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—Un bruto cuidadosamente husked—dijo Van, con dulzura. Porque el paso del tiempo no había hecho sino acrecentar su ternura por aquella a quien abrazaba, aquella cuyos movimientos habían adquirido una nueva flexibilidad, aquella cuyas caderas se habían vuelto más liriformes y cuya cinta de seda acababa de desatar.

Estaban arrodillados, él detrás de ella, sobre el borde de una cornisa cristalina donde el arroyo, antes de su caída, se detenía para dejarse fotografiar y para tomar él mismo fotografías. En el instante del último gemido, Van, inclinado sobre el líquido espejo, leyó en el reflejo de la mirada de Ada la señal de un peligro inminente. Una situación análoga había tenido lugar antes (pero... ¿dónde?, ¿cuándo?). Aunque Van no hubiera tenido tiempo de precisar su recuerdo, en seguida se explicó el ruido de un tropezón que sonó tras él.

Entre la fragosidad de las rocas descubrieron y consolaron a la pobre Lucette, cuyo pie había resbalado por una losa de granito. Roja y rabiosa, la niña se frotaba el muslo, fingiendo exagerados sufrimientos. Alegremente, Van y Ada la tomaron cada uno de una mano y se la llevaron corriendo hasta el claro del bosque, donde ella se echó a reír, luego se dejó caer en el suelo y finalmente se dirigió hacia sus golosinas favoritas, que la esperaban dispuestas sobre una mesa plegable. Una vez allí, se desenfundó ( husked) la sudada camisa, se arremangó atrevidamente sus pantaloncitos verdes y, en cuclillas sobre el suelo rojo, amontonó las vituallas de que había hecho provisión.

Ada no había querido invitar a nadie a su pic-nic, a excepción de los mellizos Erminin. Pero no tenía la menor intención de invitar al hermano sin la hermana, y ocurrió que Grace no pudo venir, porque había ido a New Cranton, para ver aparecer en el alba naciente, con su regimiento, a un joven tambor, su primer novio. No era posible decir a Greg que no viniera: la víspera se había presentado en Ardis con un «talismán» que su padre, muy enfermo, le había encargado que llevase como regalo a Ada, con la recomendación de que lo cuidase con el mismo esmero con que en otro tiempo lo había hecho la abuela Erminin: era un pequeño camello de marfil amarillo esculpido en Kiev, cinco siglos antes, en tiempos de Nabok y de Tamerlán.

Van no se engañaba al pensar que Ada era poco sensible a las cariñosas atenciones de Greg. En consecuencia, se alegró de verle, con esa alegría inmoral que pone su toquecito helado en la simpatía que el afortunado rival puede sentir por un buen muchacho.

Greg, que había dejado en la pista de caballos su nueva motocicleta (una espléndida Silentiumnegra), observó:

—Tenemos compañía.

—En efecto —respondió Van—. Kto sii(¿quiénes son esas gentes?) ¿Tenéis idea?

Nadie la tenía. Apenas pintada, con los labios caídos y vestida con un impermeable, Marina se aproximó y observó por entre los árboles, en la dirección indicada por Van.

Después de examinar la Silentiumcon mucho respeto, una docena de hombres de la ciudad vestidos con colores sombríos se metieron en el bosque al otro lado del camino y se instalaron allí para hacer honor a una modesta collazionecompuesta de queso, panecillos, salchichas, sardinas y vino Chianti. La distancia que les separaba del pic-nic era lo suficientemente grande como para que no pudieran molestar lo más mínimo. No llevaban cajas de música del tipo anticuado de transistor. Hablaban a media voz, y sus gestos no podían ser más discretos. El más frecuente de éstos, cuya repetición parecía sugerir un significado ritual, era el de la mano que arrugaba haciendo una bola papel de envolver, o de periódico viejo, y la tiraba despreocupadamente, mientras otras manos graves y apostólicas extraían las vituallas de sus paquetes, o, por alguna razón desconocida, las empaquetaban de nuevo y las colocaban a la sombra noble de los pinos, o a la más modesta de las falsas acacias.

—¡Qué curioso! —dijo Marina, rascándose la calvita, que brillaba al sol.

Envió a un lacayo que investigase sobre el terreno y avisase a aquellos políticos gitanos u obreros calabreses que el Caballero Veen se pondría «furioso» si descubría intrusos vivaqueando en sus tierras.

El lacayo regresó sacudiendo la cabeza. Aquellos señores no entendían el inglés. Van fue a investigar por su cuenta.

—Márchense, por favor: estos bosques son propiedad privada —dijo, sucesivamente, en latín vulgar, en francés, en francés-canadiense, en ruso, en ruso-yukoniano y de nuevo en latín, en muy bajo latín: proprieta privata.

Se quedó mirándoles, pero ellos apenas lo advirtieron, aunque las ramas apenas le sombreaban. Eran hombres mal afeitados, de mandíbulas azuladas, endomingados. Dos o tres de ellos se habían quitado los cuellos postizos, pero no las nueces de los cuellos propios. Uno de ellos tenía barba y un ojo húmedo. Botas embetunadas, con polvo en sus grietas y arrugas, zapatos color naranja de punta muy cuadrada o muy aguda, habían sido separados de sus correspondientes pies y empujados bajo los arbustos o colocados sobre tocones. ¡Era extraño, en verdad! Van repitió su aviso y los intrusos se pusieron a murmurar entre ellos, en una jerga totalmente incomprensible, haciendo pequeños gestos hacia él, como quien procura, sin gran convicción, apartar un moscardón.

Van preguntó a Marina si debía emplear la fuerza. Pero la dulce Marina, con una mano en el pelo y otra en la cadera, dijo que no, que bastaba con no hacerles caso y que, de todos modos, mira, mira, ya se están alejando por la espesura. Algunos arrastraban a reculones los restos de su comida sobre algo que parecía una vieja manta y que se alejaba como una barca de pesca empujada sobre las guijas de la playa, mientras que otros transportaban muy civilmente los papeles manchados de grasa y las bolsas arrugadas hacia escondites más apartados. Un cuadro infinitamente melancólico y lleno de significado... Pero, ¿de qué significado?

Van acabó por olvidar su presencia. Todos estaban del mejor humor. Marina se liberó del pálido impermeable (o, más bien, guardapolvo) que había llevado durante el pic-nic (después de todo, su ropa de casa gris y su pañuelo rosa eran bastante alegres para tratarse de una señora vieja, dijo), y, levantando su vaso vacío, entonó con brío y con una voz perfectamente musical, el aria de Verde-Verde. «¡Llenemos, llenemos los vasos de vino! ¡Es un brindis al amor! ¡Al éxtasis del amor!» Con espanto, con compasión, pero sin amor, Van pensaba en aquella pobre calvita sobre el pobre cráneo envejecido de la Traverdiata, cuyo cuero cabelludo, coloreado por el tinte en un horrible tono de pino enmohecido, brillaba mucho más que sus pobres cabellos muertos. Se esforzó, como tantas veces lo había hecho, por arrancar de su corazón toda ternura; pero, como tantas veces, no pudo conseguirlo. Y, como siempre, se dijo que tampoco Ada amaba a su madre..., un vago y cobarde consuelo.

Greg, persuadido con conmovedora simplicidad de que Ada observaría y aprobaría su actitud, atendía solícitamente a Mlle. Larivière: le ayudaba a deshacerse de su chaqueta malva, echaba para ella, en el vaso de Lucette, la leche de un termo, le pasaba bocadillos, volvía a llenar el vaso de Mademoiselle, sin dejar de escucharle, con gesto cortés, sus invectivas contra los ingleses, que ella odiaba, según decía, más aún que a los tártaros, o... bueno, a los asirios.