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—Tu nuevo coche tiene unas sonoridades espléndidas —dijo Van.

—¿Verdad que sí? (preguntar a Van a propósito de esta gornichon, término de un argot franco-ruso de ínfimo grado para designar una graciosa kamenstochka). Y ¿qué hay de nuevo, hijo? La última vez que nos vimos volvías de Chose. Malgastamos la vida con las separaciones. Somos los fantoches de la fatalidad. Oye, ¿y si pasamos un mes juntos en París o en Londres, antes de la rentrée?

Demon dejó caer el monóculo y se secó los ojos con un pañuelo a la moda, con orla de encajes, que habitaba en el bolsillo del pecho de su smoking. Sus glándulas lacrimales entraban fácilmente en acción cuando una pena real no le obligaba a dominarse.

—Tienes un aire muy satánicamente «en forma», Dad, sobre todo con ese clavel en el ojal. No has debido estar mucho en Manhattan estas últimas semanas. ¿O has tomado el color de su última sílaba?

Broma casera, en la vena Veen.

—Me he regalado, en efecto, un viajecito a Akapulkovo —respondió Demon, rememorando de mala gana y sin necesidad (con esa percepción especial del detalle fugitivo que también caracterizaba a su hijo), un pez a rayas negras y violetas en una pecera, un sofá de rayas parecidas, el sol subtropical poniendo de relieve las vetas de un cenicero de ónice sobre el pavimento de piedra, un montón de números atrasados del Povesa(play-boy) con manchas de zumo de naranja, las joyas que él había llevado, el gramófono que cantaba con voz soñadora Pétit nègre, au champ qui fleuronney el admirable abdomen de una joven criolla muy amada, muy infiel y perfectamente adorable.

—Y ¿fue contigo la señorita como-se-llame?

—Bueno, muchacho, francamente, la nomenclatura se hace cada año más confusa. Pero hablemos de cosas menos complicadas. ¿Dónde están los refrescos? Un ángel que pasaba me los había prometido.

(¿Un ángel que pasaba?)

Van tiró del verde cordón de la campanilla. Un melodioso mensaje tomó el camino de la cocina, mientras del antiguo acuario con armazón de bronce y habitado por un solitario pez-preso se alzaba en contracanto, en un rincón del salón de música, un múltiple y misterioso burbujeo (quizás un fenómeno de aireación espontánea sólo comprendido por Kim Beauharnais, el muchacho de la cocina).

«¿Convendría llamarla después del postre?», se preguntaba Demon. «¿Qué hora sería allí? Poco útil, y malo para el corazón».

—No sé si sabes —dijo Van, sentado en el brazo del sillón de su padre— que tío Dan, Lucette y el notario no llegarán hasta después de cenar.

—Excelente —dijo Demon.

—Marina y Ada bajarán dentro de un minuto. Será una cena «à quatre».

—Excelente. Eres magnífico, mi querido muchacho, y no tengo necesidad de exagerar mis cumplidos como hacen algunos para adular a un caduco de pelo embetunado. Tu smokinges encantador... o, más exactamente, es encantador reconocer al viejo sastre propio en la ropa del hijo, es como descubrir que uno se repite en cualquier tic ancestral... por ejemplo, éste (y mueve tres veces el índice izquierdo a la altura de su sien), que utilizaba mi madre para manifestar una pacífica disconformidad. Ese gene lo has perdido, pero yo lo reencuentro en el espejo de mi peluquero cuando me niego a que me ponga Crêmlin en mi cabeza calva. Y ¿sabes quién lo poseía también? Mi tía Kitty, que se casó con el banquero Bolenski después de haberse divorciado de aquel horrible mujeriego, Liovka Tolstoi, el escritor.

Demon prefería Walter Scott a Dickens y estimaba poco a los novelistas rusos. Como de costumbre, Van juzgó oportuno formular un comentario crítico.

—Era un escritor extraordinariamente artista, papá.

—Y tú eres un chico extraordinariamente exquisito —dijo Demon, derramando una segunda lágrima de agua dulce. Apretó contra su mejilla la mano fuerte y bella de Van, y éste puso los labios en el puño velludo de su padre, que ya sostenía un vaso de alcohol todavía invisible. A pesar de la huella viril de su ascendencia irlandesa, todos los Veen que tenían sangre rusa mostraban en sus efusiones rituales una sobreabundancia de ternura, aunque eran un poco ineptos para la expresión verbal de sus sentimientos.

—Pero, ¿qué ha pasado? —exclamó Demon—. Tu pulgar y tu palma son los de un carpintero. Déjame ver la otra mano. ¡Dios mío! Y luego rezongó a media voz: «El montículo de Venus apenas visible, la línea de la vida cortada, pero monstruosamente larga...» Imitaba la monodia de la gitana que dice la buenaventura: «Vivirá usted tanto que llegará a Terra y regresará usted de ella más sensato y más feliz.» Luego, recuperando su voz ordinaria: «Lo que deja perplejo a tu quiromántico es la extraña condición de la línea llamada Hermana de la Vida y esta rugosidad.»

—Mascodagama —murmuró Van, enarcando las cejas.

—¡Dios mío, qué obtuso soy! Y, ahora, dime, ¿te gusta Ardis?

—Lo adoro. Es para mí el château que baignait la Dore. De buena gana pasaría aquí toda mi barroca y extraña vida. Pero, ¡ay!, es un sueño sin esperanza.

—¿Sin esperanza? Eso es lo que me pregunto. Ya sé que Dan piensa dejar Ardis a Lucette. Pero a Dan le gusta mucho el dinero, y mis negocios van lo bastante bien para poder satisfacer grandes apetitos. Cuando tenía tu edad, me decía que la palabra más dulce de nuestra lengua rimaba con «sillón», y ahora sé que no me equivocaba. Si realmente deseas poseer esta propiedad, puedo tratar de comprarla. Marina no sería insensible a ciertas presiones: suspira como un puf cuando uno se sienta un poco sobre él. Pero, maldita sea, los sirvientes de esta casa no son Mercurios. Tira otra vez de ese cordón. Sí, quizás podríamos hacer vender a Dan.

—Muy blackde tu parte, Dad —dijo Van, encantado por aquellas palabras, y utilizando un término de argotque le había enseñado en la cuna su tierna y joven nodriza Ruby, nacida en la región del Mississippi, donde la mayoría de los magistrados, de los benefactores públicos, de los altos sacerdotes de toda clase de «confesiones» y muchos otros personajes honorables y generosos tienen la piel negra o negruzca de sus antepasados del África occidental, que fueron los primeros navegantes que desembarcaron en el golfo de México.

—¿Quién sabe? —murmuró Demon, con aire soñador—. No subiría mucho más de dos millones, menos lo que me debe el primo Dan, menos los pastizales de Ladore, que están hechos una porquería y de los que habrá que deshacerse progresivamente si los terratenientes locales no hacen saltar esa nueva refinería de petróleo, la vergüenza ( stid sram) de nuestro condado. Yo no tengo ningún especial cariño a Ardis, pero tampoco tengo nada en contra, aunque deteste sus alrededores. La ciudad de Ladore se ha vuelto de una vulgaridad atroz y el juego ya no es lo que era. Tenéis una serie de vecinos bastante extraños. El pobre Lord Erminin está prácticamente loco. El otro día, en las carreras, yo hablaba con una dama que fue mía en otro tiempo... ¡oh! mucho antes de que Moisés de Vere «pusiese los cuernos a su marido en mi ausencia y le matase en duelo en mi presencia...», epigrama que ya has debido oír de estos mismos labios...