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Se volvió a su testigo, y dijo:

—Esta carta franqueada, contenida en un bello sobre del Majestic, va dirigida, como puede usted ver, a mi padre. Me la guardo en el bolsillo posterior del pantalón. Usted tendrá la bondad de depositarla inmediatamente en el correo si el capitán, que, según veo, acaba de llegar en una limusina bastante fúnebre, me matase accidentalmente.

Encontraron un claro adecuado, y los adversarios, armados con sus pistolas, se enfrentaron a la distancia de unos treinta pasos, en un combate singular que han descrito casi todos los novelistas rusos y prácticamente todos los novelistas rusos de ascendencia noble.

Cuando Arwin daba una palmada para anunciar a aquellos señores que podían tirar a voluntad, Van distinguió a su derecha un movimiento coloreado. Dos jóvenes espectadores asistían al encuentro: una niña gruesa y un niño con traje marinero, ambos con gafas, y con una cesta de setas entre los dos. No era el masticador de chocolate de Cordilla, pero se le parecía mucho. En el instante en que esa idea cruzaba por su mente, Van sintió el choque de la bala que acababa de llevársele todo el lado izquierdo del pecho (o, al menos, esa fue su impresión). Vaciló, pero recuperó el equilibrio, y, con hermosa dignidad, descargó su pistola entre la bruma dorada de la mañana. Su corazón latía de un modo regular, escupía saliva limpia, sus pulmones parecían intactos; pero un rabioso dolor le quemaba en la axila izquierda. La sangre se filtraba a través de sus vestidos y goteaba por la pernera de su pantalón. Se sentó en el suelo lentamente, con precaución, y se apoyó en el brazo derecho. Temía perder el conocimiento. Y quizá se desvaneció un breve instante, porque de pronto se dio cuenta de que Johnny le había cogido la carta y estaba a punto de guardársela en el bolsillo.

—Rompa eso, idiota —dijo Van, con un gemido involuntario.

El capitán se acercó y murmuró en tono abatido:

—Temo mucho que no está usted en condiciones de continuar.

—Y yo temo mucho —dijo Van— que usted no pueda esperar... —iba a decir: «no pueda esperar la segunda bofetada que le destino», pero le dio tanta risa que los músculos de la hilaridad se le contrajeron dolorosamente en el pecho, y tuvo que interrumpirse a mitad de la frase, inclinando la frente humedecida por el sudor.

Durante aquel tiempo Arwin estaba ocupado en transformar la limusina en ambulancia. Deshicieron periódicos para proteger el tapizado de los asientos, y el meticuloso capitán añadió algo que se parecía bastante a un viejo saco de patatas o algún otro tejido podrido en cualquier alacena. Sin duda aquello no era bastante todavía, porque, luego de volver a meter el brazo en el maletero del coche, gruñendo «¡qué sucio fregado!» (lo cual resultaba bastante exacto), se resignó a sacrificar el antiguo y mugriento impermeable sobre el que había muerto, en cierta ocasión, un perro decrépito, pero muy querido, durante su traslado al veterinario.

Por espacio de medio minuto, Van creyó seguir tendido en el asiento de la limusina, cuando ya se encontraba en la sala común del hospital de Vista del Lago (¡Vista del Lago!), entre dos hileras de pacientes varones, provistos de diversos vendajes, que roncaban, deliraban y gemían a cual mejor. Al advertirlo, su primera reacción fue indignarse y exigir que le trasladasen a la mejor palataprivada del lugar y que recogiesen en el Majestic su equipaje y su bastón de montañero. Después se informó acerca de la gravedad de su herida y de la probable duración de su invalidez. En tercer lugar recapituló las circunstancias que le habían obligado a visitar Kalugano (¡visitar Kalugano!). Su nueva residencia, donde monarcas desgraciados habían buscado en vano el sueño durante un alto en su ruta hacia el exilio, era una réplica en blanco de su apartamento del Majestic: muebles blancos, alfombra blanca, blancas cortinas de la cama. Como grabada sobre aquel fondo, Tatiana, joven enfermera notablemente bella y altiva, ofrecía a la admiración de Van su negra cabellera y su piel transparente (alguno de sus gestos y actitudes, y aquella armonía entre el cuello y los ojos que, siendo, como es, el verdadero secreto de la gracia femenina, no ha sido, hasta ahora, objeto de un profundo estudio, le recordaban a Ada, extrañamente, atormentadoramente; y trataba de huir de aquella imagen mediante una potente respuesta a los encantos de Tatiana, otro ángel torturador por derecho propio). La obligada inmovilidad prohibía a Van las persecuciones y arremetidas faunescas de las caricaturas de mal gusto. Le pidió que le diese masaje en las piernas, pero ella le observó con una rápida mirada de sus pestañeantes ojos oscuros y delegó la tarea en Dorofey, un enfermero de manos de acero para el cual resultaba un juego de niños sacar de la cama a Van, que se asía cogido a su poderoso cuello. En cierto momento, Van consiguió tocar un pecho de Tatiana, pero ésta le advirtió que se quejaría a quien fuera menester si se atrevía a repetir el gesto. Una exhibición de su estado, acompañada de la humilde solicitud de una caricia curativa no obtuvo otra respuesta, por parte de Tatiana, que la seca observación de que señores de la mejor sociedad habían tenido que cumplir largas condenas de cárcel por haber hecho aquella clase de demostraciones en parques públicos. No obstante, mucho tiempo después escribió a Van una carta melancólica y encantadora (tinta roja en papel rosa); pero, en el intervalo, Van había conocido otras emociones y vivido otras aventuras, y nunca volvió a ver a Tatiana.

La maleta le llegó pronto, pero el bastón no pudo ser encontrado (sin duda, en el momento en que escribo estará escalando las laderas del monte Wellington o sirviendo de apoyo a alguna caminante de Oregón). De modo que el Hospital le suministró su tercer bastón, un instrumento bastante bonito, nudoso, color cereza, con puño de cayado y contera de caucho negro. El doctor Fitzbishop felicitó a su enfermo por haber salido tan bien librado. Su herida sólo había interesado un músculo superficiaclass="underline" la bala se había limitado a arañarle el serrato mayor. El doctor Fitz comentó la maravillosa capacidad de recuperación de Van, ya demostrada, y le prometió que no necesitaría antisépticos ni vendajes en poco más de una semana a condición de que durante los tres próximos días estuviese tan quieto como un tronco de árbol. ¿Le gustaba la música? A los deportistas suele gustarles la música, ¿no? ¿Le gustaría tener una Sonorola al lado de la cama? No, no le gustaba la música; pero, ya que el doctor era un habitual de los conciertos, ¿no sabría dónde podía encontrar a un cierto señor Rack, habitante de Kalugano y músico? «Número cinco», respondió, inmediatamente, el doctor. Van interpretó aquella respuesta como el título sofisticado de alguna pieza musical, y repitió su pregunta. ¿Podría encontrar la dirección de Rack en Harper's, la tienda de música? Bueno, los Rack solían vivir en una casita de campo de Dorofey Road, cerca del bosque, pero ahora la tenían alquilada otros señores. La sala número cinco era el último asilo de los casos desesperado. El pobre muchacho había tenido siempre un hígado deplorable y un corazón no muy fino. Para colmo, una misteriosa intoxicación había aparecido últimamente en su organismo y el laboratorio local no acertaba a identificarla. Estaban esperando de Luga un análisis minucioso de sus excrementos, de un verde rana bastante extraño. Si el propio Rack se había administrado el veneno, no decía una palabra de ello. Era más verosímil que el autor del hecho fuese su mujer, que pacticaba más o menos el vudú hindo-andino y acababa de tener un trabajoso aborto en la sala de maternidad. Sí, trillizos, ¿cómo lo había adivinado? En cualquier caso, si Van estaba tan ansioso de visitar a su viejo amigo, en cuanto pudiese debía hacerse transportar por Dorofey en silla de ruedas a la sala número cinco, y así podría practicar un poco el vudú (¡ja, ja!) en su propia carne y su propia sangre.

El esperado día no tardó en llegar. Tras un largo viaje por los corredores, en los que se encontraba, trotando en sentido inverso, con gentiles criaturas sacudiendo termómetros, tras una subida seguida de un descenso en dos ascensores diferentes —el segundo, más espacioso, contenía una tapa negra con asas metálicas apoyada en la pared, y ramitas de acebo y laurel desperdigadas por el suelo, que olía a jabón—, Dorofey, como el cochero de Oneguin, dijo priehali(«hemos llegado»), y empujó suavemente a Van, pasando entre dos camas disimuladas con biombos, hasta una tercera, situada cerca de la ventana. Allí dejó a Van, fue a sentarse ante una mesita en la esquina de la puerta, y desplegó calmosamente un número de Golos (Logos), periódico en lengua rusa.