Выбрать главу

Mademoiselle Larivière dio unas sonoras palmadas para sacar de su siesta a Kim, que conducía el cabriolé, y a Trofim, el cochero de la barba rubia encargado de llevar a las niñas. Ada volvió a cerrar los dedos sobre sus setas y Percy sólo pudo encontrar para su Handkuss(beso en la mano) un puño helado.

—He tenido mucho gusto en verle, amigo —dijo, dando una palmadita en el hombro de Veen, gesto prohibido en su medio social—. Espero que pronto tendremos ocasión de jugar juntos otra vez. Me pregrunto —añadió, bajando la voz —si es usted tan buen tirador como luchador.

Van le acompañó hasta el coche.

—Van, Van, ven aquí —gritó Ada—. Greg quiere despedirse de ti.

Pero Van no se volvió.

—¿Es un desafío? —preguntó—. ¿Me reta a un duelo?

Con la mano en el volante, Percy sonrió, entornó los ojos, se inclinó sobre el salpicadero, sonrió otra vez y no dijo nada. El motor hizo clic-clic antes de emitir un trueno. Percy se puso los guantes.

Van dio una palmada en el parachoques.

—Cuando quieras, muchacho —dijo, volviendo a la segunda persona, el terrible tuteo de los duelistas de la vieja Francia.

El coche saltó y desapareció.

Van regresó al calvero del bosque. El corazón le latía estúpidamente Al pasar saludó a Greg, que hablaba con Ada al borde del camino.

—Te aseguro —le decía —que tu primo no es culpable de nada. Ha empezado Percy... y ha sido derrotado en un combate de lucha Korotom, como se practicaba en Teristán y en Sorokat. Mi padre te lo explicaría mejor que yo.

—Eres un tesoro —dijo Ada—, pero no estoy segura de que tu cerebro funcione demasiado bien.

—¡Ay, en tu presencia, nunca! —reconoció Greg, montando en su motocicleta silenciosa y odiándola, y odiándose a sí mismo y a los dos brutos de la pelea.

Se puso las gruesas gafas y se alejó sin ruido. Mademoiselle Larivière, a su vez, subió a su cabriolé y se dejó llevar bajo las sombras salpicadas de luz del paisaje forestal.

Lucette corrió hacia Van Casi arrodillada ante él, se abrazó fuertemente a sus caderas y permaneció un momento en aquella posición.

—Vamos, ven —dijo Van, obligándola a levantarse—. Y no te olvides del jersey, no puedes volver desnuda.

Ada se acercó calmosamente.

—Mi héroe —dijo, sin apenas mirarle, con ese aire indescifrable que uno no sabe si interpretar como sarcasmo, como un éxtasis o como la parodia de lo uno o de lo otro.

Lucette, meciendo su cesta de setas, canturreaba:

Le retorció la tetilla

y le dejó hecho papilla.

—Lucy Veen, ¡cállate! —gritó Ada; Van la cogió por la muñeca y la sacudió, con aires de indignación, mientras guiñaba un ojo a Ada.

Y así, como un despreocupado y juvenil trío, se dirigieron a la victoria que les esperaba. Trofim, palmeándose los muslos en gesto de consternación, echaba pestes contra un joven lacayo despeinado que acababa de aparecer por debajo de un arbusto. El pillo, que se había escondido allí para gozar tranquilo de un destrozado número de Tattersalialleno de fabulosos caballos de carrera desmesuradamente alargados, se había olvidado de subir a la carreta de bancos que se llevaba la vajilla usada y a los somnolientos criados.

Saltó al asiento delantero y se sentó al lado de Trofim. El cochero dirigió un vibrante «tppprr» a los alazanes, que recularon El verde de los ojos de Lucette se hizo más sombrío, porque la ocupación de su asiento habitual la había contrariado.

—Tendrás que llevarla sobre tus semifraternales rodillas —dijo Ada a Van, en un aparte neutro.

—Pero... ¿qué dirá de eso La Maudite Rivière? —preguntó Van, que trataba de agarrar por la cola una sensación de vuelta atrás de la cinta cinematográfica del destino.

—Larivière puede irse a... (los labios dulces y pálidos de Ada repitieron la grosería de Gravronski). Y lo mismo digo para Lucette.

—Tus « vyragences» son bastante libres —observó Van—. ¿Estás muy enfadada conmigo?

—¿Enfadada, Van? No, nada de eso. Incluso estoy muy contenta de que hayas ganado. Pero hoy he cumplido dieciséis años. ¡Dieciséis años! Más de los que tenía mi abuela cuando su primer divorcio. Supongo que éste es mi último pic-nic. ¡Adiós, infancia! Yo te quiero, tú me quieres, Greg me quiere. Todo el mundo me quiere, estoy saciada de amor. Date prisa, o Lucette tirará a ese gallito de su asiento. Lucette, déjale tranquilo. ¡Inmediatamente!

Al fin, el coche arrancó. Y así comenzó el agradable viaje de regreso.

—¡Uf! —gruñó Van, al recibir la redondeada carga; y explicó, haciendo una mueca, que se había golpeado la rótula derecha contra una roca.

—Juegos de manos, juegos de villanos... ya se sabe lo que eso da de sí —murmuró Ada; y abrió, por la señal de una cinta esmeralda el librito oscuro de corte dorado (de gran efecto bajo las saltarinas lentejuelas del sol) que ya había leído durante el viaje de ida.

—No me disgustan del todo esos juegos —dijo Van—. Éste me ha dejado una cierta comezón, pero por varias razones.

—Yo os he visto... en el juego villano —dijo Lucette, volviendo la cabeza.

—¡Chit! —conminó Van.

—Quiero decir a ti y a él.

—Tus impresiones no nos interesan, niña. Y no estés siempre volviendo la cabeza. Ya sabes que te mareas cuando el camino...

Desde los abismos de su lectura, Ada emergió a la superficie:

—Coincidencia —dijo —: Jean, qui tâchait de lui tourner la tête...

—...cuando el camino parece «irse de uno», como nos dijo un día tu hermana, que entonces tenía más o menos tu edad.

—Es verdad —reconoció Lucette, con voz soñadora y cantarina.

Habían conseguido que se cubriese su cuerpo color de miel oscura. Su jersey blanco se había enriquecido a expensas de unos nuevos adornos: agujas de pino, un poco de musgo, unas migajas de pastel, una oruga recién nacida. Las bayas de los arbustos habían manchado de violeta sus bien rellenos pantalones cortos. Sus cabellos con brillos de bronce volaban hasta la cara de Van, exhalando el olor de otro verano. Un olor de familia. Coincidencia, sí: toda una serie de coincidencias ligeramente desplazadas, con una artística asimetría. Estaba sentada en su regazo, pesada, soñadora, llena de foie-grasy de melocotón en almíbar, y sus brazos desnudos, de un moreno tornasolado, casi tocaban su cara, la tocaron, cuando se inclinó para mirar a un lado y a otro y asegurarse de que había cogido las setas. Sí, allí estaban. El pequeño lacayo leía mientras se hurgaba la nariz, a juzgar por los movimientos de su codo. El trasero compacto y los muslos frescos de Lucette parecían hundirse más y más en las arenas movedizas de un pasado semejante a un sueño, rehecho en un sueño y alterado por la leyenda. Ada, sentada a su lado y volviendo sus páginas, más pequeñas, más rápidamente que el lacayo, era, sin duda, hechicera, obsesionante, eterna, más adorable aún y más tenebrosamente ardiente que como él la había descubierto cuatro veranos antes; pero era aquel otro pic-nic lo que Van revivía ahora, y eran las dulces caderas de Ada lo que tenía entre sus manos, como si hubiese estado dos veces presente, en dos ejemplares de diferente color.