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—Ésta es mi última noche en el castillo —susurró. Y luego repitió la frase en inglés, en ese inglés barroco, elegiaco y ceremonioso que sólo se encuentra en las novelas de antaño: T'is my last night with thee.

—¿Tu última noche? ¿Conmigo? ¿Qué quieres decir?

La contempló con ese malestar de lo Extraño que se experimenta al escuchar las lucubraciones del delirio o de la embriaguez.

Pero, a pesar de su aire de demencia, Blanche estaba perfectamente lúcida. Había decidido dos días antes abandonar la casa. Acababa de deslizar su dimisión (con una postdata referente a la mala conducta de la señorita) bajo la puerta de la habitación de la señora. Se iría dentro de unas horas. Amaba a Van, que era «su fiebre y su locura», y quería pasar a su lado unos minutos secretos.

Van entró en el cuarto de los instrumentos y cerró lentamente la puerta. Aquella lentitud era efecto de lo incómodo que se sentía. Blanche había dejado su farol sobre el travesano de una escalera. Y, sin esperar más, empezó a levantarse la falda de la enagua. La compasión y la cortesía de una comprensiva actitud acaso habrían excitado el deseo de lo que ella consideraba como cosa hecha y cuya radical ausencia disimulaba Van cuidadosamente con la protección de su manta. Pero, aparte del temor al contagio (Bout había hecho ciertas alusiones a algunas dolencias que afligían a la pobre chica), un asunto muy distinto y mucho más grave todavía, le atormentaba. Apartó la mano audaz y se sentó en un banco, al lado de Blanche.

¿Era ella quien había deslizado la nota en el bolsillo de su smoking?

Sí, era ella. No había podido resignarse a salir de la casa dejándole en la ignorancia de que se burlaban de él, de que le engañaban, de que le traicionaban. Y siguió diciendo, entre ingenuos paréntesis, que sabía que él la había deseado siempre y que ya tendrían tiempo de hablar más tarde. Soy tuya. Pronto amanecerá. Tu sueño se realiza al fin.

—No hables por mí —contestó Van—. No estoy de humor para hacer el amor. Y te estrangularé, palabra de honor, si no me cuentas inmediatamente todos los detalles de este asunto.

Blanche afirmó con la cabeza. El temor y la adoración se fundían en sus ojos llorosos. ¿Cuándo y cómo había comenzado aquello? En agosto. Votre demoisellehabía ido a buscar flores, y él la acompañaba, con la flauta en la mano, entre las altas hierbas. ¿Quién era él? ¿Qué flauta? Pues el músico alemán, el señor Rack. La celosa espía asistía a la escena acostada bajo su propio galán, al otro lado del seto. ¿Cómo podía hacerse aquello con el inmundo señor Rack? (el cual, un día, incluso olvidó su chaleco en un almiar). Era algo que nuestra informadora no podía llegar a comprender. Quizás era que componía canciones para la señorita Ada... Había una, bonita de veras, que fue interpretada una noche de baile en el casino de Ladore... Espere un poco que recuerde la letra... Al demonio la letra, sigue contando. Una hermosa noche estrellada, Blanche y dos galanes ocultos entre los sauces del río habían oído al señor Rack y a la señorita, que estaban en una barca amarrada. Él contaba la melancólica historia de su infancia, de sus años de miseria, de música y de soledad, y su dulce amiga lloraba al escucharle, y echaba la cabeza atrás, y él se inclinaba con avidez sobre su garganta desnuda y se la comía con sus asquerosos besos. Sin embargo, no debía haberla poseído más de una docena de veces; el alemán no era tan fuerte como cierto otro señor. ¡Oh, basta!, cortó Van. Y, en el invierno, la señorita se enteró de que él se había casado y empezó a odiar a su cruel rival. Pero en abril, cuando él comenzó a dar lecciones de piano a Lucette, la aventura se reanudó, sólo que entonces...

—Ya basta —gritó Van; y, golpeándose la frente con el puño, salió titubeando al sol del amanecer.

Eran las seis menos cuarto en el reloj de pulsera colgado de la red de la hamaca. Van tenía los pies fríos como el mármol. Se puso las zapatillas y durante un momento erró sin rumbo por el bosquecillo. El canto de los mirlos era tan rico, tan sonoro, con unas fiorituras tan exquisitamente aflautadas, que su voz hacía insoportable el suplicio de la conciencia, la suciedad de la existencia, la pérdida, la pérdida, la pérdida. Gradualmente, sin embargo, consiguió Van recuperar una apariencia de sangre fría por el fácil método de no permitir que la imagen de Ada se acercase, por ningún rodeo, a la conciencia que él tenía de sí mismo. En el vacío así producido se precipitó una multitud de prosaicas reflexiones, pantomimas del pensamiento racional.

Se dio una ducha tibia en la caseta de la piscina, realizando cada gesto con una cómica deliberación, muy lentamente, con muchas precauciones, como para no romper al nuevo, al desconocido, al frágil Van que acababa de nacer un momento antes. Contemplaba sus pensamientos que giraban, bailaban, desfilaban, hacían muecas grotescas. Así encontró el mayor placer en imaginar que una pastilla de jabón podía ser ambrosía sólida para las hormigas que se amontonaban sobre ella. ¡Y qué sensacional perecer ahogado en medio de aquella bacanal! Pensó que las leyes del honor prohibían provocar a un rival que no fuese caballero, pero que podía exceptuarse de esta regla a los artistas, pianistas o flautistas. Y, si el cobarde rehusaba, ¿qué cosa más sencilla que hacerle sangrar las encías a bofetadas, o, mejor aún, romperle la columna vertebral con un bastón bien sólido?... No había que olvidar coger uno en el vestíbulo antes de salir de aquella casa para siempre. Para siempre... ¡Qué gracia! Se divirtió, como ante un espectáculo raro y singular, de la curiosa jiga monopódica que ejecuta un compadre desnudo concentrándose en los pantalones en que trata de entrar. Atravesó, sin prisas, una galería lateral, y subió la gran escalera. La casa estaba vacía y fresca, y olía a claveles. Buenos días y adiós, cuartito. Van se afeitó, Van se cortó las uñas de los pies, Van se vistió con exquisito cuidado: calcetines grises, corbata gris y camisa de seda, traje gris recién planchado, zapatos, ¡ah, sí!, zapatos... no hay que olvidar los zapatos, sin tomarse el trabajo de poner en orden sus efectos personales, guardó una veintena de monedas de veinte dólares de oro en un monedero de gamuza, repartió por su persona pañuelo, talonario de cheques, pasaporte —y ¿qué más? No, nada—. Y, por último, clavó con un alfiler en la almohada una nota en la que pedía que se hiciese un paquete con sus cosas y se lo enviasen a la dirección de su padre. Hijo arrebatado por un alud. No se ha encontrado el sombrero. Contraceptivos se legan al Asilo de Exploradores Jubilados. Después de unos ocho decenios todo eso parece muy tonto y muy cómico. Pero aquella mañana Van Veen era un hombre muerto que realizaba los gestos de un sonámbulo imaginario. Se inclinó con un gruñido, maldiciendo su rodilla, para colocarse los esquís. La nieve caía por la pendiente. Pero sus esquís habían desaparecido, las correas eran cordones de zapatos, la pendiente era una escalera.

Bajó a las caballerizas y dijo a un joven lacayo, no mucho más despierto que él, que tenía que estar en la estación dentro de unos minutos. El lacayo pareció soprendido y Van le insultó.

iSu reloj de pulsera! Regresó a la hamaca, donde el reloj seguía suspendido de la pared. Cuando daba la vuelta a la casa para volver a las caballerizas, elevó los ojos al azar y vio en una terraza del segundo piso a una joven de cabellos negros, de unos dieciséis años de edad, con un pantalón amarillo y un bolero negro, que le hacía grandes señas —signos telegráficos, con amplios gestos rectilíneos que designaban el cielo sin nubes (¡qué cielo sin nubes!), la copa del Jacaranda en flor (¡qué flores!, ¡azules!) y su propio pie, descalzo y apoyado, en alto, en la balaustrada (¡sólo tengo que ponerme las sandalias!). Sobrecogido de horror y de vergüenza, Van vio a Van detenerse y esperar.