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Por desgracia, el ave no había sobrevivido al «honor que se le había hecho»: tras una breve consulta con Bouteillan, un corte de salchichón de Arles, algo incongruo, pero muy sabroso, vino a añadirse al ramillete de espárragos que adornaba el plato de la señorita, y que todo el mundo estaba degustando. Era impresionante ver con qué placer ella y Demon movían, de idéntica manera, sus bocas de labios brillantes para introducir en ellas desde una altura en cierto modo celestial el voluptuoso aliado del lirio de los valles, ambos sosteniendo el tallo con una idéntica posición de los dedos, no muy distinta de la del «signo de la cruz» reformado, contra el que se habían levantado un par de siglos antes tantos rusos contestatarios (cisma ridículo, del calibre de un par de centímetros entre pulgar e índice) que se habían hecho quemar vivos por otros rusos en las orillas del Gran Lago de los Esclavos. Van recordaba que uno de los mejores amigos de su preceptor Aksakov, el docto y mojigato Semion Afanasievich Vengerov, entonces un joven profesor adjunto, pero ya pushkinista célebre (1855-1954), repetía frecuentemente que el único pasaje vulgar en la obra de su autor favorito era una descripción del placer canibalesco experimentado por un grupo de jóvenes gourmetsque arrancaban ostras vivas y regordetas de sus claustros, en un canto inacabado de Eugenio Oneguin. Pero, en fin, « everyone has his own taste», como escribe el autor inglés Richard Leonard Churchill, el cual, en dos ocasiones, en su novela titulada A Great Good Many dedicada a cierto khan de Crimea, muy conocido en otros tiempos entre políticos y periodistas, da esta traducción viciosa de la vulgar expresión francesa chacun a son goût, según denunció Guillaume Monparnasse, por lo demás siempre malicioso y hostil a los ingleses. Ada, sin dejar de bañar en una copa la corola invertida de su mano derecha, hablaba precisamente a Demon de la nueva gloria de Mlle. Larivière, mientras Demon la escuchaba cumpliendo el mismo rito con el mismo gesto elegante.

Marina se sirvió un Albany de una caja de cristal con cigarrillos turcos con la boquilla «pétalo-de-rosa-roja» y la pasó a Demon. Ada la imitó, quizá demasiado ostensiblemente.

—Sabes muy bien —dijo Marina —que a tu padre no le gusta verte fumar en la mesa.

—¡Ah, no importa! —murmuró Demon.

—Es en Dan en quien yo pensaba —explicó Marina, torpemente—. Es muy puntilloso en esa cuestión.

—Bueno, yo no lo soy —dijo Demon.

Ada y Van no pudieron por menos de reír. Todo aquello eran solo bromas. No de gran calidad, pero bromas.

Y un poco más tarde, Van anunció:

—Creo que yo también tomaré un Albany.

—Me gusta fumar un cigarrillo —dijo Ada— cuando voy a coger setas. Pero, a la vuelta, este horrible incordiante me reprocha el olor de algún Turco o algún Albany romántico que he encontrado en el bosque.

—Bueno —dijo Demon—, Van tiene toda la razón en preocuparse por tu buena conducta.

Las auténticas profitrolrusas (pronuncíese con la «l» muy suave, tal como los cocineros rusos las preparaban en Gavana antes del año 1700, consistían en taquitos de pasta más gruesos y envueltos en una salsa de chocolate más cremosa que los «profit-rollos» negruzcos y canijos que se sirven en los restaurantes europeos. Nuestros amigos acababan de dar fin a ese suculento entremés, ahogado en salsa de chocolate con leche, y se disponían a pasar a la fruta, cuando Bout, seguido de su padre y del torpón Jones, hizo una entrada sensacional.

Todas las tuberías y todos los W.C. de la mansión habían caído súbitamente en convulsiones borborígmicas. Aquel fenómeno significaba y anunciaba siempre una conferencia telefónica de larga distancia. Marina, que desde hacía varios días esperaba un mensaje de California (en respuesta a cierta carta tórrida) podía difícilmente contener su apasionada impaciencia, y, al primer espasmo burbujeante, estuvo a punto de precipitarse al vestíbulo donde se encontraba el dorófono. Fue entonces cuando el joven Bout entró a toda prisa, arrastrando tras de sí el largo cordón verde (cuyas palpitaciones recordaban la serie alternada de contracciones y dilataciones de una serpiente tragándose un rata de campo) del receptor de incrustaciones de bronce y nácar, que Marina apretó contra su oreja, con un entusiasta «a l'eau». Pero sólo era el viejo Dan —¡ese cargante!—, que la llamaba para decirle que finalmente Miller se había encontrado en la imposibilidad de disponer de la noche, pero que llegarían juntos al día siguiente, a primera hora.

—Primera. Me pregunto si será muy «primera» —comentó Demon, que comenzaba a sentirse harto de alegrías familiares, y lamentaba un poco haberse perdido la primera mitad de una noche de juego en Ladore, por una cena llena de buenas intenciones, pero cuya calidad no había sido de primer orden.

—Tomaremos el café en el salón amarillo —dijo Marina, con voz desolada, como si el salón amarillo hubiese sido un lamentable lugar de exilio—. Por favor, Jones, no pise ese cordón de teléfono. No puedes imaginarte, Demon, cómo temo encontrarme otra vez, después de tantos años, con ese desagradable Norbert von Miller, que probablemente se ha vuelto todavía más arrogante y obsequioso, y que, estoy segura, todavía no sabe que la mujer de Dan soy yo. Es un ruso del Báltico —volviéndose a Van—, pero, en realidad, echt deutsch, aunque su madre fuese una Ivanov o una Romanov, o algo así, que poseía una fábrica de algodón en Finlandia, o en Dinamarca. Me pregunto cómo ha conseguido su baronía. Cuando le conocí hace veinte años, era sólo Miller, sin von.

—Y sigue siéndolo —replicó Demon, en tono pedante— porque tú estás confundiendo dos Miller. El abogado que trabaja para Dan es mi viejo amigo Norman Miller, de la firma Fainley, Fehler y Miller, que se parece como un hermano gemelo a Wilfrid Laurier. El otro, Norbert, si recuerdo bien, tiene una cabeza de Kegelkugel, vive en Suiza, sabe perfectamente que estás casada y es un indecible bribón.

Tras beberse de un trago una taza de café y un dedo de licor de cerezas, Demon se levantó.

Partir c'est mourir un peu, et mourir c'est partir un peu trop. Di a Dan y a Norman que pueden venir a tomar el te al Bryant, mañana a cualquier hora. A propósito, ¿cómo está Lucette?

Marina frunció el ceño, sacudió la cabeza, hizo los gestos de una madre amante y preocupada, aunque, a decir verdad, experimentaba por sus hijas aún menos afecto que por el divertido Dack o el patético Dan.

—¡Oh, nos ha dado un susto, un buen susto! —contestó finalmente—. Pero ahora parece que está bien...

—Van —dijo Demon—, sé buen chico. He venido sin sombrero, pero traía guantes. Di a Bouteillan que mire en la galería, quizá los he dejado allí. No, déjalo, ya sé. Seguramente los he olvidado en el coche, porque mis dedos se acuerdan del frescor de esta flor que he cogido al pasar delante de un jarrón...

Se la quitó ahora del ojal. Y con ella se libró de la sombra de un impulso reciente y fugitivo que le empujaba a hundir ambas manos en unos tiernos senos.

—Esperaba que pasarías la noche en casa —dijo Marina (a quien, en realidad, la cosa le importaba poco)—. ¿Cuál es el número de tu habitación del hotel? ¿No será el 222, por casualidad?

A Marina le gustaban las coincidencias románticas. Demon consultó la ficha de cobre colgada de su llave: el 221. Desde los puntos de vista fatídico y anecdótico, la aproximación era bastante satisfactoria. La traviesa Ada miró a Van, cuya nariz se afiló: un guiño que pretendía imitar la oblicuidad de las angostas y bellas ventanas de la nariz de Pedro.