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Encontró a las dos hermanas y a sus institutrices en uno de los «salones de las habitaciones de los niños». En la tenaza de aquella habitación encantadora, Mlle. Larivière estaba sentada ante una mesa Pembroke adornada con un gusto exquisito. Estaba leyendo el tercer guión de rodaje de Les Enfants Mauditscon una mezcla de sentimientos aderezados con furiosas anotaciones. En una gran mesa redonda, en el centro de la sala, Lucette, asesorada por Ada, trataba de aprender a dibujar flores. Varios atlas botánicos de distintos tamaños estaban abiertos ante ellas. Las cosas conservaban su acostumbrada apariencia: la rubia luz del día que maduraba, las pequeñas ninfas cabreras pintadas en el techo, la voz soñadora y lejana de Blanche que plegaba la ropa blanca canturreando estrofas del Mambrú ( no sé cuándo vendrá, no sé cuándo vendrá...) y las dos graciosas cabezas, bronce negro y cobre rojo, inclinadas sobre la pulida mesa. Van comprendió que antes de preguntar a Ada, incluso antes de decirle que deseaba preguntarle algo, debía recuperar su sangre fría. Ada parecía alegre, se había arreglado bien, estrenaba un nuevo traje de noche, espejeante de azabache, llevaba por primera vez los diamantes que le había regalado Van y, también por primera vez, unas medias de seda transparentes.

Van se sentó en un pequeño sofá, tomó al azar uno de los libros abiertos sobre la mesa y contempló con disgusto una bella ilustración en color que representaba un grupo de grandes orquídeas cuya popularidad entre las abejas dependía, según el texto, de «diversas emanaciones apetitosas en una gama de olores que va desde el de obreras muertas al del gato». Los soldados muertos podrían oler aún mejor.

Durante aquel tiempo la testaruda Lucette se había empeñado en sostener que el modo más sencillo de dibujar una flor consistía en colocar una hoja de papel de calcar sobre la imagen (en el caso presente se trataba de una pogonia de barba roja, planta peculiar de las turberas de Ladore cuya anatomía posee ciertas particularidades escabrosas) y luego repasar los contornos con lápices de colores. La paciente Ada quería que la copia se hiciese no por un procedimiento mecánico, sino «del ojo a la mano y de la mano al ojo», y que Lucette utilizase como modelo un ejemplar viviente de otra especie de orquídea, de sépalos violeta y bolsa oscura y rizada. Pero acabó por rendirse. Y, sin perder su buen humor, apartó el vasito de cristal que contenía la zapatilla de Venus que ella había recogido. Distraídamente, discretamente, trató entonces de explicar a Lucette el funcionamiento de los órganos reproductores de las orquídeas, pero todo lo que la caprichosa niña quería saber se limitaba a esto: un chico-abeja, ¿podía fecundar a una chica-flor a travésde algo, de sus polainas, de su jersey o de cualquier cosa que lleve puesta?

—Sabes —dijo Ada, con una cómica voz nasal, dirigiéndose a Van—, esta niña tiene la mente más sucia del mundo y ahora va a enfurecerse conmigo por decírtelo, y va a ir a lloriquear en el halda de la Larivière, y a quejarse de que ha sido fecundada por haber estado sentada en tus rodillas.

—Pero yo no puedo hablar a Belle de cosas sucias —dijo Lucette, muy amable y razonablemente.

—Van, ¿qué te pasa? —preguntó la perspicaz Ada.

—¿Por qué esa pregunta? —preguntó a su vez Van.

—Se te mueven las orejas y te aclaras la garganta.

—¿Acabarás pronto con esas horribles flores?

—Sí. Ahora voy a lavarme las manos. Nos veremos abajo. Llevas la corbata mal puesta.

—Está bien, está bien.

Mon page, mon beau page

—mironton, mironton, mirontaine—

mon page, mon beau page...

Abajo, en el gran vestíbulo, Jones echaba ya mano al gong para anunciar la cena.

—Bien, ¿qué es lo que pasa? —preguntó Ada cuando se encontraron, un minuto más tarde, en la terraza del salón.

—Mira lo que he encontrado en el bolsillo de mi smoking.

Ada leyó y releyó la nota, frotándose con un índice nervioso sus anchos incisivos.

—¿Cómo puedes saber que va dirigido a ti? —preguntó, devolviéndole a Van la hojita de papel, escolar.

—Bueno, ¡lo digo yo! —gritó Van.

—¡ Tiché! (¡Calma!).

—Te digo que lo he encontrado aquí (apuntando hacia su corazón).

—Rómpelo y olvídalo.

—Tu rendido servidor —replicó Van.

XLI

Pedro no había vuelto aún de California. Un ataque de fiebre de heno y unas gafas negras no mejoraban la apariencia de G. A. Vronski. Adorno, el héroe de Odio, se había hecho acompañar por su nueva mujer, que resultó haber sido una de las antiguas (y más queridas) esposas de otro invitado de Marina, actor infinitamente más meritorio y que, acabada la cena, encargó a Bouteillan, convenientemente gratificado, que le trajese un falso mensaje que exigiese su partida inmediata. Grigorii Akimovich (que había llegado con él en ia misma limusina de alquiler) le acompañó. Dejaron alrededor de una mesa de juego a Marina, Ada, Adorno y su Mariana, que daba curiosos resoplidos irónicos. Jugaron al biruch, una especie de whist, hasta que fuese posible hacer venir un taxi de Ladore. Era más de la una de la mañana cuando la reunión se disolvió.

En el intervalo, Van se cambió de ropa una vez más: se puso los pantalones cortos, se envolvió en su manta escocesa y se retiró al bosquecillo, donde los faroles bergamascos no habían sido encendidos en toda la velada... que no había sido tan memorable como Marina había esperado. Trepó a su hamaca y, con el sopor del duermevela, pasó mentalmente revista a los criados que hubieran podido deslizar en su bolsillo el siniestro mensaje («se están burlando»), desprovisto, según Ada, de toda significación. El primer sospechoso, por supuesto, podría haber sido Blanche, la histérica, la extravagante Blanche, de no ser por su timidez y su miedo a ser despedida (Van recordaba una escena atroz en la que Blanche, pidiendo gracia, se había arrastrado a los pies de Mlle. Larivière que la acusaba de haber «robado» alguna de sus innumerables chucherías... encontrada finalmente en un zapato de la propia acusadora). En el foco de la imaginación de Van apareció a continuación la faz rubicunda de Bouteillan y el rictus de su hijo. Después de lo cual se durmió y se vio a sí mismo, en sueños, en la ladera de una montaña cubierta de nieve, donde personas y árboles —y también una vaca —eran arrastrados por un alud.

¿Qué vino a arrancarle de su inquieto sopor? En un principio creyó que se trataba del fresco de la noche expirante; luego reconoció el ligero crujido que en su pesadilla había tomado por un grito. Alzando la cabeza distinguió una débil luz entre los arbustos: alguien entreabría desde el interior la puerta del cuarto de las herramientas. Ada no había acudido nunca a encontrarse con su amante sin haber acordado previamente cada etapa de sus citas nocturnas, por otra parte excepcionales. Van saltó de su hamaca y se dirigió con sigiloso paso hacia el iluminado umbral. Ante él apareció la figura vacilante y pálida de Blanche. Ofrecía un singular espectáculo: en enaguas, con los brazos desnudos, una media bien sujeta por la liga mientras la otra le caía sobre el tobillo, sin zapatillas, con las axilas relucientes de sudor y la cabellera desarreglada en un lamentable simulacro de seducción.