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¡Extraña coincidencia! O bien las fatales flechas de Ada estaban en juego, o bien, de un modo u otro, Van había conseguido eliminar a sus desgraciados rivales en un duelo con un maniquí.

Y lo que era aún más extraño es que, al escuchar hablar a la pequeña Córdula, Van no experimentaba ninguna singular emoción, a no ser, tal vez, una especie de asombro neutro. Hombre de un solo camino en asuntos de placer, el extraño Van, el hijo del extraño Demon, se preocupaba de momento bastante más por la perspectiva de poseer a Córdula tan pronto como le fuese humana y humanitariamente posible, satánica e itinerariamente realizable, que en deplorar la suerte de un muchacho a quien apenas había conocido. Y aunque vio una o dos veces brillar una lágrima en los ojos azules de Córdula, sabía muy bien que la chica no había tratado mucho —y, desde luego, no había amado— a su primo segundo.

Córdula dijo a Edmond:

—Párese en Luga, cerca de... ¿cómo se llama?, sí, Albion, la tienda pour messieurs.

Y como Van, contrariado, deplorase no poder reintegrarse a la civilización en pijama, ella le respondió, en un tono que no admitía réplica:

—Voy a comprarte alguna ropa, mientras Edmond se toma un café.

Córdula adquirió un pantalón y un impermeable, mientras Van, enclaustrado en el coche, la esperaba con impaciencia. Con el pretexto de que ahora tenía que cambiarse de ropa, pidió a Córdula que le condujese a un lugar apartado, mientras Edmond, donde quiera que estuviese, se tomaba otro café.

Tan pronto como llegaron a un lugar propicio, Van tomó a Córdula sobre sus rodillas y la poseyó muy cómodamente, con tales aullidos que la chica se sintió conmovida y halagada.

—¡Despreocupada Córdula! —comentó alegremente la despreocupada Córdula—. Esto significará seguramente otro aborto..., otro pequeño fantasma, como decía la doncella de mi pobre tía cada vez que le ocurría eso. ¿Es que he dicho algo que esté mal?

—¡No, no, nada! —dijo Van, besándola con ternura. Y regresaron al café.

XLIII

Van hizo una cura de un mes en el apartamento de Córdula, en la avenida Alexis, Manhattan. Muy cortésmente, Córdula visitaba a su madre dos o tres veces por semana en su castillo de Malbrook. Van no la acompañaba allí, como tampoco a las múltiples reuniones de sociedad a las que asistía en la ciudad, porque era un pequeño ser frívolo y ávido de diversiones. No obstante, Córdula renunció a algunas fiestas y se mantuvo decididamente apartada de su último amante, el doctor F. S. Fraser, psicotécnico de moda y primo del feliz compañero de armas de P. de P. Van habló varias veces por teléfono con su padre (que se dedicaba a un profundo estudio de los casinos mejicanos) y le gestionó diversos asuntos en la ciudad. Invitaba con frecuencia a Córdula a los restaurantes franceses del lugar y la llevaba a ver películas inglesas y tragedias varangianas, todo lo cual resultaba plenamente satisfactorio: Córdula saboreaba cada bocado, cada trago, cada palabra graciosa, cada suspiro, y Van se maravillaba del rosa aterciopeldo de sus mejillas y del límpido azul celeste de sus ojos, pintados como para una fiesta permanente, a los que una diadema de espesas pestañas de negro azulado, cuya curva se prolongaba hasta la comisura de los párpados, añadía lo que entonces se llamaba el «oblicuo arlequín».

Un domingo, mientras Córdula descansaba indolente en su baño perfumado (encantador espectáculo, singularmente nuevo para su huésped y que hacía las delicias de éste dos veces al día), Van, posando «en academia» (su nueva enamorada creía de buen tono sustituir por esta divertida locución la palabra «desnudo»), trató, por primera vez después de un mes de abstinencia forzosa, de caminar sobre las manos. Creía haber recuperado sus fuerzas y su destreza, y se puso alegremente en «primera posición» en medio de la terraza inundada de sol. Un segundo más tarde yacía de espaldas. Hizo un nuevo intento, y también perdió el equilibrio. Su brazo izquierdo se había quedado más corto que el derecho (impresión errónea, pero pavorosa). Se preguntó si algún día volvería a ser capaz de bailar sobre las manos. King Wing le había advertido que si permanecía dos o tres meses sin practicar podía perder definitivamente el secreto de un arte tan excepcional. El mismo día (ambos desagradables episodios deberían quedar enlazados para siempre en su memoria), Van cogió el dorófono al oír una llamada: una voz cavernosa, que tomó por la voz de un hombre, preguntaba por Córdula. Error: era una antigua amiga de pensión. Córdula fingió estar encantada de oírla, pero, a la vez, hacía guiños a Van por encima del receptor, y se excusaba, alegando numerosos e inverosímiles compromisos.

—Es una chica espantosa —exclamó, después de la melodiosa despedida—. Se llama Vanda Broom, y hace poco he sabido lo que nunca había sospechado en el pensionado: que es una verdadera tribadka. La pobre Grace Erminin me ha revelado que, en Brownhill, Vanda no dejaba de darle pasadas, a ella ya... otra chica. Mira, aquí hay una fotografía suya.

La voz de Córdula se había transformado súbitamente. Puso ante los ojos de Van un álbum del colegio coquetonamente encuadernado, fechado en la primavera de 1887 y que Van ya había visto en Ardis, pero sin fijarse en el rostro sombrío y en las gruesas cejas de la pobre Vanda. De todas maneras, aquello ya no tenía ninguna importancia. Y Córdula no tardó en guardar el álbum en un cajón. Pero Van se acordaba muy bien de que, entre otras contribuciones más o menos recatadas, contenía un astuto pastiche de la distribución de los párrafos y los finales de capítulo de Tolstoi, compuesto por Ada Veen; y, bajo su foto, muy relamida, había añadido esta cuarteta, característica de su estilo:

He aquí la parodia de una vieja mansión,

he aquí sus estancias y todas sus verandas,

y la gigante fronda propia de la estación

de los jacarandás de Ardis y sus demandas.

¡Ninguna importancia, ninguna importancia! ¡Rómpelo y olvida! Pero una mariposa en el parque, o una orquídea en el escaparate de unos almacenes, resucitaban todas las cosas en un deslumbramiento interior de violenta desesperación.

Van pasaba la mayor parte de sus horas de actividad en la Biblioteca Pública, aquel admirable y formidable palacio de columnas de granito, separado del dulce nido de Córdula por muy pocas calles. Hay una irresistible tentación a comparar las náuseas, los extraños anhelos, los éxtasis complicados que acompañan a la elaboración del primer libro de un joven autor con las impresiones experimentadas por una mujer encinta. Van se encontraba todavía en el estadio nupcial. Más tarde (si queremos llevar adelante la metáfora) conocería el coche-cama de la sucia desfloración, la primera terraza de los desayunos en la luna de miel, con la primera avispa. Córdula no podía ser comparada, en ningún sentido, a la musa de nuestros poetas. Pero el camino de regreso a su apartamento, al anochecer, a paso de paseo, combinaba, de muy agradable manera, el eco del trabajo realizado y la promesa de próximas caricias. Van veía venir con un particular placer aquellas noches en que Córdula hacía subir una cena selecta del «Mónaco», famoso restaurante situado en el entresuelo del alto edificio que quedaba coronado por el ático y la gran terraza de Córdula. La dulce trivialidad de su pequeño romance era para Van un estímulo mucho más eficaz que la compañía de Demon, cuya agitación y cuyo ardor no conocían punto de reposo (padre e hijo se encontraron pocas veces en Manhattan, pero pronto iban a pasar dos semanas juntos, en París, antes del regreso de Van a Chose).