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—Temo —dijo Johnny, con una nota de desdén en la voz —que no conozco en Kalugano a mucha gente con hijos pequeños. ¿Había algún buen burdel en el barrio?

Con creciente desdén, Johnny declaró que él era un soltero empedernido.

—Bueno, no hablemos más —dijo Van—. Tengo que marcharme antes de que cierren las tiendas. ¿Compro un par de pistolas, o el capitán me prestará su Browning de reglamento?

—Nosotros podemos proporcionar las armas.

Van corrió a la tienda de música y la encontró cerrada. Contempló durante un minuto las arpas, las guitarras y las flores colocadas en jarrones de plata sobre consolas que se perdían en la penumbra de los espejos, y se acordó de la colegiala por la que tanto había suspirado seis años antes... ¿Rose? ¿Rosa? ¿Se llamaba así? ¿Habría sido más feliz con ella que con su pálida y fatal hermana?

Paseó un rato por Main Street —una más entre millones de calles mayores —y luego, impulsado por un sano apetito, entró en un restaurante no demasiado atractivo. Pidió un bistec con patatas asadas, pastel de manzanas y clarete. En el otro extremo de la sala, en uno de los taburetes rojos del rutilante bar, una elegante peripatética vestida de negro —cintura estrecha y falda ancha, sombrero Rubens de terciopelo negro, y guantes largos igualmente negros —sorbía por medio de una paja un brebaje dorado. El espejo de detrás del mostrador le enviaba, entre reflejos multicolores, la imagen confusa de su belleza rubia rojiza. Van se dijo que podría probarla, más tarde, pero cuando levantó la mirada ella había desaparecido.

Comió, bebió, reflexionó.

Se representaba el próximo encuentro con una franca alegría de corazón. ¿Podía existir medicina más tonificante? La idea de batirse con aquel payaso ridículo le procuraba un alivio inesperado, tanto más cuanto que Rack aceptaría, con toda seguridad, una buena zurra antes que un duelo. Las suposiciones y contrasuposiciones de Van a propósito de los detalles de aquel pequeño duelo podían compararse a los pasatiempos educativos ideados para los poliomielíticos, los dementes o los presos, por tantos administradores ilustrados, psiquiatras ingeniosos e instituciones caritativas, como la encuademación de libros o la inserción de abalorios azules en las órbitas de muñecas confeccionadas por otros criminales, otros enfermos u otros locos.

Van acarició en principio la idea de matar a su adversario: cuantitativamente, aquel resultado le habría proporcionado la más fuerte impresión de alivio; cualitativamente, anunciaba toda clase de complicaciones, tanto morales como legales. Herir solamente al capitán era caer en la torpeza de las medidas a medias. Decidió hacer algo artístico, original, como hacer caer de un hábil balazo la pistola sostenida por su advesario, o partir con una raya en medio el espeso cepillo de su cabellera.

De camino hacia el lúgubre Majestic compró diversas bagatelas. Tres pastillas de jabón redondas alojadas en un estuche oblongo, crema de afeitar en su tubo elástico y frío, diez hojas de afeitar, una gran esponja, y otra más pequeña, de caucho, una loción capilar, un peine, una botella para masaje facial, un cepillo de dientes en estuche de plástico, pasta dentífrica, tijeras, una pluma estilográfica, una agenda de bolsillo... ¿algo más...? ¡ah, sí! un pequeño despertador, cuya presencia tranquilizadora no le impidió pedir al conserje que le llamase a las cinco en punto.

Eran sólo las nueve de la noche, un día de finales de verano. Si le hubieran dicho que era una medianoche de octubre, no se habría extrañado. Acababa de vivir un día prodigiosamente largo: apenas llegaba a concebir que aquella misma madrugada un personaje fantasmagórico que parecía salido de alguna novela de Dormilona para criaditas le había hablado en el cuartito de los instrumentos de Ardis Hall, aparición temblorosa y medio desnuda. Se preguntó si la otra seguiría allí, todavía en pie, erguida como un campanario, aborrecida, adorada, sin corazón, con el corazón roto, adosada al tronco de árbol murmurante. Se preguntó si no debía, habida cuenta de la fiesta que le esperaba al día siguiente, escribirle una nota del estilo «cuando-recibas-ésta», impertinente, cruel, cortante como un cuchillo. No. Sería mejor escribir a Demon.

Querido papá:

A consecuencia de un insignificante altercado con un tal capitán Tapper, de la Villa de las Violetas, sobre el cual, por accidente, puse el pie en el pasillo de un tren, acabo de batirme a pistóla, esta mañana, en los bosques de Kalugano. A estas horas, habré dejado de existir. Aunque el estilo de este fin pueda hacer que se considere como una manera fácil de suicidarse, afirmo que ni mi duelo ni el inenarrable capitán tienen nada que ver con los sufrimientos del Joven Veen. En 1884, durante mi primer verano en Ardis, seduje a tu hija, que tenía entonces doce años. Nuestra tórrida aventura duró hasta mi regreso a Riverlane. Se ha remprendido cuatro años más tarde, el pasado mes de junio. Semejante dicha representa el principal acontecimiento de mi vida, y no me arrepiento de ella. Pero ayer descubrí que me había sido infiel. Y nos hemos separado. Creo que Tapper podría ser el tipo que hubo que expulsar de uno de tus clubs de juego por intento de violación oral en la persona del mozo de los lavabos, un viejo inválido desdentado, veterano de la primera guerra de Crimea. ¡Muchas flores, por favor!

Tu hijo, que te quiere,

VAN.

Releyó cuidadosamente la carta. Y, no menos cuidadosamente, la desgarró. La nota que deslizó por fin en el bolsillo de su chaqueta era mucho más corta:

Papá:

He tenido una pelea trivial con un desconocido, al que abofeteé, y me ha matado, en duelo, cerca de Kalugano. ¡Lo lamento!

VAN.

Lo sacó de su sueño el vigilante nocturno, que depositó en la mesilla de noche una taza de café y un «bollo de huevos» especialidad de Kalugano, y atrapó hábilmente la esperada chervonetz. Se parecía algo a Bouteillan, un Bouteillan diez años más joven y tal como precisamente acababa de aparecerse a Van en un sueño que éste se esforzaba en reconstruir lo más íntegramente que podía; en aquel sueño, el antiguo ayuda de cámara de Demon explicaba a Van que el dorque formaba parte del nombre de un río adorado era equivalente a la forma corrompida de hidroen dorófono. Van soñaba a menudo con palabras.

Se afeitó, desechó dos hojas manchadas de sangre que colocó en un gran cenicero de bronce, hizo de vientre con una consistencia perfectamente saludable, se dio un rápido baño, se vistió con diligencia, confió su maleta al conserje, pagó la cuenta, y, cuando daban las seis, se apretujó al lado del maloliente Johnny, de azuladas mejillas, en el Paradox de éste, un deportivo barato. Recorrieron cuatro o cinco kilómetros de la lúgubre orilla del lago: montones de carbón, casuchas de madera, casillas para los botes, una larga franja de fango negro y guijarroso, y, en la lejanía, por encima de la larga media luna de agua gris cubierta por la bruma otoñal, las humaredas rojizas de formidables fábricas.

—¿Dónde estamos, querido Johnny? —preguntó Van, mientras el coche, abandonando la órbita del lago, se metía en un camino suburbano bordeado por cabañas de madera y por pinos enlazados por festones de ropa tendida.

—En la carretera de Dorofey —gritó Johnny, sobre el estrépito del motor—. Lleva al bosque.

Así era. Van sintió una ligera punzada en la rodilla, en el punto donde, ocho días antes y en otro bosque, había chocado con una roca al ser ''atacado por la espalda. En el instante en que su pie se posaba en las agujas de pino del camino forestal, una mariposa de un blanco diáfano se deslizó ante sus ojos con las alas inmóviles. Y Van supo con absoluta certeza que y sólo le quedaban unos minutos de vida.