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El juego que había ofrecido en 1884 a nuestros amiguitos el barón Klim Avidov, «un viejo amigo de la familia» (título que llevaban por tradición los antiguos amantes de Marina), constaba de un gran tablero plegable forrado de cuero y de un cofrecillo lleno de pesados cuadrados de ébano con las letras incrustadas en platino, una sola de las cuales, la J, pertenecía al alfabeto latino; era la marca de los dos comodines, cuyo descubrimiento resultaba tan emocionante como el de un cheque en blanco firmado por Júpiter o Jurojin. El personaje que hemos citado era, dicho sea incidentalmente, aquel mismo Avidov, amable pero susceptible, cuyo nombre aparece tantas veces en las picantes crónicas de la época y que, cierto día, en Venecia la Roja, catapultó de un gancho a la mandíbula, en el salón de conciertos del Gritz, a un desgraciado turista británico que había hecho observar en broma lo astuto que era separar la primera letra de su nombre para servirse de ella como de una partícula: «de», o «D'».

Cuando llegó el mes de julio, las diez A se habían reducido a nueve, y las cuatro D ya no eran más que tres. Finalmente apareció la A que faltaba, bajo un armario alsaciano. Pero la D había desaparecido totalmente, del mismo modo que su apostrofable doble en la imaginación de un tal Walter C. Keyway, esq., un instante antes de que éste aterrizase, junto con dos tarjetas postales sin franquear, en los brazos de un políglota mudo de sorpresa, con levita y botones dorados. La inspiración de los Veen es inagotable (nota marginal de Ada).

Yan, jugador de ajedrez emérito (en 1887 ganaría un campeonato en Chose, derrotando a Pat Rishin, de Minsk, campeón de Underhill y Wilson, N. C), siempre se había asombrado de que la brillante Ada fuese incapaz de elevar la calidad de su juego por encima de un nivel que podría satisfacer a una joven salida de una novela de la Biblioteca Azul o de esos anuncios de loción anti caspa que exhiben, fotografiada en Archicolor, una linda modelo (muchacha hecha para juegos que no son de ajedrez) con los ojos fijos en los hombros de su antagonista, no menos compuesto que ella, por encima de un absurdo embotellamiento de piezas rojas y blancas tan elaboradamente esculpidas que resultan irreconocibles —el ajedrez de Lalla Rookh —con las que ni un cretino accedería a jugar, aun cuando hubiera sido retribuido regiamente por el envilecimiento de la idea más simple bajo el cuero cabelludo más sarnoso.

Sin embargo, Ada llegaba a imaginar en ocasiones un sacrificio táctico, abandonando, por ejemplo, su reina, y conseguía una engañosa victoria en dos o tres movimientos; pero sólo veía un aspecto de la cuestión, y, por una extraña parálisis del pensamiento, prefería ignorar la contra-combinación, sin embargo evidente, que la habría llevado inevitablemente a la derrota si el heroico sacrificio hubiese sido rechazado. Por el contrario, en la mesa de Scrabble, la misma débil y alocada Ada se transformaba en una especie de elegante computadora, dotada, además, de una suerte fenomenal, y preparaba las palabras más largas y atractivas con las migajas y sobras menos prometedoras. En este terreno, dominaba ampliamente a Van, tanto por su perspicacia y su presciencia como por su arte para sacar partido de la ocasión. Van encontraba aquel juego bastante fatigoso: hacia el final de la partida, jugaban con una precipitación negligente y no se dignaba verificar las posibilidades de los términos «raros» o «desusados», aunque perfectamente admisibles, que podría porporcionarle un diccionario leal.

En cuanto a la ambiciosa, la incompetente, la impetuosa Lucette, a sus doce años no podía todavía valerse sin los consejos discretos de Van, que le prestaba de buena gana aquel servicio para ganar tiempo y hacer un poco más próximo el feliz instante en que la pequeña, enviada finalmente al cuarto de las niñas, dejaba a Ada disponible para el tercer o cuarto retozo de la jornada, de la cálida jornada estival. Van encontraba especialmente fastidiosas las disputas de las chicas a propósito de la legitimidad de tal o cual palabra: los nombres de personas y los de lugares eran tabú, pero a veces se presentaban casos dudosos, fuente de interminables escrúpulos, y daba lástima ver cómo Lucette se obstinaba sobre sus cinco últimas letras (cuando ya no quedaba ninguna en la casa, para componer el soberbio ARDIS; su institutriz le había dicho que el nombre significaba «punta de flecha»... pero, ay, en griego solamente.

Y nada más exasperante que ver a las dos hermanas, irritadas o despectivas, disputar sobre una palabra dudosa en los múltiples diccionarios desplegados a su alrededor (en pie, tumbados, sentados, tirados por el suelo, bajo la silla en que Lucette estaba arrodillada, en el diván, en la gran mesa redonda ocupada ya por el tablero y las fichas, y sobre una cómoda próxima). La rivalidad entre un inepto Ojegov (un gran volumen azul mal encuadernado que contenía 52.872 palabras) y un pequeño Edmundsen reducido en la respetuosa versión del doctor Gerschijevski, la taciturnidad de los abreviados y la audaz magnanimidad de un Dahl en cuatro volúmenes («mi querido Dahlia», murmuraba Ada, agradecida, cuando arrancaba al amable etnólogo barbudo algún término inusitado de una rara jerga), todo eso habría resultado insoportable y fastidioso para Van si su curiosidad de sabio no se hubiese interesado por la comprobación de singulares afinidades entre el Scrabble y la planchette. Hizo la observación por primera vez un anochecer de agosto de 1884, en el balcón del cuarto de los niños, bajo un cielo crepuscular cuyos últimos fulgores ondulaban sobre el gran estanque como una serpiente de fuego, estimulando a las últimas golondrinas y haciendo llamear el rojo de los bucles de Lucette. El tablero de cuero estaba abierto sobre una mesa de madera de pino constelada de manchas de tinta, muescas y monogramas. La linda Blanche, también tocada por los rosas del crepúsculo en el lóbulo de una oreja y en la uña de un pulgar, y toda impregnada de un perfume que las doncellas de la casa llamaban Almizcle Petigrís, acababa de traer la lámpara que se encendería más tarde. Habían echado suertes: Ada, que debía comenzar la partida, se sirvió siete veces, con un gesto automático y distraído, de la caja abierta, donde los pequeños bloques de letras, colocados cada uno en su alvéolo de terciopelo color de miel, mostraban únicamente su anónimo dorso negro. Mientras se servía, Ada dijo:

—Preferiría la lámpara Benten, pero no queda keroseno en el depósito. Sé buena chica, corazón (dirigiéndose a Lucette), llama... ¡Cielos! Keroseno, kerosén...

Las siete letras que había sacado, K.R.E.S.O.E.N., y que ahora disponía en su spektrik(el pequeño caballete de madera lacada que cada jugador tenía delante), casi formaban, en un movimiento rápido y como espontáneo, la palabra clave de la frase que fortuitamente había pronunciado mientras las sacaba al azar.

Otra vez, en el saledizo de la biblioteca, una tarde de truenos (pocas horas antes del incendio de la granja), Lucette sacó en el orden indicado las siete letras de un divertido VANIADA, con el cual formó en seguida el nombre del mueble al que acababa de referirse con su vocecita llorosa: «¿es que yo no tengo derecho a sentarme en el DIVÁN?».

Poco tiempo después, como suele ocurrir con los juegos, los juguetes y los amigos de vacaciones que parecen prometernos un porvenir constelado de placeres sin término, el Flavita siguió a la hoja de cobre y a la hoja de sangre en las nieblas del otoño. La caja negra se extravió, se olvidó y fue recuperada accidentalmente cuatro años más tarde (entre los cofrecillos de los cubiertos de plata), poco antes de que Lucette marchase a la ciudad a pasar unos días con su padre, a mediados de julio de 1888. La partida de Flavita que jugaron entonces los tres jóvenes Veen fue la última que jugarían juntos. Su desenlace quedó grabado definitivamente en la memoria de Van, bien a causa del memorable triunfo de Ada, bien por ciertas notas que en aquella ocasión tomó Van con la esperanza (no del todo decepcionada) «de entrever el forro del tiempo» (el cual, según él mismo escribiría más tarde, «constituye la mejor definición oficiosa de los presagios y las profecías»).