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El lunes, hacia mediodía, Van fue autorizado a sentarse en aquella tumbona colocada sobre el césped que, durante días, había contemplado envidiosamente desde su ventana. El doctor Fitzbishop le había dicho, frotándose las manos, que el laboratorio de Luga creía que se trataba del peligroso, pero no mortal, arethusoides, pero que aquello no tenía ninguna importancia práctica, porque había todas las razones para creer que el infortunado maestro de música y compositor no sólo no pasaría la noche en Demonia, sino que llegaría a Terra —¡ja-ja! —a tiempo para rezar las vísperas. El doctor Fitz era lo que se llama en ruso un poshlyak(espíritu vulgar y pretencioso), y por alguna oscura razón Van sintió alivio al no poder gozarse en el martirio del desgraciado Rack.

Un gran pino proyectaba su sombra sobre Van y sobre el libro que estaba leyendo. Lo había descubierto en un estante entre obras de medicina, cuentos policíacos manoseados y una selección de cuentos de Monparnasse titulada La Rivière de diamants. El volumen desparejado de los Anales de la ciencia modernaque había elegido contenía un intrincado ensayo de Ripley sobre «La estructura del espacio». Van se batía desde hacía unos días con sus fórmulas y diagramas, y ahora tenía que rendirse a la evidencia de que no habría logrado dilucidar todas las dificultades antes de su salida del hospital, prevista para la mañana siguiente. Se sintió tocado por un cálido rayo de sol, y, dejando caer el volumen rojo, se levantó de su asiento: Conforme recobraba la salud, la imagen de Ada se fortalecía de nuevo en él, como una ola amarga y brillante dispuesta a engullirle. Le habían quitado las vendas; su torso ya sólo estaba envuelto en una especie de camiseta de franela, muy ajustada y gruesa, pero que no llegaba a protegerle contra la flecha envenenada de Ardis. Arrowhead Manar, El Castillo de la Flecha, Flesh Hall.

Dio algunos pasos sobre el césped estriado de sombras. Su pijama negro y su bata granate le daban demasiado calor. Un muro de ladrillos separaba de la calle aquella parte del jardín, y una puerta de doble batiente se abría a una cinta de asfalto que describía un arco hasta la entrada principal del alargado edificio del hospital. Van iba a regresar a su tumbona cuando un elegante coche, de cuatro puertas y con carrocería gris perla, apareció en el camino de entrada y se detuvo ante él. La portezuela se abrió antes de que el chófer, un hombre maduro con guardapolvo y botas altas, tuviese tiempo de ofrecer la mano a Córdula, que saltó al césped y se lanzó hacia Van con movimientos de bailarina. Él la recibió con entusiasmo, la estrechó entre sus brazos, besó sus mejillas rojas y ardientes y amasó su cuerpo suave y felino, protegido por un vestido de seda negra. ¡Deliciosa sorpresa!

Córdula venía de Manhattan y había hecho todo el recorrido a cien kilómetros por hora, temiendo que Van hubiese abandonado ya el hospital, aunque él le había escrito que su partida estaba fijada para el día siguiente.

—¡Una idea! —exclamó Van—. Me llevas contigo, en seguida. Sí, tal como estoy.

—O.K. —dijo Córdula—. Vivirás en mi casa. Tengo una bonita habitación de invitados.

Era una buena jugadora, la pequeña Córdula de Prey. Un instante después Van estaba sentado a su lado, en el coche que hacía marcha atrás, para dirigirse a la puerta. Dos enfermeras les persiguieron a la carrera, gesticulando, y el chófer preguntó en francés si la condesa deseaba que se detuviera.

—¡No, no, no! —gritó Van, con una explosión de alegría. Y escaparon a toda velocidad.

Córdula, que no había llegado a recuperar el aliento, dijo:

—Mi madre me ha llamado desde Malorukino (era la casa de campo propiedad de los de Prey en Malbrook, Mayne). Los periódicos locales decían que habías tenido un duelo. ¡Pero tienes un aspecto sólido como una torre! ¡Me alegro mucho! Sabía que había pasado algo desagradable, porque el pequeño Russel —¿recuerdas?, el nieto del doctor Platonov —te vio, desde la ventanilla del tren, pegando a un oficial en el andén. Pero, ante todo, Van — net, pozhaluysta, on nas vidit(no, por favor, que nos ven)—, tengo una triste noticia que darte. El joven Fraser, que acaba de ser repatriado desde Yalta, vio morir a Percy el segundo día de la invasión, menos de una semana después de haber salido del aeródromo de Goodson. Fraser te contará toda la historia (siempre añade al relato unos detalles cada vez más atroces). No creo que se haya cubierto de gloria en el combate, y, sin duda, trata de embellecer las cosas.

Bill Fraser, hijo del juez Fraser de Wellington, había asistido a la muerte de Percy de Prey desde una zanja providencial disimulada por nísperos y otros arbustos. Naturalmente, nada había podido hacer para salvar al jefe de su pelotón. Por varias razones, que enumeró concienzudamente en su informe, pero que sería muy fastidioso y embarazoso recoger aquí. Percy había sido herido en un muslo durante una escaramuza con guerrilleros khazar, en una hondonada cercana a Chew-Foot-Calais, pronunciación americana de Chufutkale, nombre de un espolón rocoso fortificado. Quedó convencido, con esa extraña seguridad de los que están ya en manos de la muerte, de que había salido del paso con una herida superficial. Perdía tanta sangre que se desmayó (como lo hizo el propio Fraser) al tratar de dirigirse reptando, o más bien retorciéndose, hacia el refugio de un bosquecillo de robles y de arbustos espinosos, donde otro herido ya se había instalado cómodamente. Cuando recuperó el conocimiento, dos minutos más tarde, Percy, todavía el conde Percy de Prey, se dio cuenta de que no estaba solo en su rudo lecho de hierbas y guijarros. Un viejo tártaro de cara sonriente, que llevaba, con su beshmet, pantalones vaqueros americanos (conjunto heteróclito, pero que producía un cierto alivio), le contemplaba con mansedumbre, acurrucado junto a él. Bedniy, bedniy(mi pobre amigo), murmuraba aquel buen hombre, sacudiendo la cabeza afeitada. ¿ Bol'no? (¿duele?). Percy contestó, en su ruso igualmente primitivo, que no se sentía muy mal herido. Karasho, karasho, ne bol'no(bueno, bueno), dijo el amable viejo; y así diciendo, recogió la pistola que Percy había dejado caer, la examinó con ingenuo placer y le disparó un balazo en la sien. Uno se pregunta, uno se preguntará siempre, qué serie de impresiones, breve y rápida, pudo experimentar la víctima (serie de impresiones que debe estar registrada en algún lugar, en alguna forma desconocida, en una vasta biblioteca de últimas impresiones recogidas en microfilm) entre dos momentos esenciales: en el caso que nos ocupa, aquél en que nuestro amigo ve esas arruguitas amistosas y casi algonquinas que irradian para él sobre un cielo azul como el de Ladore, y aquel otro en que las fauces de acero penetran brutalmente en la piel tierna y en el hueso que estalla. Uno puede imaginar una especie de suitepara flauta cuyos diferentes movimientos llevarían por título: Estoy vivo —¿quién es? —un civil —simpatía —sed —hija con cántaro —¡la pistola es mía! —¡no!—, et cétera. O, mejor, nada de cétera... Mientras tanto, Bill Brazo Quebrado, reventando de miedo, reza a su divinidad romana para que permita que el tártaro acabe su obra y se marche. Naturalmente, el descubrimiento en la misma banda de pensamientos —quizás a continuación del cántaro —de algún reflejo, alguna sombra, algún aguijonazo de Ardis, hubiese constituido un detalle inestimable.

—¡Qué extraño! ¡Qué extraño! —murmuró Van, cuando Córdula le contó la aventura, en una versión mucho menos elaborada que aquélla con la que más tarde le obsequiaría Bill Fraser.