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(Marina, que no había podido procurarse a tiempo aquel producto europeo, lo había sustituido por el que creyó más parecido, el walleyedpike, una perca americana servida con salsa tártara y patatas nuevas a la inglesa.)

—¡Ah! —suspiró Demon, luego de probar el Hock de Lord By-ron—. Esto nos redime de las Lágrimas de la Virgen—. Y, después, elevando la voz, porque creía, equivocadamente, que Marina se había vuelto algo dura de oído —: Hace un momento hablaba con Van de tu marido. Abusa un poco del vodka de enebro. A decir verdad, se está volviendo un poco espeso y extraño. El otro día iba yo caminando por Pat Lane, al lado de la Cuarta Avenida, cuando le vi llegar a bastante velocidad en ese horrible cochecito de dos plazas que se ha comprado, esa espantosa y primitiva máquina de gasolina y timón. Me vio de lejos y me hizo señas. Y todo el cacharro se puso a dar sacudidas, hasta que se detuvo, a media manzana de distancia. Él se quedó allí, sentado, tratando de volver a poner en marcha el chisme con contoneos de caderas, como un chiquillo que no acierta a poner en marcha su triciclo. Al acercarme tuve la clara impresión de que era sumecanismo, y no el del Hardpan, lo que estaba averiado.

Lo que Demon, por la bondad (innata) de su retorcido corazón se abstuvo de decir a Marina fue que el muy imbécil, a espaldas de su consejero artístico, Mr. Aix, había comprado en unos miles de dólares a un compañero de juego de Demon —con las bendiciones de éste— un par de falsos Correggios que revendió en seguida, por medio millón de dólares, en un golpe de suerte inexplicable en un coleccionista tan estúpido como él. En consecuencia, Demon consideraba ese medio millón como un préstamo que su primo no dejaría de reembolsarle (si el buen sentido tenía algún imperio en aquel planeta gemelo). Discreción por discreción, Marina se abstuvo de hablar a Demon de aquella joven enfermera del hospital con la que Dan había estado haciendo tonterías desde su última enfermedad (se trataba, dicho sea de paso, de la oficiosa Bess, a quien Dan había pedido en una circunstancia memorable que le ayudase a encontrar «algo adecuado para una chica medio rusa que se interesaba por la biología»).

—¡Magnífico! —dijo Demon, que acababa de probar el borgoña—. Aunque, pravda(la verdad), mi abuelo materno se habría levantado de la mesa al verme acompañar un pavo con vino tinto en vez de con champagne. Magnífico, querida (tirándole un beso a través de una perspectiva de llamas y de platería).

El pavo asado (o más bien su representante neártico llamado por los habitantes del país «pavo de las montañas») iba acompañado de arándanos rojos en conserva. Cierto bocado particularmente suculento de aquel volátil negruzo dejó un perdigón de plomo entre la lengua roja y el poderoso canino de Demon.

—El haba de Diana —dijo, colocando delicadamente el objeto en el borde del plato—. Van, ¿cuál es tu situación en materia de coches?

—Vaga. He encargado un Roseley como el tuyo, pero no me lo servirán antes de Navidad. He buscado vagamente una Silentiumcon sidecar. Pero es inhallable, a causa de la guerra (aunque no veo qué relación puede haber entre la guerra y las motocicletas). Pero Ada y yo nos arreglamos: paseamos a caballo, en bicicleta e incluso en alfombra voladora.

—Me pregunto —dijo el pérfido Demon —por qué acaban de venirme a la cabeza unos encantadores versos de nuestro gran canadiano dedicados a la sonrojada frente de Irene:

Le feu si délicat de la virginité

qui (...no sé qué...) sur son front..

Bien. Puedes llevarte la mía a Inglaterra, a condición de que...

—A propósito, Demon —interrumpió Marina—. ¿Puedes decirme dónde y cómo se puede obtener esa clase de vieja espaciosa limusina (con viejo chófer profesional) que Prascovia, por ejemplo, tiene ya hace un montón de años?

—Imposible, querida. Están todas en el cielo, o en Terra. Pero, ¿qué querría Ada, qué querría mi silencioso amor para su cumpleaños? Es el próximo sábado, po razschyotu po moemu(según mis cálculos), ¿no? ¿Un río de diamantes?

—¡ Protestuyu! —gritó Marina—. Yo hablo seriozno. No tienes que regalarle kvaka sesva(sea lo que sea). Dan y yo nos ocuparemos de eso.

—Aparte de que te olvidarás —dijo, riendo, Ada (y diestramente enseñó la punta de la lengua a Van, que había observado con interés su reacción a la palabra «diamantes»).

—¿A condición de qué? —preguntó Van.

—A condición de que no haya ya alguno que te espere en el Garage de George, Ranta Road. Ada —continuó—, pronto vas a divertirte sola. Mascodagama va a pasar sus vacaciones en París... Ah, ya me acuerdo: ¡Sur son front en accuse la beauté!

Continuó la charla en el mismo tono frívolo. ¿Quién no conserva, en los más oscuros rincones de su mente, tan rutilantes recuerdos? ¿Quién, cegado por la mirada socarrona del pasado, no ha escondido en sus manos el crispado rostro? ¿Quién, en la soledad y el terror de una larga noche...?

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Marina, que se asustaba de la tormenta eléctrica todavía más que los antiambarianos del condado de Ladore.

—Un relámpago de calor —sugirió Van.

—Si queréis mi opinión —rectificó Demon, volviéndose sobre su asiento para mirar las cortinas ondulando al viento —si queréis mi opinión, ha sido más bien el fogonazo de un fotógrafo. Después de todo, tenemos aquí una actriz célebre y un acróbata sensacional.

Ada corrió hacia la ventana. A la sombra inquietante de las magnolias, un pálido adolescente, flanqueado por dos doncellas boquiabiertas, dirigía una cámara fotográfica al alegre y despreocupado grupo familiar. Pero, no, aquello fue sólo uno de esos espejismos nocturnos que se producen a veces en el mes de julio. Allí nadie tomaba fotos, a no ser Perun, el dios del trueno cuyo nombre estaba prohibido pronunciar. Marina se puso a contar en voz baja, en espera del estampido que debía venir a continuación, como si recitase una plegaria o tomase el pulso a una persona muy enferma. Se suponía que un latido correspondía a una milla de noche negra interpuesta entre nuestro corazón viviente y algún pobre pastor fulminado allá lejos, muy lejos, en la cima de una montaña. El trueno llegó, aunque bastante apagado. Un segundo relámpago puso de relieve la estructura de las persianas.

Ada volvió a sentarse a la mesa. Van recogió la servilleta que ella había dejado caer bajo la silla, y, en el curso de su inclinación, rozó con la sien el borde de su rodilla.

—¿Podría tomar otro trozo de la perdiz descrita por Peterson, Tetrastes bonasia windriverensis? —preguntó Ada con altivez.

Marina agitó una minúscula campanilla de bronce en forma de cencerro. Demon puso la mano en la mano de su joven vecina y le pidió que le pasase el objeto extrañamente evocador. Ella lo hizo, con un gesto curvo que produjo un stacatto. Demon se ajustó el monóculo y, amordazando la lengua del recuerdo, examinó la campanilla; pero no era aquélla que había visto en otro tiempo, en una bandeja de enfermo, en una habitación oscura del chalet del Dr. Lapiner; ni siquiera era de fabricación suiza; era de la misma raza que esas traducciones de suave sonido que revelan la falsificación grosera del parafraseador en cuanto se las compara con el original.