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—Se burlan de una pobre vieja —dijo Marina, no sin coquetería. Y cuando Demon le tomaba la mano para llevársela a los labios, ella besó, a la manera rusa, la frente de su invitado—. Me perdonarás —siguió —que no te acompañe a la terraza. Me he vuelto alérgica a la humedad y a la oscuridad. Estoy segura de que ya tengo fiebre, al menos treinta y siete siete.

Demon golpeó con la uña el barómetro colgado al lado de la puerta, pero el sensible instrumento había sido ya demasiado golpeado a lo largo de su extensa existencia para poder reaccionar todavía de un modo inteligible, y quedó obstinadamente fijo en sus tres y cuarto.

Ada y Van acompañaron a Demon hasta el coche. En la cálida noche estival goteaba lo que los campesinos de Ladore llamaban «lluvia verde». Entre los laureles de follaje barnizado, el elegante coche negro brillaba bajo un farol en torno al cual revoloteaban las mariposas nocturnas como copos de nieve. Demon besó tiernamente a los dos jóvenes, a la chica en una mejilla, al chico en la otra, y luego otra vez a Ada, en el hueco del blanco brazo que ella le había echado al cuello. Casi se habían olvidado de Marina: a la luz ambarina de una ventana en saledizo, agitaba graciosamente un chal con lentejuelas, aunque no podía ver otra cosa que el reflejo del capó del coche y la oblicua red de la lluvia sobre los rayos gemelos de los faros.

Demon se puso los guantes e hizo gemir la gravüla húmeda bajo las ruedas del coche.

Van dijo, riendo:

—Ese segundo beso ha ido un poco demasiado lejos.

—¡Bah! Le habrán resbalado los labios —contestó Ada, que también reía. Y, riendo una y otro, se besaron entre las sombras mientras contorneaban el ala de la casa.

Se detuvieron un momento al abrigo de un árbol indulgentev como se había detenido más de un invitado, con el cigarro entre los dientes, a la salida de una cena. Tranquilamente, inocentemente, lado a lado, cada uno en la posición prescrita por su sexo, Van añadió su chorro, Ada su breve cascada, a los sonidos más profesionales de la lluvia en la noche, después de lo cual se marcharon, cogidos de la mano, hacia la galería enrejada, para esperar allí, en un rincón, a que se apagasen las luces de la casa.

—Había algo que desentonaba ligeramente en toda la velada, ¿lo has notado? —preguntó Van, en voz baja.

—Desde luego. Y, a pesar de todo, le adoro. Sé que está completamente loco, que está desplazado y sin nada que hacer en su vida. Sé que está lejos de ser feliz, y que filosóficamente es una criatura irresponsable... y que no hay absolutamente nadie como él.

—Pero, ¿qué es lo que ha ido mal esta noche? Apenas has abierto la boca, y todo lo que decíamos sonaba falso. Me pregunto si algún olfato interior no le permitía olerte en mí, y a mí en ti. Trató de preguntarme... ¡No, no ha sido lo que se llama una feliz reunión de familia! En cuanto a saber exactamente por qué...

—¡Amor, amor, como si no lo supieras tú! Quizá conservemos eternamente nuestras máscara, hasta el día en que la muerte nos separe. Pero nunca seremos marido y mujer, mientras vivan él y ella. Sencillamente, no estamos a la altura de las circunstancias, porque él, a su manera, es más respetuoso de las convenciones que la misma ley o la misma mentira de su mundo. No es posible sobornar a los padres. Y esperar cuarenta o cincuenta años hasta que decidan morirse es algo demasiado horrible de imaginar. Quiero decir que la simple idea de que pueda haber gentes capaces de vivir con esa esperanza es contraria a nuestra naturaleza; es un pensamiento despreciable y monstruoso.

Van besó sus labios semiabiertos con dulzura y «moralidad», según el término que ellos empleaban para diferenciar los minutos de profundo recogimiento de los furores de la pasión.

—De todos modos, es divertido ser como dos agentes secretos en país extranjero. Marina ha subido. Tienes el pelo mojado.

—¿Espías de Terra?, Van, ¿tú crees en la existencia de Terra? ¡Sí, tú crees! Te conozco.

—Lo admito, como un estado mental. No es exactamente lo mismo.

—No, pero quieres probar que eslo mismo.

La rozó los labios con otro casto beso, cuyo extremo, sin embargo, comenzó a arder.

—Uno de estos días —dijo —te pediré una repetición. Te sentarás como estabas sentada, hace cuatro años, ante la misma mesa, a la misma luz, dibujando la misma flor, y yo representaré la misma escena, con tal alegría, con tal orgullo, con tal... no sé... con tal gratitud! Mira, todas las ventanas se han apagado. Yo también sé traducir, cuando he de hacerlo. Escucha esto:

Las luces de la casa se apagaban.

¡Oh, perfumado aliento de las rozi!

Y juntos nos sentamos a la sombra

de la gran fronda de los beryozi.

Roziy beryozi(rosas y abedules) —dijo Ada —riman en ruso de un modo intraducibie. ¡Pobre traductor! Ese terrible poemita es de Konstantin Romanov, ¿no? Acaban de elegirle presidente de la Academia de Literatura de Lyaska, ¿verdad? Poeta desgraciado y marido feliz. ¡Marido feliz!

—¿Sabes? —dijo Van—. Realmente, creo que deberías llevar algodebajo del vestido, al menos en visita.

—Tienes las manos frías. ¿Dices en visita? Tú mismo dijiste que era una reunión de familia.

—Aun así. En cuanto te inclinas, o te recuestas, te pones en una situación peligrosa.

—Yo nunca «me recuesto».

—Estoy convencido de que eso no es higiénico... O tal vez se trate de celos míos. Las Memorias de una Silla Feliz. ¡Te quiero!

—Al menos, eso facilita las cosas. ¿Vamos al Viejo Retiro? ¿O aquí mismo?

—Aquí mismo, por esta vez —dijo Van.

XXXIX

La moda de Ladore en 1888, aunque bastante ecléctica, no era tan tolerante como parecían creer los habitantes de Ardis.

Para el gran pic-nic de su decimosexto cumpleaños, Ada llevaba una simple blusa de batista, un pantalón amarillo maíz y unos mocasines de desgastada suela. Van le había pedido que se dejara el cabello suelto. Ella se había resistido, alegando que eran demasiado largos y que en el campo no resultaba cómodo, pero acabó por aceptar una solución de compromiso: la negra melena fue estrangulada a mitad de camino por una arrugada cinta de seda negra. Un jersey azul, unos pantalones de franela gris «hasta las rodillas» y zapatos deportivos de suela de crepé constituyeron la única contribución de Van a las elegancias estivales.

Mientras los demás se dedicaban a preparar la fiesta campestre bajo las salpicaduras de sol del tradicional claro entre los pinos, la impetuosa chica y su amante se escaparon con discreción y se abandonaron durante unos instantes a sus devoradores ardores en una hondonada cubierta de helechos. Un arroyo saltaba de roca en roca entre altos arbustos. El día era tórrido y no se movía una hoja. Hasta el más pequeño pino tenía su cigarra.

—Hablando como la heroína de una antigua novela —dijo Ada—, me parece muy lejano, muy lejano, davnim davno, el tiempo en que venía aquí a jugar a anagramas con Grace y otras dos niñas. Insecto, incesto, cientos. Y, hablando como botánica (o como loca), creo que la palabra más extraordinaria de la lengua inglesa es el adjetivo husked, porque tiene significados contrarios: cubierto y descubierto, enfundado o fácil de desenfundar, que se deja desnudar con facilidad... No es necesario que me arranques el cinturón, bruto.