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Entre los mechones de bronce sedoso, Van miraba con el rabillo del ojo a Ada, cuyos labios fruncidos le enviaron el gesto de un beso (perdonándole al fin el haber participado en aquella pelea de gañanes). Ada volvió a sumergirse en su librito encuadernado en vitela, Chateubriand, Ombres et Couleurs, edición de 1820, adornada con viñetas coloreadas a mano y con la momia de una aplastada anémona. Las sombras y las luces del bosque resbalaban sobre las páginas, sobre el rostro de la lectora y a lo largo del brazo derecho de Lucette, en el que Van, advirtiendo la huella de una picadura de mosquito, no pudo por menos de poner los labios, en un puro tributo dedicado a la duplicación de la imagen. La pobre Lucette le dirigió una mirada lánguida y volvió en seguida la cara para concentrarse en el cuello rojo del cochero... o de su predecesor, que, cuando el otro pic-nic, le había dado pesadillas.

No intentaremos seguir los pensamientos que turbaban a Ada (la atención que prestaba a su libro era mucho más superficial de lo que podía parecer). Y no podríamos hacerlo ni con la menor esperanza de éxito, porque el recuerdo de un pensamiento es más fugitivo que el recuerdo de las sombras, de los colores, de los latidos del deseo juvenil, de una serpiente verde en un paraíso tenebroso. En consecuencia, nos sentimos más confortablemente sentados en Van, mientras Ada está instalada en Lucette y las dos en Van (y los tres en mí, añade Ada).

Van recordó con un delicioso estremecimiento la complaciente falda que Ada llevaba entonces, tan swoony-baloony, como dicen los jovenzuelos de Chose, y lamentó (sonriendo) que Lucette se hubiese puesto unos pantalones tan castos y Ada sus pantalones largos husked(risa). En el desarrollo fatal de los más dolorosos males, a veces (solemne sacudida de cabeza), a veces, amanece un día de perfecto bienestar que no se debe en absoluto a ningún brebaje ni a ninguna píldora (indicando la mesilla de noche atestada de medicamentos), o que, al menos, nos permite ignorar que la droga ha sido administrada por la amante mano de la desesperación.

Van cerró los ojos para absorber más intensamente la ola dorada de su gozo creciente. Años más tarde (¡muchos años!) recordaba con admiración (¿cómo podía soportarse un éxtasis semejante?) aquel instante de absoluta felicidad, aquel eclipse total del sufrimiento lacerante y destructor, aquella lógica de la embriaguez, el argumento circular que demostraba que la más excéntrica de las jóvenes no puede evitar ser fiel cuando ama tanto como es amada. Contemplaba el brazalete que relampagueaba al ritmo de los movimientos de la victoria. El perfil de sus labios llenos, ligeramente entreabiertos, mostraba al sol el polen rojo de un resto de bálsamo que acababa de descamarse en los minúsculos pliegues transversales que estriaban su superficie. Volvió a abrir los ojos: el brazalete brillaba, en efecto; pero los labios no mostraban huella alguna de pintura. Van tuvo la imprudencia de imaginarse que iba a reencontrar el contacto de su pulpa pálida y ardiente. Y aquella certidumbre estuvo a punto de desencadenar una crisis secreta bajo la maldita carga de la otra niña. Pero el cuello del inocente sucedáneo, reluciente de sudor, y su confiada inmovilidad inspiraron a Van una compadecida ternura y apagaron sus ardores. Después de todo, ¿qué fricción furtiva podía competir con lo que le esperaba en el tocador de Ada? Una nueva punzada en la rótula vino también en su ayuda, y el honrado Van se reprochó por haber tratado de sustituir con una pobre niña a la princesa de su cuento de hadas, «cuya preciosa carne no está hecha para enrojecer bajo la impresión de una mano punitiva», como dice Pierrot en la versión de Peterson.

La extinción de aquella llama fugitiva cambió el humor de Van. Había que decir algo, había que expresar alguna exigencia. La situación era grave, o podía hacerse grave. Los viajeros iban a hacer su entrada en Gamlet, aquella aldea rusa desde la cual se llegaba a Ardis en pocos instantes, por un camino bordeado de abedules. Una pequeña procesión de ninfas campesinas con pañuelos de algodón, apenas lavadas, es verdad, pero adorablemente bonitas con sus hombros desnudos y relucientes y los senos redondos y levantados por el corsé, con su surco en medio, como tulipanes gemelos, atravesaba un matorral cantando una vieja tonadilla en un conmovedor inglés:

Thorns and nettles

For silly girls:

Ah, torn the petals,

Ah, spilled the pearls!

—Tienes un lapicito en el bolsillo de atrás —dijo Van a Lucette—. ¿Me lo dejas? Querría apuntarme la letra de esa canción.

—Sí, si no me haces cosquillas...

Van cogió el libro de Ada y, bajo la mirada extrañamente desafiante de ésta, escribió estas palabras en su primera hoja:

No quiero volver a verle.

Lo digo en serio.

Di a Marina que no le reciba, o me marcho.

No contestes.

Ada lo leyó y, lentamente, sin hacer comentarios, borró las cuatro líneas con la goma del cabo del lápiz, y devolvió éste a Van, el cual volvió a colocarlo en su primitivo lugar.

—No paras de moverte —dijo Lucette, sin volverse—. La próxima vez no dejaré que me quiten el sitio.

El coche se detuvo ante el pórtico. Trofim tuvo que dar un pescozón al pequeño lector de la casaca azul para que dejase su libro y ayudara a Ada a descender del coche.

XL

Tendido en su hamaca, bajo los liriodendros, Van leía un trabajo de Antiterrenus sobre Rattner. La rodilla le había dolido toda la noche. Después del desayuno, el dolor se había atenuado ligeramente. Ada había ido a caballo a Ladore, y Van esperaba que se olvidase de comprar el aceite de trementina, tan pringoso, que Marina le había encargado.

Su ayuda de cámara avanzaba hacia él sobre el césped, seguido por un mensajero joven y grácil, vestido de cuero negro desde el cuello a los tobillos y cuya gorra de visera dejaba escapar unos bucles castaños. Tras haber avizorado los alrededores con la exagerada actitud de un devoto émulo de Tespis, el singular jovencito tendió a Van una carta con la anotación «confidencial».

Querido Veen:

Mis compromisos militares en el extranjero me obligan a partir dentro de un par de días. Si quiere usted volver a verme antes de mi partida, tendré mucho gusto en recibirle (a usted, y a cualquier otro caballero por quien usted quiera ser acompañado) mañana al amanecer, en el cruce de la carretera de Maidenhair y el camino de Tourbière. En caso contrario, le ruego confirme por una nota de su propia mano que no me guarda ningún rencor, como ninguno le guarda a usted, señor, su humilde servidor

Percy de Prey

No, Van no deseaba ver al conde. Así se lo dijo al lindo mensajero, que esperaba, con una mano en la cadera y una rodilla ligeramente adelantada, como un figurante de teatro dispuesto a unirse, a una señal dada, a los saltarines danzantes que ejecutan una danza rústica de Calabro.

—Un momento —añadió Van—. Me interesaría saber... (y eso es algo que puede averiguarse en un abrir y cerrar de ojos detrás de ese árbol), si usted es un mozo de cuadra o la chica de la granja.