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Ada volvió justo antes de la cena. ¿Problemas? Van se la encontró en la gran escalera. Parecía cansada y subía arrastrando por los escalones su bolso de larga asa. ¿Problemas? Olía a tabaco... tal vez (dijo ella) porque había pasado una hora en un departamento de fumadores, o bien (añadió) porque había fumado un par de cigarrillos en el salón del médico, o acaso (y eso no lo dijo) porque su amante anónimo era un gran fumador.

—¿Y bien? —dijo Van, tras el esbozo de un beso—. ¿Todo marcha? ¿No hay problemas?

Ada le fulminó con la mirada; o fingió hacerlo.

—Van, ¿cómo has podido telefonear a Seitz? No conoce ni siquiera mi nombre. ¡Me lo habías prometido!

Un silencio.

—Yo no telefoneé —contestó Van, calmosamente.

—Tanto mejor —dijo Ada, con la misma voz insincera, mientras él la ayudaba a desprenderse de su impermeable—. Sí, todo va bien. ¿No puedes dejar de espiarme, amor mío? Resulta que la maldita cosa ha empezado en el camino de vuelta. Déjame pasar, por favor.

¿Inquietudes, ella? ¿Oh confeccionadas automáticamente por su madre? ¿Se reducía todo a una trivialidad vulgar? «Todos tenemos nuestros problemas.»

—¡Ada! —gritó.

Ella se volvió antes de abrir la puerta de su habitación, que siempre quedaba cerrada con llave.

—¿Qué quieres?

—Tusenbach, no sabiendo qué decir: «Hoy todavía no he tomado café. Irene, encarga que me preparen una taza.» Sale precipitadamente.

—¡Muy gracioso! —dijo Ada, encerrándose en su habitación.

XXXVIII

A mediados de julio, tío Dan se llevó a Lucette a Kaluga, donde la niña debía pasar cinco días, con Belle y French. Un circo alemán y el Ballet de Liaska actuaban en la ciudad, y ni un solo niño del lugar habría querido perderse los campeonatos de hockeyy natación de las colegialas kaluganas, a los que el viejo Dan, que no era en el fondo más que un niño grande, asistía religiosamente todos los años por las mismas fechas. Por otra parte, Lucette debía someterse a una serie de testsen el Taurus Hospital para determinar la causa de sus muy anormales variaciones de peso y temperatura (por lo demás, comía con buen apetito y se sentía perfectamente).

Debían volver el viernes a primera hora de la tarde. Dan pensaba hacerse acompañar por un notario de Kaluga para reunirse en Ardis con Demon, cuyas visitas eran excepcionales. El asunto del que debían tratar era la venta de una tierra «azul» —una turbera —que pertenecía a los dos primos y de la que ambos, por diferentes razones, tenían ganas de desprenderse. Como habitualmente sucedía con los proyectos mejor elaborados del pobre Dan, nada salió como estaba previsto: el notario no pudo comprometerse a llegar pronto, y, algunos minutos antes de que Demon franquease el umbral de la casa, Marina recibió un telegrama de su marido diciéndole que «diese de cenar a Demon» sin esperar a Dan y a Miller.

Este kontretan(divertido término con el que Marina designaba toda clase de sorpresas, y no solamente las malas) produjo una gran satisfacción a Van. Aquel año había visto poco a su padre. Le quería con una especie de jovial devoción, le había idolatrado de niño y le respetaba firmemente en su adolescencia tolerante, pero también más informada. Más tarde, un matiz de disgusto (el mismo disgusto que experimentaba ante su propia inmoralidad) vino a mezclarse con el amor y la estimación. Y, sin embargo, cuanto más avanzaba en edad, más claramente sentía que en cualquier momento y en cualquier circunstancia habría estado dispuesto a dar la vida por su padre, con alegría, con orgullo. Al final de la década de los noventa, cuando Marina, en su lamentable chochez, recapitulaba los «crímenes» del difunto Demon, con inútiles detalles que produducían tanta incomodidad como repulsión, Van experimentaba la misma compasión por ella y por él, sin que eso hiciese cambiar en nada su indiferencia por Marina y su adoración por su padre, que seguían siendo los que habían sido siempre, a lo que todavía eran en los años (cronológicamente apenas concebibles) sesenta (del siglo XX). Ningún maldito generalizador, con sus dos dedos de frente y el higo seco de su corazón, sería capaz de explicar (he ahí mi más suave revancha sobre los obstinados detractores de la obra de mi vida) las singularidades individuales (que aparecen en este caso y en otros de la misma especie. Sin tales singularidades, ni el genio, ni el arte existirían, y esta declaración definitiva basta para condenar a nuestros bufones y a nuestros patanes.

¿En qué ocasiones había venido Demon a Ardis en los años anteriores? El 23 de abril de 1884 (el día en que había sido propuesta, aprobada y organizada la primera estancia estival del joven Van). Dos veces durante el verano de 1885 (mientras Van escalaba las montañas de los Estados, del Oeste y las pequeñas Veen viajaban por Europa). En una cena de junio o de julio de 1886 (¿dónde estaba entonces Van?). Unos cuantos días del mes de mayo de 1887 (Ada herborizaba con una alemana en Estocia o en California; Van putañeaba en Chose).

Aprovechando la ausencia de Larivière y Lucette, Van había retozado largamente con Ada en la acogedora habitación de las niñas. Cuando oyó el ronroneo del automóvil de su padre, se asomó a la ventana, que no permitía una vista muy perfecta de la avenida de acceso principal. Bajó las escaleras con tal celeridad que la barandilla le quemó la mano, lo que le hizo recordar, con un sentimiento de felicidad, otras ocasiones parecidas de su infancia. En el vestíbulo no había nadie. Demon había entrado por una galería lateral. Instalado en el salón de música salpicado de sol, limpiaba su monóculo con una zamshinka(gamuza), antes de tomar su brandy «prebrandial» (vieja broma). Sus cabellos teñidos eran negros como el cuervo, y sus dientes, blancos como los dientes de un podenco. Su cara morena, lisa y lustrosa, con el bigote impecablemente recortado y los ojos negros y húmedos, se iluminó al ver a su hijo y reveló aquel radiante amor al que tan bien respondía Van, y que uno y otro trataban vanamente de disimular con el tono bromista habitual.

—Hola, «dad».

—¡Oh, «hello», Van!

Muy americano. Muy Riverlane School. Cierra de un golpe la portezuela del coche y atraviesa el patio nevado. Siempre con guantes, nunca con abrigo. Padre, you want to go to the bathroom? Mi país, mi dulce país.

—¿Quieres subir al «bathroom»? —preguntó Van, con ojos chispeantes.

—No, gracias. Ya me he bañado esta mañana. (Suspiro breve para hacer notar la huida del tiempo.)

También recuerda Demon todos los detalles de las cenas padre-hijo en Riverlane: la invitación, inmediata y respetuosa, a pasar al W.C.; la cordialidad de los profesores, la comida infame, el picadillo de carne a la crema. Dios guarde a América; la turbación de los hijos, la vulgaridad de los padres, nobles ingleses y aristócratas griegos hablando de yates y cacerías en las Bahamudas. «¿Me permites que transfiera delicadamente mi plato al tuyo esta deliciosa síntesis de helado de rosa, querido hijo?». Y Van, fingiéndose profundamente herido: «¿Cómo, papá? ¿No te gusta?». Dios conserve las pobres papilas gustativas americanas.