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—¡Inglaterra! —exclamaba—. ¡Inglaterra! ¡Ese país, donde por cada poeta hay noventa y nueve sucios burguesitos, algunos de ellos de dudosa extracción! ¡Inglaterra se atreve a ser el mono de imitación de Francia! Ahí, en ese cesto, tengo una novela inglesa muy famosa en la que ofrecen a una dama un perfume... un perfume muy caro, que lleva el nombre de Ombre Chevalier. ¿Sabe usted qué es « ombre chevalier»? ¡Un pescado! Un pescado delicioso, eso sí; pero no hasta el punto de que pueda perfumar el pañuelo. Y en la página siguiente, un sedicente filósofo se pone a hablarnos de une acte gratuite, como si todos los actos fuesen femeninos, y un sedicente hotelero de París se excusa diciendo je me regretteen vez de je regrette.

D'accord! —aprobó Van—. Pero, ¿qué decir de esas terribles meteduras de pata que se encuentran en las traducciones francesas del inglés? Si quieren un ejemplo...

Desgraciadamente —o quizá felizmente—, en aquel preciso momento Ada emitió una interjección rusa que expresa la más viva contrariedad: un descapotable gris acerado acababa de entrar en el claro del bosque. Apenas detenido, el coche fue rodeado por los misteriosos vecinos, que ahora parecían haberse multiplicado como extraña consecuencia de haberse quitado americanas y chalecos Rompiendo el círculo que le rodeaba y dando toda clase de muestras de cólera y desprecio, el joven Percy de Prey —pantalón blanco y camisa con chorrera— avanzó a grandes zancadas hacia la tumbona de Marina. Sin hacer caso de la mirada insistente y del pequeño movimiento de cabeza que Ada dirigió a la tonta de su madre para impedir una invitación intempestiva, Marina le rogó que se uniese a la fiesta.

—No me atrevía a esperarlo... pero acepto muy gustoso —respondió Percy; después (solamente después) de lo cual, el cauteloso bribón, haciéndose el distraído para mejor disimular su astucia, regresó a su coche (que aún estaba curioseando un admirador retrasado) y retiró de él un ramo de rosas.

—¡Qué lástima que yo deteste las rosas! —dijo Ada, tomando el ramo con la punta de los dedos.

Descorcharon el muscaty bebieron a la salud de Ida y Ada. «La conversación se hizo general», según la fórmula literaria que tanto gustaba a Monparnasse.

El conde Percy de Prey se volvió hacia Ivan Demianovich Veen:

—Se dice que le gustan a usted las posiciones anormales.

Aquella semipregunta estaba formulada en un tono algo burlón. Van contempló a través de su vaso de muscatel sol color de miel.

—¿Qué quiere usted decir?

—Bueno, me refiero a ese arte de andar sobre las manos... Una de las criadas de su tía es hermana de una de nuestras criadas. Y dos lindas chismosas forman un equipo temible (ríe). Según la leyenda, usted se pasa el día haciendo eso, por todos los rincones. Mi enhorabuena (reverencia admirativa).

—La leyenda —replicó Van —hace demasiado honor a mi especialidad. Si hay que decir las cosas tal como son, sólo me ejercito unos minutos, una noche sí y otra no. ¿Verdad, Ada? (miró alrededor, esperando verla). Conde, la primeraes el ratón de los latinos; la segunda, el gato de los ingleses, y el todoes este vino. ¿Quiere un poco más? Es una charada que vale poco, pero es mía.

Marina escuchaba complacida la charla vivaz y desenfrenada de los dos guapos muchachos.

—Habíale de tu éxito en Londres, Van, zhe tampri(por favor).

—Bien —dijo Van—. Todo comenzó por una broma, allá en Chose, y luego...

—¡Ven aquí, Van! —llamó Ada, con voz aguda—. Tengo algo que decirte.

Dorn (hojeando una revista literaria) a Trigorin:

—Hace unos dos meses apareció en estas columnas cierto artículo... una «Carta de América». Querría preguntarle, por si acaso (coge a Trigorin del brazo y le conduce hacia las candilejas)... porque, mire, es una cuestión que me interesa enormemente...

Ada estaba en pie, con la espalda contra un tronco de árbol, como una bella espía que acaba de negarse a que le venden los ojos.

—Van, quería preguntarte, por si acaso... (y continuó en voz muy baja, con un gesto irritado de la mano). ¿Vas a dejar de hacer el papel del buen anfitrión tonto? Ha venido borracho como una cuba, ¿es que no lo ves?

La representación fue interrumpida por la llegada del tío Dan. Conducía con una sorprendente temeridad, como les suele suceder, Dios sabe por qué, a muchas personas taciturnas y melancólicas. El pequeño torpedo rojo zigzagueó ágilmente entre los pinos y fue a detenerse en seco ante Ada, a quien Dan ofreció el perfecto regalo de cumpleaños: una gran caja de caramelos de menta, blancos, rosas e incluso, ¡ oh, boy!, verdes. Guiñando un ojo, añadió que tenía un aerograma para ella.

Ada desgarró nerviosamente el pliego y descubrió que no era para ella, sino para su madre. Y que no venía del siniestro Kalugano, como había temido en principio, sino de Los Ángeles, ciudad mucho más divertida. Marina leyó el mensaje, y, palabra tras palabra, su rostro se iba iluminando con una expresión de beatitud juvenil y supremamente incorrecta. Con gesto triunfante, tendió el precioso escrito a Mlle. Larivière-Monparnasse, que lo leyó por dos veces, sacudiendo la cabeza con una sonrisa de indulgente desaprobación.

—¡Pedro vuelve! —exclamó (gorjeó, canturreó) Marina, dirigiéndose a su imperturbable hija.

—Para quedarse aquí hasta el final del verano, supongo —dijo Ada; y, mientras lo decía, extendió una manta de coche sobre las hormiguitas y las agujas de pino secas, y se sentó al lado de Greg y de Lucette para jugar una partida de Snap.

—¡Oh, no! Sólo quince días (risita de chiquilla). Luego saldremos para Houssaie, alias Gollivud-tozh. (Decididamente, Marina estaba en una forma espléndida.) Sí, amigos míos, iremos todos: el autor, las pequeñas y Van, si quiere.

—Yo sí que quiero —dijo Percy—, pero no puedo (una muestra de su clase de humor).

Mientras tanto, el tío Dan, a quien la presencia de las gentes del pic-nic contiguo intrigaba sobremanera, se aproximó al grupo misterioso, tan pimpante con su panamá de actor de variedades y su chaqueta ligera de franela a rayas rojo cereza, y llevando en una mano su vaso de vino Héro y un canapé de caviar en la otra.

Los hijos malditos—anunció Marina, en respuesta a una pregunta que le había hecho Percy.

Percy, no debías tardar en morir... y no de esa bolita de plomo que se clavó en tu gruesa pierna en una hondonada de Crimea, sino dos minutos más tarde, cuando, al volver a abrir los ojos, te sentiste aliviado y te creíste seguro, oculto entre los matorrales. No ibas a tardar en morir, Percy, pero en aquel hermoso día de julio, indolentemente tendido bajo los pinos del condado de Ladore, regiamente ebrio de resultas de alguna fiesta anterior, con un vaso lleno de polvo en tu mano de pelos rubios, con el deseo en el corazón, escuchando a una aburrida literata, charlando con una comediante envejecida y dirigiendo al mismo tiempo torpes miradas de amor a su hosca hija, te deleitabas en la picante situación —salud, compadre—, y nada raro había en ello. Fornido, hermoso, indolente y feroz, campeón de rugby, gozador de jóvenes campesinas, combinabas el encanto del atleta en vacaciones con el tono de voz afectado del asno snob. Creo que lo que yo detestaba más en tu bella cara redonda era aquella piel de bebé, esas mejillas limpias y lisas del hombre de afeitado fácil. Yo sangraba ya cada vez que me afeitaba... y esto duraría aún setenta años.