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—Soy Van Veen... Por si no está usted lo bastante lúcido para reconocer a alguien a quien sólo ha visto un par de veces. Según el registro del hospital, tiene usted treinta años. Yo le creía más joven, pero no importa, es una edad demasiado temprana para morir, lo mismo si se trata de un — tvoyu mat'— genio en agraz que de un completo canalla... o de ambas cosas a la vez. Como puede juzgar por el aire simple pero solícito de esta silenciosa sala, es usted, según la jerga que se utilice, un incurable o una rata en putrefacción. No hay adminículo de oxígeno que pueda evitarle la «agonía de la agonía», según el feliz pleonasmo del profesor Lamort. Los sufrimientos físicos que va usted a padecer, o que ya padece, son ciertamente prodigiosos, pero no son nada comparados con los de un probable más allá. El pensamiento del hombre, monista por naturaleza, no puede aceptar la idea de dosnadas. Reconoce unanada, la de su inexistencia biológica en el pasado infinito, patente en el absoluto vacío de su memoria. Esa nada, siendo, por decirlo así, pasada, se soporta sin demasiado trabajo. Pero la idea de una segunda nada —que quizá podría no ser tampoco tan insoportable— es lógicamente inaceptable. Cuando hablamos en términos de espacio podemos imaginar la realidad de un punto viviente perdido en la ilimitada unidad del espacio, pero semejante concepción no ofrece ninguna analogía con nuestra breve existencia en el tiempo, porque, por efímera que sea (¡treinta años son escandalosamente breves!), nuestra conciencia de existir no es un punto en la eternidad, sino una fisura, una falla, una grieta que se extiende a todo lo ancho del tiempo metafísico y lo parte en dos mitades y se dibuja, luminosa (por estrecha que sea), entre los dos tableros del antes y el después. Es decir, señor Rack, que podemos hablar del tiempo pasado, y, de una manera más vaga, pero que todavía nos es familiar, del futuro, pero nos es simplemente imposible considerar una segundanada, un segundo vacío. El olvido es como un espectáculo que se representa una sola noche. Hemos asistido a esa su única representación, ya no habrá una segunda vez. Debemos, pues, admitir la posibilidad de una forma de conciencia prolongada y desorganizada, y eso me lleva al punto al que que quería llegar, señor Rack, el Rack eterno, la Rackidad infinita podría no ser gran cosa, pero hay algo cierto: la única consciencia que persiste en el más allá es la consciencia del dolor. El pequeño «Rack» de hoy es el Rack infinito de mañana. Ich bin ein unverbesserlicher Witzbold.Podemos imaginar (creo que incluso deberíamos imaginar) pequeños racimos de partículas a las que sigue vinculada la personalidad de Rack y que vuelven a encontrarse acá y allá en el más allá, y se adhieren unas a otras, quién sabe cómo, quién sabe dónde —aquí, la red de los dolores de muelas de Rack; allá, un paquete de pesadillas de Rack—, como los oscuros grupúsculos de refugiados de algún país borrado del mapa que se buscan y se aglutinan para lograr un poco de calor fétido, o alguna grasienta limosna, o el recuerdo compartido de indecibles torturas en los campos de Tartaria. Debe ser un especial suplicio para un viejo tener que esperar al extremo de una larga cola ante un lejano urinario. Pues bien, herrRack, aventuro la probable opinión de que las células sobrevivientes de su Rackidad senil formarán el mismo cortejo de suplicios, y, en el terror y los tormentos de la noche infinita, no alcanzarán jamás, jamás, la fosa inmunda atrozmente deseada. Desde luego, si usted hubiese practicado la novela contemporánea y gustase de la jerga de los escritores británicos, podría contestarme que un afinador de pianos salido de la lower middle class(pequeña burguesía) que se enamora de una joven disoluta de la upper class(alta sociedad) y destruye, así, de un golpe, su propia familia, no merece por ese crimen el mismo castigo que un visitante de paso...

Con un gesto que no nos es desconocido, Van renunció al borrador de su discurso y pasó a decir:

—Abra los ojos, señor Rack. Soy yo, Van Veen. Una visita.

Durante unos instantes el largo rostro de palidez de cera, mejillas hundidas, nariz más bien gruesa, mentón más bien redondeado, permaneció desprovisto de toda expresión. Pero los hermosos ojos se habían abierto; los ojos elocuentes, ambarinos, límpidos, de largas pestañas patéticas. Después, una débil sonrisa agitó vagamente sus partes bucales, y extendió una mano, sin levantar la cabeza de la almohada, protegida por un rectángulo de tela encerada (¿por qué encerada?).

Van, sentado en su silla de ruedas, puso sobre Rack la punta de su bastón, y el enfermo se asió a ella y la palpó cortésmente creyendo que le ofrecían un apoyo.

—No, todavía no puedo andar ni un paso —dijo muy claramente, con el acento alemán que, sin duda, constituiría el grupo más duradero de sus células fantasmas.

Van retiró su arma inútil y, tratando de dominarse, asestó un golpe sordo al estribo de su cochecito. Dorofey levantó los ojos de su periódico... y volvió a sumergirse en la lectura de un artículo que le interesaba mucho: «Un cerdito inteligente» (extracto de las memorias de un amaestrador), o «La guerra de Crimea: los guerrilleros tártaros ayudan a las tropas chinas». En el mismo instante una minúscula enfermera salía de detrás del biombo más lejano para volver a desaparecer en seguida.

¿Va a pedirme que le transmita un mensaje? ¿Me negaré? ¿Aceptaré... para no transmitirlo?

—¿Se han ido ya todos a Hollywood? Dígamelo, por favor, barón von Wien.

—No sé nada. Probablemente, sí. En realidad, yo...

—Porque he enviado mi última melodía para flauta y una carta a toda la familia y no he recibido respuesta. Ahora tengo que vomitar. Llamo yo mismo.

La microscópica enfermera, encaramada en unos tacones blancos de altura prodigiosa, desplegó un biombo ante el lecho de Rack, separándole del melancólico joven dandy recién afeitado, ligeramente herido y recosido, a quien el eficaz Dorofey se llevó de la habitación.

Al volver a la suya, clara y fresca, donde el sol y la lluvia jugaban a luces en el cristal de la ventana entreabierta, Van, con pie todavía inseguro, se acercó al espejo, se sonrió a sí mismo en señal de bienvenida y se metió en la cama sin ayuda de Dorofey. La encantadora Tatiana entró y le preguntó si deseaba una taza de té.

—Preciosa —dijo Van—, es usted lo que deseo. Mire esta «sólida torre».

—¡Si usted supiese —dijo Tatiana, mirándole por encima del hombro— cuántos enfermos lascivos me insultan de esa manera...!

Escribió a Córdula una breve carta, diciendo que había sufrido un pequeño accidente, que ocupaba el apartamento de los príncipes caídos en el Hospital Vista del Lago, de Kalugano, y que el martes siguiente se pondría a sus pies. Escribió a Marina una nota aún más corta, en francés, para darle las gracias por el delicioso verano que había pasado en Ardis Hall —nota que, luego de reflexionar, decidió que enviaría desde manhattan al Pisang Palace Hotel de Los Ángeles—. Y, finalmente, redactó una tercera carta, ésta dirigida a Bernard Rattner, su mejor amigo de Chose y sobrino del gran Rattner. «Tu tío tiene honestos puntos de vista —escribió, entre otras cosas—, pero pronto pienso demolérselos.»