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—En un nidal fijado en el tronco de ese pino —decía Marina a su joven admirador— hubo en otro tiempo un «teléfono». ¡Cómo me gustaría tenerlo hoy! ¡Ah, aquí viene por fin!

Su marido, menos el vaso y el canapé, regresaba a paso tranquilo, portador de excelentes noticias: aquellos señores eran un grupo «de una cortesía exquisita». En su lenguaje había reconocido una buena docena de palabras italianas. Era, según había entendido, una collazionede pastores. Dan creía que ellos creían que también él era un pastor. Un cuadro, de autor desconocido, de la colección del cardenal Cario de Médicis podía haber servido de modelo a aquella copia. Excitado, y aún sobreexcitado, el hombrecillo insistió en que los criados llevasen comida y vino a sus nuevos y excelentes amigos. Él mismo se apoderó de una botella vacía, de una cesta que contenía ovillos y agujas de punto, de una novela inglesa de Quigley y de un rollo de papel higiénico Pero Marina explicó que sus obligaciones profesionales le exigían que dorofonease sin demora a California Y Dan, olvidando sus propios proyectos, aceptó en seguida llevarla a Ardis Hall.

Hace mucho tiempo que las brumas han velado el encadenamiento y los meandros de los hechos; pero, aun así, podemos indicar que aquella doble partida marca, o precede de muy cerca, al momento en que Van volvió a encontrarse en pie a la orilla del arroyo (donde, más temprano, se habían reflejado dos pares de ojos superpuestos), tirando piedras, en compañía de Percy y de Greg, contra los restos de un letrero viejo, herrumbroso, indescifrable, que se alzaba en la orilla opuesta.

—¡ Okh, nado passati! (tengo que orinar) —exclamó Percy, en la jerga eslava que afectaba, inflando los carrillos y manoseándose frenéticamente en la bragueta. En toda su vida, dijo a Van el flemático Greg, había visto un aparato quirúrgicamente circuncidado tan feo, tan terroríficamente desmesurado y coloreado, ni provisto de un coeur de boeuftan fenomenal; ni el espectáculo de un chorro tan sostenido y tan airosamente arqueado, y prácticamente infinito, se había ofrecido aún a las miradas fascinadas y disgustadas de los dos adolescentes—. ¡Uf! —suspiró el joven, aliviado; y volvió a cerrar la botica.

¿Quién dio el primer golpe? ¿Atravesaron los tres el arroyo y tropezaron en las piedras resbaladizas? ¿Fue Percy quien empujó a Greg o Van quien arrolló a Percy? ¿Hubo algún objeto de por medio? ¿Un bastón arrancado de la mano que lo sostenía? ¿O un puño crispado que se disparó?

—¡Oh, oh! —gritó Percy—. ¡Sí que estás retozón hoy, muchacho...!

El pobre Greg, con una pernera del pantalón empapada, les veía, impotente —los dos eran buenos amigos suyos—, asidos al borde arroyo.

Percy superaba a Van en tres años y en unos veinte kilos, pero Van ya se había medido con brutos todavía más voluminosos. Pronto la cara del joven conde se encontró aprisionada, a punto de estallar, bajo el brazo doblado de Van. Con los hombros encogidos, el agarrotado conde dio una vuelta de campana sobre la hierba. Consiguió liberar una oreja —de color escarlata—, pero Van le atrapó otra vez, le derribó con una zancadilla y, cayendo sobre él, le puso instantáneamente «sobre los omoplatos» ( na lopatki), como solía decir King Wing en su jerga de gimnasio. Percy yacía, jadeante como un gladiador moribundo, pegado al suelo bajo el peso de su joven verdugo, cuyos pulgares empezaron a manipularle atrozmente en el convulso tórax. Percy lanzó de pronto un aullido de dolor, para que se supiera que ya tenía bastante. Van exigió —y obtuvo —que la rendición fuese formulada de una manera más explícita. Greg, temeroso de que Van no hubiese entendido del todo la balbuceante petición de clemencia, la repitió, interpretativamente, en tercera persona. Van aflojó su presa. El desgraciado conde se sentó, escupió, se tocó la garganta, se recompuso la ropa y pidió a Greg, con voz ronca, que tratase de encontrar unos gemelos de camisa que había perdido.

Van se acercó al riachuelo y se lavó las manos aguas abajo, en un remanso, donde reconoció, con divertido desconcierto, el objeto tubular y transparente, parecido a una ascidia, que había quedado retenido por una orla de nomeolvides... (¡vaya nombre también el de aquellas florecillas!).

Había ya tomado el camino de regreso al claro de los pic-nics cuando una montaña se abatió sobre su espalda. Con una violenta sacudida de hombros hizo bascular al asaltante por encima de su cabeza. Percy cayó pesadamente al suelo y quedó tumbado cuán largo era durante un minuto. Van le contempló, con las manos tensas y abiertas como pinzas de cangrejo, en espera de un pretexto que le permitiera infligirle cierto suplicio exótico cuya eficacia no había tenido aún ocasión de experimentar en un verdadero combate.

—Me has roto el hombro —gruñó Percy, frotándose el brazo y tratando de incorporarse—. Domínate un poco, joven demonio.

—¡Levántate! —dijo Van—. Anda, levántate. ¿Quieres que te suministre algo más, o vamos ya a reunirnos con las damas? ¿Prefieres las damas? De acuerdo. Pero esta vez ve tú delante, por favor.

Van, precedido de su prisionero, se dirigió al claro del bosque. Aquel maldito roundsuplementario e imprevisto le había descompuesto un poco. Aunque lo disimulaba, estaba sin aliento, le temblaban todos los nervios del cuerpo. Se sorprendió al ver que cojeaba y corrigió el paso... Mientras que Percy de Prey, con su pantalón blanco mágicamente inmaculado y su camisa graciosamente desgarrada, caminaba boyante, moviendo con fácil vivacidad brazos y hombros, con un aire completamente sereno e incluso alegre.

Greg les alcanzó pronto. Traía el gemelo perdido, pequeño milagro de búsqueda meticulosa. Con un «estupendo, amigo» más bien frívolo, Percy abrochó su puño de seda, poniendo así punto final a su insolente restauración.

Su oficioso compañero siguió sin aflojar el paso y llegó antes que nadie al lugar de la fiesta, por cierto ya terminada. Vio a Ada que le recibía con dos setas rojas de pie blanco moteado de negro en una mano, y tres de la misma variedad en la otra. Su aire de sorpresa, que no tenía otra causa que el haberle visto llegar tan apresurado, fue interpretado por el buen Sir Greg como un signo de inquietud. Y, en consecuencia, gritó desde lejos:

—No es nada grave, Miss Veen. Se encuentra bien.

Cegado por la compasión, el joven caballero no se daba cuenta de que Ada no estaba aún enterada del enfrentamiento entre el Bello y la Bestia.

—En efecto, me encuentro bien —dijo el primero, tomando de manos de Ada dos de sus setas (delicias preferidas de la chica) y acariciando sus sombreretes sedosos—. ¿Y por qué no iba a encontrarme bien? Tu primo nos ha obsequiado, a Greg y a mí, con una tonificante exhibición de skrotomoff oriental (o como se llame).

Pidió vino, pero las últimas botellas habían sido regaladas a los misteriosos pastores, que ya no honraban con su presencia el calvero vecino. ¿Acaso habían apuñalado y enterrado a uno de sus camaradas, aquél cuyo cuello almidonado y cuya corbata reptiliana colgaban de la rama de una acacia falsa? Y, lo mismo que los pastores, había desaparecido el ramo de rosas. Ada había encargado a un criado que lo metiese en la maleta del descapotable, alegando que no sabía qué hacer con él y que el señor conde podía volver a regalárselo a la encantadora hermana de Blanche.