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—Es que no puedo hacer nada, pero nada —gemía Lucette—, con mis Buchstabenimbéciles: REMNILK, LINKREM...

—Veamos —le susurró Van—, es muy sencillo. Invierte las dos sílabas y tendrás una fortaleza de la antigua Moscovia...

—¡Ah, no! —dijo Ada, agitando el índice izquierdo a la altura de la sien (gesto que le era familiar)—. ¡no! Esa bonita palabra no existe en ruso, es una invención francesa. No existe segunda sílaba.

—¿No hay compasión para una niña? —abogó Van.

—¡No hay compasión!

—En ese caso, Lucette, siempre podrás hacer una pequeña crema, KREM, KREME, o mejor aún KREMLI, que son las cárceles yukonianas. Cruza su ORHIDEYA.

—Su estúpida orquídea —dijo Lucette.

—Y ahora —dijo Ada—, Adochka va a hacer algo todavía más estúpido.

Dio un profundo suspiro de satisfacción y, valiéndose de una letrita muy común descuidadamente colocada un momento antes en la séptima casilla de la fila superior, compuso el adjetivo TORFYANUYU. Aparte de que la F caía en una casilla marrón, la palabra atravesaba dos casillas rojas (37 X 9 = 333 puntos), y los 50 puntos que ganaba por haber colocado de golpe sus siete letras elevaban el tanteo a 383 puntos, suma nunca alcanzada antes con una sola palabra por un jugador de Scrabble ruso.

—¡Uf! —dijo—. ¡No ha sido fácil! —Y, apartando con el dorso de su blanca mano de nudillos rosados el mechón de bronce negro que se había deslizado por su sien, volvió a hacer, en alta voz, la cuenta de su escandalosa ganancia con los acentos melodiosos y satisfechos de una princesa que narrase cómo había hecho morir a un amante superfluo administrándole un brebaje envenenado. Las furibundas miradas de Lucette apelaban a Van a propósito de las injusticias del destino; de pronto, un aullido de esperanza escapó de su garganta:

—¡Pero eso es un nombre de lugar! ¡No tiene derecho...! ¡Es el nombre del primer apeadero después de Pont-sur-Ladore!

—¡Sí, es verdad, tesoro! —canturreó Ada—. ¡No sabes cuánta razón tienes! Sí, Torfyanaya, o, como dice Blanche, La Tourbière, es, en efecto, el pueblecito encantador, aunque algo húmedo, donde vive la familia de nuestra Cenicienta. Pero, desgraciadamente, pequeña, en la lengua de nuestra madre, o, mejor dicho, en la lengua de una abuela materna que nos es común a los tres, una lengua rica y muy bella que mi tesoro no debía descuidar en beneficio de una rama canadiense del francés, ese adjetivo ruso, de los más corrientes, significa «turboso», en géner femenino y caso acusativo. Sí, con ese solo golpe gano casi 400 puntos. ¡Qué lástima...! ne dotyanula(que ese «casi» no sea un «exactamente»).

—¡ Ne dotyanula! —gimió Lucette dirigiéndose a Van con las ventanas de la nariz dilatadas y los hombros agitados por la indignación.

Van inclinó la silla de la niña para obligarla a marcharse. En quince jugadas la pobre chica no había ganado la mitad de los puntos que Ada conseguía con un solo golpe maestro. Y tampoco la suerte de Van había sido mucho mejor. Pero, ¡qué importaba! El aterciopelado de un brazo, el pálido azul de las venas en el hueco del codo, el olor a madera quemada de una cabellera iluminada en oro tostado por la pantalla de diáfano pergamino (un paisaje lacustre con dragones japoneses) valían infinitamente más puntos que los que el haz de dedos, rígidos sobre el lápiz, podría contar en el pasado, en el presente y en el porvenir...

—El perdedor tiene que irse «de cabeza» a la cama —dijo Van, jovialmente —y no saldrá de allí bajo ningún pretexto. Dentro de diez minutos exactamente le llevaremos una gran taza (¡la taza azul oscuro!) de chocolate (del Cadbury negro, bien azucarado, sin piel).

—El perdedor se niega —dijo Lucette, cruzándose de brazos—. En primer lugar, porque todavía no son más que las ocho y media, y luego, porque yo sé perfectamente por qué queréis libraros de mí.

—Van —dijo Ada, después de un silencio—, haz el favor de llamar a Mademoiselle. Está trabajando con mamá en un guión que no puede ser más estúpido que esta horrible niña.

—Me gustaría bastante saber lo que significa su interesante observación —dijo Van—. Pregúntaselo, Ada.

—Se imagina que vamos a jugar a Scrabble sin ella, o a repetir algunos movimientos de esa gimnasia oriental que has empezado a enseñarme. ¿Es que no te acuerdas, Van?

—Sí, me acuerdo. Como tú te acuerdas de que sólo te he enseñado lo que aprendí de mi profesor de gimnasia, King Wing.

—Os acordáis de muchas cosas vosotros dos, ya, ya —dijo Lucette, que estaba frente a ellos, en pie con su pijama verde, exhibiendo su pecho bronceado, con las piernas separadas y las manos en las caderas.

—Quizá lo más sencillo... —comenzó Ada.

—Lo más sencillo —interrumpió Lucette— es que ninguno de los dos me podéis decir exactamente por qué queréis libraros de mí.

—Lo más sencillo —siguió Ada— es, Van, que le des un cachete bien enérgico y sonoro.

—¡Que se atreva! —gritó Lucette, poniéndose en guardia.

Suavemente, Van acarició la cima sedosa de la cabecita rebelde y le dio un beso detrás de la oreja. Lucette, desfigurada por los sollozos, salió corriendo de la habitación. Ada echó el pestillo tras ella.

—No es más que una nínfula salvaje, incurablemente loca y totalmente depravada —dijo Ada—. Pero eso no significa que no debamos tener más precaución que nunca... ¡Oh, terriblemente, terriblemente, terriblemente...! ¡Oh, precaución, amor mío!

XXXVII

Llovía. En la decepcionante perspectiva encuadrada por la ventana salediza de la biblioteca, los cuadros de césped parecían más verdes, el agua del estanque más gris. Vestido con un traje de gimnasia negro, y la cabeza apoyada en dos cojines amarillos, Van, tumbado boca arriba, leía Rattner sobre Terra, libro abstruso y deprimente. De cuando en cuando elevaba los ojos hacia el gran reloj de péndulo de tic-tac otoñal, por encima del cráneo pálido de una Tartaria requemada representada en un globo terráqueo antiguo y monumental, a la luz languideciente de una tarde que más parecía de octubre que de julio. Ada, ceñida por un impermeable de cinturón pasado de moda que Van detestaba, y con el bolso en bandolera, había marchado a Kaluga, donde iba a pasar el día, en principio para probarse unos vestidos y, en realidad, para consultar con un primo del doctor Krolik, el ginecólogo Seitz (a «Zayats», en la transcripción mental efectuada por Ada, porque, como en el caso de Krolik —conejo—, pertenecía también, según la fonética rusa, a la familia de los lepóridos). Van estaba seguro de que ni una sola vez, durante todo un mes de práctica amorosa, se había olvidado de tomar las precauciones necesarias, a veces algo extravagantes, pero indiscutiblemente eficaces. Incluso recientemente se había procurado el artificio anticonceptivo en forma de vaina que, por no se sabe qué motivo extraño, aunque consagrado por la costumbre, sólo los peluqueros estaban autorizados a vender en el condado de Ladore. No obstante, estaba inquieto, y su inquietud le enojaba, y Rattner, que en su obra negaba sin convicción toda existencia objetiva al planeta gemelo para concedérsela de mala gana en las oscuras notas (incómodamente colocadas entre capítulo y capítulo), le parecía tan insípido como la lluvia, la lluvia que trazaba con lápiz gris paralelas oblicuas sobre el fondo más oscuro de una hilera de alisos, cogidos, pretendía Ada, en Mansfield Park.