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—Es un sitio horrible. ¿Alguna chica?

—Un hombre. ¿Conoces Kalugano? ¿Un buen dentista? ¿Un buen hotel? ¿Las salas de concierto? ¿El profesor de música de mi prima?

Córdula sacudió sus cortos bucles. No, ella había ido muy poco a Kalugano. Dos veces, para asistir a un concierto en un bosque de pinos. E ignoraba que Ada tomase lecciones de música. ¿Cómo estaba Ada?

—Lucette —dijo Van—. Es Lucette quien toma, o tomaba, lecciones de música. Pero no pensemos más en Kalugano. Ni en Chose... Tienes razón, estoy fastidiado. Pero tú puedes ayudarme a olvidar mis preocupaciones. Habíame, hazme pensar en otra cosa (por lo demás, ya me haces pensar en otra cosa)... Habíame de tus asuntos amorosos.

Córdula no era una chica muy brillante, pero sí locuaz, y, desde luego, muy excitante. Van intentó acariciarla por debajo de la mesa, pero ella rechazó suavemente su mano, sin más, ni menos, fantasía que otra jovencita en otro sueño. Van se aclaró sonoramente la garganta y pidió una media botella de cognac. Como Demon le había enseñado, hizo que el camarero la descorchara delante de él. Córdula no cesaba de hablar, y él perdió el hilo de su discurso, o, mejor dicho, aquel hilo se enredó en el fugaz paisaje que seguía por encima del hombro de su vecina: una súbita hondonada le recordó lo que Jack dijo cuando telefoneó su mujer, un árbol solitario en medio de un campo de trébol personificaba a John abandonado, un arroyo romántico que saltaba por una pendiente escarpada reflejaba el breve y brillante idilio de Córdula con el marqués Quizz Quisana.

Un bosque de pinos terminó bruscamente y cedió el puesto a chimeneas de fábrica. El tren martilleó al pasar ante un depósito de locomotoras y fue deteniéndose, entre chirridos. Una feísima estación oscureció la luz del día.

—¡Gran Dios! —exclamó Van—. ¡Ésta es mi parada!

Dejó en la mesa algunas monedas, besó los bien dispuestos labios de Córdula, y se dirigió a la salida. Cuando iba a atravesar el pasadizo de fuelle entre los vagones, se volvió, dirigió una última mirada a Córdula, le hizo una señal con el guante que llevaba en la mano... y chocó violentamente con alguien que se había inclinado para recoger una maleta: «¡Qué falta de educación!», declaró la víctima, un militar corpulento que llevaba un bigote rojizo y galones de capitán.

Van se abrió paso como pudo y, cuando ambos llegaron al andén, le golpeó en la cara con el guante.

El capitán recogió su gorra y arremetió contra el joven majadero de rostro blanco y cabellos negros. Al mismo tiempo Van se sintió sujetado por detrás, de un modo bien intencionado pero inicuo. Sin tomarse el trabajo de mirar hacia atrás, suprimió al oficioso invisible con un «golpe de pistón» descargado con el codo izquierdo, al mismo tiempo que, de un sonoro golpe de derecha, enviaba al capitán a tambalearse entre su equipaje. Ya varios amantes de los espectáculos gratuitos se habían reunido en torno suyo; rompiendo el círculo, Van tomó a su hombre por un brazo y le arrastró hasta la sala de espera. Un mozo de expresión cómicamente lúgubre, y cuya nariz sangraba abundantemente, entró tras ellos, con las tres maletas del capitán (dos en la mano, la tercera bajo un brazo). La más nueva estaba cubierta de etiquetas cubistas que daban cuenta de estancias remotas y fabulosas. Se intercambiaron tarjetas. «¿El hijo de Demon?», gruñó el capitán Tapper, Villa de las Violetas, Kalugano.

—Muy bien —dijo Van—. Yo pienso ir al Majestic. Si no, ya dejaré allí una nota para usted o para sus testigos. Tendrá usted que buscar uno para mí; no me parece bien pedir al portero que me haga ese servicio.

Sin dejar de hablar, Van se sacó del bolsillo un puñado de oro, escogió una moneda de veinte dólares y se la ofreció con una sonrisa al viejo y maltratado maletero.

—Póngase algodón en las ventanas de la nariz. Y lo siento mucho, camarada.

Con las manos en los bolsillos del pantalón, Van atravesó la plaza de la estación, al otro lado de la cual se encontraba el Majestic; a su paso, un automóvil viró sobre el asfalto húmedo con un ruido estridente. Van se lo dejó atravesado respecto a la dirección de su pretendida marcha, y de un empujón desconsiderado puso en movimiento la puerta giratoria del Majestic, si no más feliz, al menos más alegre que durante las últimas doce horas.

El Majestic, un edificio viejo y gigantesco, todo mugre por fuera, todo cuero por dentro, lo engulló. Pidió una habitación con cuarto de baño, le dijeron que todas habían sido reservadas para un Congreso de Contratistas, sobornó al recepcionista con el irresistible estilo Veen, y obtuvo un apartamento de tres piezas aceptable, con una bañera de paneles de caoba, una mecedora antigua, un piano mecánico y un baldaquino púrpura sobre una cama de matrimonio. Se lavó las manos y bajó, sin más pérdida de tiempo, para informarse sobre la residencia de Rack. Los Rack no tenían teléfono; sin duda vivían en alguna habitación de alquiler, en los suburbios. El portero miró el reloj de pared y llamó a no sé qué agencia de direcciones o servicio de información sobre personas desaparecidas, que, desgraciadamente, estaba cerrada hasta la mañana siguiente. Finalmente aconsejó a Van que se dirigiese a la tienda de música de Main Street.

De camino, Van adquirió un segundo bastón: el de puño de plata que le había dado Bout se lo había dejado olvidado en el Café de la Estación de Maidenhair. El nuevo era un artículo grosero, recio, de puño cómodo y punta de alpinista, apto para vaciar ojos saltones y transparentes. En una tienda vecina Van compró una maleta, y, en la siguiente, camisas, calzoncillos, pantalones, pijamas, pañuelos, una bata, un jersey y un par de zapatillas de cuero. Las compras fueron colocadas en la maleta y todo enviado directamente al Majestic. En el momento de entrar en la tienda de música, Van se sintió sobresaltado por el recuerdo de que no había dejado el prometido mensaje a los padrinos de Tapper, y volvió precipitadamente sobre sus pasos.

Encontró a los dos hombres instalados en el vestíbulo y les rogó que zanjasen la cuestión sin dilaciones: tenía que arreglar unos asuntos también importantes. Ne grubit' sekundantam(nunca seas rudo con segundos), decía en su mente la voz de Demon. Arwin Birdfoot, teniente de la Guardia, era rubio y flojo; sus labios húmedos y rosas sostenían una boquilla de un palmo de largo, por lo menos. Johnny Rafin, Esq., era pequeño, moreno y peripuesto, y llevaba zapatos de ante y un atroz temo color canela. Birdfoot no tardó en retirarse, dejando a Van que arreglase los detalles del encuentro con Johnny, el cual, aunque bien dispuesto a hacer de leal padrino de Van, no ocultaba que su corazón pertenecía al capitán.

El capitán, dijo Johnny, era un tirador de primera, miembro del Club de Campo Do-Re-La. Ninguna brutalidad sanguinaria empañaba su britanicidad, pero su posición académica y militar exigía que defendiese su honor. Experto en mapas, en caballos y en horticultura: era un rico terrateniente. La simple sombra de una disculpa de parte del señor Veen bastaría para dejar zanjado el asunto con generosa frivolidad.

—Si es eso lo que espera de mí el bravo capitán —dijo Van—, puede irse metiendo la pistola en su generosa analidad.

—Esa manera de hablar no es muy decorosa —dijo Johnny, haciendo un mohín—. A mi amigo no le gustaría nada. Debemos recordar que tiene un gusto muy delicado.

¿Era a Van o al capitán a quien Johnny debía apadrinar?

—A usted —dijo Johnny, con una mirada lánguida.

¿Conocían Johnny o el delicado capitán a un pianista de origen alemán, casado y padre (sin duda) de tres niños de tierna edad, que respondía al nombre de Philip Rack?