella fuesen capaces de hacer el amor. El color, la llama de aquella realidad instantánea sólo dependían de la identidad de Ada tal como él la percibía. No tenían nada que ver con la virtud ni con la vanidad de la virtud en el más amplio sentido; a decir verdad, Van pensaría más tarde que ni un solo día, en el curso de aquel ardiente verano, se había hecho la menor ilusión, que instintivamente sabía que Ada le había sido, y le seguía siendo, atrozmente infiel, lo mismo que ella sabía, mucho tiempo antes de que él se lo hubiese confesado, que durante el tiempo de su separación había utilizado en numerosas ocasiones aquellas máquinas vivas que los machos sobretensos pueden alquilar por unos minutos y que se describían con gran acopio de grabados en madera y fotografías, en una Historia de la prostituciónen tres volúmenes que Ada había leído, a la edad de diez u once años, entre Hamlety las Microgalaxiasdel capitán Grant.