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Ella atravesó con paso rápido el césped irisado de rocío y se acercó a él.

—Van —dijo—, tengo que contarte mi sueño antes que se me olvide. Estábamos tú y yo en una cima de los Alpes... ¿Por qué diablos te has puesto esa ropa?

—Bien, te lo voy a decir (Van hablaba con voz arrastrada, como desde el fondo de un sueño). Voy a decirte por qué. Acabo de saber de una ausente modesta pero digna de crédito... quiero decir, «una fuente», perdona, de una fuente digna de crédito, que «te derriban» detrás de cualquier seto. ¿Dónde puedo encontrar el «derribador»?

—En ninguna parte —dijo Ada, con la mayor calma del mundo y sin hacer caso, o tal vez sin advertir la grosería de aquellas palabras; había sabido desde siempre que el desastre era inevitable y que llegaría un día u otro, cuestión de tiempo, o más bien de programación por parte del destino.

—Pero existe, existe —balbuceó Van, mirando en la hierba el arco iris de un resto de tela de araña.

—Sin duda —dijo la altiva joven—, pero ayer embarcó con destino a un puerto de Grecia, o de Turquía. Y hará todo lo que pueda para que le maten, si eso puede tranquilizarte. Pero ahora escucha... Esos paseos por el bosque no quieren decir nada. ¡Escucha! Sólo fui débil un par de veces, quizás tres en total, y le has maltratado de ese modo tan bárbaro. ¡Por favor! No puedo explicarlo todo de una vez, pero acabarás por comprender. No todo el mundo es tan feliz como nosotros. Es un pobre muchacho torpe, desamparado. Todos somos almas perdidas, pero unos lo son más que otros. Él no es nada para mí. Nunca volveré a verle. No es nada, te lo juro. Pero me adora hasta la locura.

—Me parece que nos hemos equivocado de amante. Yo te hablaba de ese herrRack, que tiene tan sabrosas encías y que también te adora hasta la locura.

Y después de aquellas palabras se dio media vuelta y tomó el camino de la casa.

Habría podido jurar que no se volvió ni una sola vez y que en ningún prisma ni en ninguna coincidencia óptica habría podido, mientras se alejaba, verla en forma corporal. No obstante, retendría para siempre la imagen compuesta y atrozmente nítida de Ada, en pie en el lugar donde la había dejado. Aquella imagen, que había penetrado en él por un ojo occipital, por el canal hialino de la columna vertebral, y que nunca, nunca, podría olvidar, consistía en una selección y una mezcla de imágenes inconexas y de expresiones de Ada que habían hecho sentir a Van el insoportable dolor del remordimiento en diversas circunstancias del pasado. Sus disputas de amantes habían sido muy poco numerosas, muy breves; pero, aun así, las suficientes para formar un mosaico indestructible. Ahí estaba el día de la Bella Espía, cuando la había encontrado de espaldas a un tronco de árbol, a punto de sufrir el destino de los traidores, y el día en que se negó a enseñarle ciertas estúpidas instantáneas tomadas en Chose y que representaban chicas con las que los estudiantes se encontraban en pontones (en un arrebato de ira, él había roto las imágenes, mientras ella se volvía, ceñuda, con las pupilas contraídas, a mirar por la ventana abierta un paisaje invisible). Y el día en que, creyendo descubrir en él un movimiento de rebeldía contra su extraña mojigatería de lenguaje (Van acababa de desafiarla bruscamente a que encontrase una rima para «patio»), sus labios formaron tímidamente un vocablo mudo —no estaba segura de que él pensase en aquella palabra latina obscena, y, caso de que pensase, también dudaba de su pronunciación exacta. Y el día, quizás el peor de todos, en que ella estaba manoseando un ramillete de flores silvestres, con una ligera sonrisa en los ojos y los labios fruncidos, una sonrisa dulce e indiferente, y la cabeza animada de pequeños movimientos imprecisos, como subrayando con sacudidas espontáneas las decisiones secretas y las cláusulas no expresadas de algún contrato que hubiese establecido con ella misma, con Van, o con otras desconocidas partes contratantes llamadas después lo Inconsolable, lo Inútil, lo Injusto, mientras él daba libre curso a su cólera, porque Ada acababa de proponerle, con toda dulzura y sin la menor insistencia (como podía haberle sugerido un paseo junto a un pantano para ver si cierta orquídea se había abierto), entrar en un cementerio vecino para honrar la tumba del difunto Krolik. Van había estallado en indignadas vociferaciones. («Sabes muy bien que odio los cementerios, que desprecio, que reniego de la muerte y de sus cadáveres burlescos. Me niego a contemplar una piedra bajo la cual se pudre un viejo polaco rechoncho. Déjale que alimente en paz a sus gusanos, la entomología de la muerte me deja frío. Detesto, desprecio...»); había seguido su recitación durante un par de minutos, al cabo de los cuales se dejó literalmente caer a los pies de Ada y los cubrió de besos, y le suplicó que le perdonase, y ella siguió mirándole todavía un momento, pensativa.

Tales eran los principales fragmentos del mosaico; los demás eran aún menos notables, y, sin embargo, la yuxtaposición de aquellos inofensivos elementos producía una especie de entidad mortal, y la joven del pantalón amarillo y el bolero negro, meciendo ligeramente los hombros más o menos apoyada en el tronco de árbol, con las manos cruzadas detrás de la espalda y sacudiendo los largos cabellos, composición precisa que él sabía que nunca había visto en la realidad, era en él más real que ningún verdaderorecuerdo.

Marina, en kimono y bigudíes, estaba al pie del pórtico en el centro de un grupo de criados, y hacía preguntas a las que nadie parecía contestar. Van se aproximó a ella.

—No me fugo con tu doncella, Marina. Es una ilusión de óptica. Las razones de su partida no me incumben. Tengo que hacer un trabajito que he ido dejando tontamente hasta ahora, y del que he de ocuparme antes de salir para París.

—Ada me preocupa mucho —dijo Marina, con un fruncimiento de cejas y un temblor de mejillas muy ruso—. Vuelve en cuanto puedas, por favor, Ejerces tan buena influencia sobre ella! Au revoir. Estoy muy enfadada con todo el mundo.

Subió los escalones del porche, alzando un poco su kimono. El manso dragón plateado que ondulaba en su espalda tenía lengua de oso hormiguero, según decía su hija mayor, la científica. ¡Pobre madre, qué sabía ella de los señores R, y P. de P.! Más o menos, nada.

Van estrechó la mano del viejo mayordomo, dio las gracias a Bout que le había encontrado un bastón de puño de plata y un par de guantes, saludó con un movimiento de cabeza a los demás sirvientes, y se acercó al coche de dos caballos. Blanche, en pie ante la portezuela, con su larga falda gris, su sombrero de paja y su maleta barata pintada de color caoba y asegurada con veinte vueltas de una cuerda, tenía todo el aspecto de una señorita joven a punto de iniciar su trabajo de maestra de escuela en una película del «Salvaje Oeste». Quiso sentarse en el pescante, junto al cochero, pero Van la hizo entrar en la calesa.

Pasaron entre ondeantes espigas de trigo espolvoreados con el confetti de acianos y amapolas. Blanche habló durante todo el trayecto, con voz grave y melodiosa, de la joven señorita y de sus dos últimos amantes, como si hubiese caído en un trance magnético y se encontrase en comunicación mediúmnica con el alma errante de algún difunto trovador. Todavía el otro día, ocultas tras aquella hilera de abetos, ve usted, a su derecha (pero Van no miraba, estaba sentado en silencio, con ambas manos apoyadas en el puño de su bastón), Blanche y su hermana Madelon, con una botella de vino entre ellas, habían visto al señor conde hacer la corte a la joven señorita sobre el musgo, estrujándola como un oso gruñón, como había estrujado (¡cuántas veces!) a Madelon, la cual había dicho a Blanche que habría que advertírselo a Van (porque ella era un poco celosa), pero también había dicho (porque tenía buen corazón) que mejor sería esperar el momento en que «Mambrú se va a la guerra», pues de lo contrario los dos señores se pelearían. Él se había pasado la mañana disparando con una pistola a un espantapájaros, y por eso ella había esperado tanto, y la nota la escribió Madelon, y no ella. Blanche continuó divagando hasta que llegaron a Tourbière: dos hileras de chozas, y una iglesita negra con ventanas de vidriera. Van abrió la portezuela y Blanche se apeó. La más joven de las tres hermanas, una linda doncellita de bucles castaños; ojos lascivos y senos bamboleantes (¿dónde la había visto antes? no hacía mucho, pero ¿dónde?), llevó la maleta y la jaula de Blanche a una miserable cabaña oculta bajo los rosales trepadores, pero, por lo demás, inexpresablemente triste. Van besó la tímida mano de Cenicienta, volvió a sentarse en el coche, se aclaró la garganta y se cruzó de piernas, no sin antes haber rectificado, con un golpecito seco, el pliegue de su pantalón. ¡Vano Van Veen!