La pobre Aqua, cuya imaginación era fácil presa de las chifladuras de maniáticos y cristianos, se representaba vívidamente un paraíso de salmista de segunda fila, una futura América de edificios de alabastro de un centenar de plantas, de ciudades como almacenes de muebles atestados de altos armarios roperos pintados de blanco y neveras de tamaño más modesto. Veía gigantescos tiburones voladores, con ojos laterales, que en menos de una noche podían transportar peregrinos por el negro éter a través de todo un continente inmenso, desde un mar en tinieblas hasta otro mar resplandeciente, antes de regresar con estruendo a Seattle o Wark. Oía mágicas cajas de música que hablaban y cantaban ahogando los terrores del pensamiento, subiendo con el ascensorista, hundiéndose en las profundidades con el minero, alabando la Belleza y la Piedad, a la Virgen y a Venus en las moradas del solitario y del pobre. El inconfesable poder magnético vilipendiado por los legisladores de este triste país —¿de cuál? ¡oh, de cualquiera! Estocia y Canadia, la Mark Kennensia «alemana» o el Manitobogan «sueco», el taller de los yukonitas de camisa roja o la cocina de los lyaskanka de pañuelo rojo, la Estocia «francesa», desde Bras d'Or a Ladore, y, pronto, nuestras dos Américas en toda su extensión, y todos los demás continentes estupefactos —era utilizado en Terracon tanta liberalidad como el agua y el aire, como las biblias y las escobas. De haber nacido dos o tres siglos antes, Aqua habría encontrado su puesto, con la mayor naturalidad, entre las brujas que debía consumir el fuego.
En sus excéntricos años de estudiante había dejado el Colegio Brown Hill, establecimiento de buen tono fundado por uno de sus menos recomendables antepasados, para colaborar, como también era de buen tono, en alguna obra de Promoción Social en los Severniya Territorii. Con la inestimable ayuda de Milton Abraham organizó una Farmacia Fraternalista en Bielokonsk y se enamoró lastimosamente de un hombre casado, el cual, después de administrarle durante todo un verano su pasión de advenedizo en la garçonnièrerodante de su Camping Ford, prefirió abandonarla a arriesgar su posición social en una ciudad de tenderos en la que los pequeños burgueses pertenecían a logias y jugaban al golf los domingos. La terrible enfermedad, toscamente diagnosticada en su caso, y en el de otros desgraciados, como «una forma aguda de manía mística mitigada por la existalienación» (es decir, lo que antes se llamaba simple locura) fue apoderándose de ella de manera progresiva, con intervalos de paz extática, franjas discontinuas de cordura precaria y súbitos sueños de certidumbre en la eternidad, desgraciadamente más raros y más breves.
Después de la muerte de Aqua en 1883, Van calculó que, en el transcurso de trece años, contando todos los presumibles momentos de presencia personal, las lúgubres visitas que la había hecho de niño en los diversos hospitales o clínicas en que estuvo asilada, las apariciones súbitas y tumultosas de las que a veces había sido espectador en medio de la noche —en las que la desgraciada forcejeaba con su marido o con el aya inglesa, frágil pero ágil, hasta que la llevaban otra vez escaleras arriba, donde era acogida por los ladridos gozosos del appenzellery acababa en el cuarto de los niños, sin la peluca, sin las zapatillas, y con las uñas teñidas de sangre—, la habría visto, o habría estado a su lado, durante un tiempo apenas superior al requerido para la gestación de una vida humana.
La rosada lejanía de Terra le fue pronto ocultada por brumas siniestras. La desintegración de su personalidad fue avanzando fase tras fase, cada una de ellas más atroz que la precedente, pues el cerebro humano puede llegar a constituir un gabinete de tortura más eficaz que los que él mismo ha inventado, establecido y experimentado desde hace millones de años, en millones de países, contra millones de víctimas aullantes.
La pobre Aqua desarrolló una morbosa sensitividad al lenguaje del agua del grifo, la cual, a veces (cuando nos lavamos las manos después de tomar un cocktailcon personas extrañas) nos devuelve el eco de un fragmento de habla humana que perdura en nuestro oído, algo así como la corriente sanguínea que se agita por los vasos capilares en la fase que precede al sueño. La primera vez que prestó atención a estas reformulaciones de frases recientemente oídas, reformulaciones espontánas, coherentes, y, en el casó particular que nos ocupa, irónicas, hasta provocadoras, aunque en realidad perfectamente inofensivas, se divirtió bastante ante la idea de que ella, la pobre Aqua, había dado incidentalmente con un método sencillo de registro y transmisión del lenguaje, mientras que todos los tecnólogos del mundo, los llamados sabios, se esforzaban penosamente en demostrar la utilidad pública y el interés comercial de aparatos extremadamente complicados y costosos, como el teléfono hidrodinámico y otros miserables adminículos destinados a reemplazar a los que se habían ido al diablo ( k' chertyam sobach' im) con el anatema de un inmencionable lammer.
Pronto, sin embargo, la facundia de los grifos, rítmicamente perfecta, pero más bien confusa todavía en cuanto a la precisión de los términos, empezó a adquirir una significación mucho más pertinente. La pureza de elocución del grifo hacía progresos proporcionales a la malignidad de sus insinuaciones. Su monólogo comenzaba generalmente poco después de que la desdichada Aqua hubiese oído, o escuchado, la voz de alguien que hablaba de modo imperioso y expresivo, no necesariamente dirigiéndose a ella; alguien que hablaba con una rapidez característica, con entonaciones muy personales o marcadas por un fuerte acento extranjero, el coercitivo parloteo de un narrador en alguna reunión detestable, un soliloquio líquido de una comedia mortalmente aburrida, o bien la voz adorable de Van, un fragmento de poema oído en una conferencia, el poeta Housman pidiendo compasión a un bello muchacho —niño mío, hermoso mío—, y especialmente el verso italiano, más fluido y flou, como aquella cancioncilla recitada entre golpéenos en la rodilla y toques en los párpados por un viejo doctor, medio ruso, medio cantor, doc, doc, doctor, canción, cantor, cancioncilla ballatetta, deboletta...tu, voce sbigottita...spigotty e diavoletta...de lo cor dolentc.con ballatetta va...va...della strutta, destruttamente... mente, mente... quita el disco, o el cicerone seguirá su cantinela, como en Florencia aquella misma mañana ante una estúpida estela que conmemoraba —según se nos dijo —el recuerdo de aquel «olmo» que se cubrió de verde al paso del cuerpo frío y tieso de san Zeus, cuando era llevado a través de la sombra que crece y crece, esa bruja de Arlington que no cesaba de hostigar a su callado marido, mientras pasaban rápidamente las viñas (e incluso en el túnel): «No pueden hacerte eso, Jack Black, habrá que decírselo, no habrá más remedio que decírselo...» El agua del baño (o de la ducha) parecía tener la naturaleza de un Calibán y no sabía hablar de un modo claro y distinto —o quizás estaba demasiado impaciente por vomitar el torrente que le hervía en las entrañas y librarse de sus ardores infernales— para preocuparse de vanas palabrerías. Pero el gluglú del agua resultaba cada día más ambicioso, más odioso. Hasta tal punto que una mañana, en su primer «hogar», al oír al más odiado —quizás —de los médicos que la visitaban cotidianamente (el que citaba a Cavalcanti) verter instrucciones infames en su aborrecido bidet(en una gárrula mezcla de alemán y ruso), Aqua tomó la resolución de no volver a dejar correr el agua.
Pero también esta fase pasó. Otros suplicios reemplazaron a la elocuencia líquida de su homónimo: cuando, en un intervalo de lucidez, ocurrió que abrió con su débil manita el grifo de un lavabo para beber un poco de agua fresca, la tibia linfa le respondió en su propio lenguaje, sin sombra de malicia ni de intención paródica: ¡ Finito! Ahora, lo que la atormentaba terriblemente era el sentir, entre los relieves cada vez más rebajados del pensamiento y del recuerdo, blandas fosas negras ( yamy, yamischi) en su mente. Un pánico mental y un dolor físico juntaban sus manos de rubí negro. La una le impulsaba a rezar por la salud de su mente, la otra abogaba por la muerte. Los objetos hechos por la mano del hombre perdían su significación o se cargaban de alusiones inquietantes. Las perchas de la ropa se convertían en los hombros de telúricos decapitados, la manta de múltiples pliegues que había hecho caer al suelo de un puntapié la miraba como ojos lúgubres de pupilas ensombrecidas por furúnculos y con un aire de reproche en la mueca de sus labios lívidos. El esfuerzo que necesitaba para interpretar las informaciones que la gente de mentalidad superior era capaz de obtener de algún modo en la posición de las agujas de un reloj, llegó a resultarle tan ineficaz, tan desesperado como si hubiese intentado comprender el lenguaje por signos de una sociedad secreta o la canción china de aquel estudiante de la guitarra no china a quien había conocido en los días en que ella —o su hermana —había dado a luz una criatura malva. Pero su locura, la majestad de su locura, conservaba todavía la coquetería patética de una reina loca: «Sabe usted, doctor, creo que pronto necesitaré gafas. No entiendo... (risa altiva). No puedo entender lo que me dice mi reloj de pulsera... Por el amor de Dios, ayúdeme, ¿qué dice mi reloj? ¡Ah! Falta media hora... ¿para qué? No importa, no importa. «No», e «importa» son hermanos gemelos, yo tengo una hermana gemela, un hijo gemelo. Sé que quiere usted examinar mi pudendron, la Rose moussuede los Alpes, del álbum de ella, cogida hace ya diez años» (y al decirlo muestra sus diez dedos, contenta, orgullosa, ¡diez son diez!).