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Aparte del parloteo —un parloteo mariposante—, Córdula no tenía conversación; y eso también facilitaba la vida. Instintivamente, había comprendido en seguida que Ada y Ardis eran palabras que no debía pronunciar nunca. Van, por su parte, no se hacía la menor ilusión acerca de los sentimientos que ella alimentaba a propósito de él. Córdula no le amaba verdaderamente. Su cuerpecito rosa, tierno, suave y almohadillado resultaba delicioso de acariciar, y el no disimulado asombro que le producían el vigor y la variedad de las proezas amorosas de su amante proporcionaban un no despreciable bálsamo a lo que Van conservaba aún de vanidad viril. Córdula dormitaba entre dos besos. Van, cuando no conseguía dormir, cosa que ahora le ocurría bastante a menudo, se retiraba al salón para consultar sus libros y hacer anotaciones, o bien recorría en todas direcciones la terraza abierta, bajo una bruma de estrellas, en recogida meditación, hasta que el primer tranvía ponía sus tintineos y chirridos en el abismo renaciente de la gran ciudad.

Cuando, en los primeros días de septiembre, dejó Manhattan, con destino a Lute, Van Veen estaba ya en estado interesante.

SEGUNDA PARTE

I

En el aeropuerto de Goodson, en uno de los grandes espejos de la sala de espera rococó, Van descubrió el sombrero de seda de su padre, el cual le esperaba sentado en una butaca de imitación madera-mármol, detrás de un periódico abierto en el que se leía, en letras invertidas, «CRIMEA... CAPITULACIÓN». En el mismo momento, un hombre cubierto con un impermeable y cuyo rostro rosado, algo porcino, no le era desagradable, se aproximó a Van. Era el representante de una famosa agencia internacional, la CMC, que se encargaba de la entrega en propia mano de Cartas Muy Confidenciales. Tras un primer movimiento de sorpresa, Van reflexionó que Ada Veen, una de sus últimas amantes, no podía haber elegido un medio más smart(en todos los sentidos de la palabra) de hacerle llegar un mensaje. Aquel sistema de transmisión, insensatamente precioso o insensatamente preciado, era una garantía de absoluto secreto: ni la tortura ni el hipnotismo habían logrado quebrantarlo en las horas sombrías de 1859 y se decía que el presidente Gamaliel, cuando iba a París (lo que, ¡ay!, no hacía ya con tanta frecuencia como en otros tiempos), y el rey Victor de Inglaterra, en sus visitas (todavía bastante frecuentes) a Cuba o a Hécuba, y, por supuesto, el vigoroso lord Goal, virrey de Francia, en sus alegres paseos por Canadia, preferían confiarse a la infalibilidad prodigiosamente discreta y —digámoslo— casi sobrenatural de la CMC, antes que a las facilidades oficiales que se ofrecen a la sexualidad famélica de los potentados deseosos de engañar a sus esposas. El mensajero de hoy se hacía llamar James Jones, una fórmula cuya absoluta falta de connotación la convertía en un seudónimo ideal, aun en el caso de que fuese su verdadero nombre. En el espejo, la impaciencia comenzaba a batir sus alas, pero Van se prohibió cualquier reacción precipitada, y, para ganar tiempo (porque, al haberle sido presentadas por separado las armas de Ada, comprendía que tenía que decidir si aceptaba o no su carta), empezó por examinar atentamente la insignia en forma de as de corazones que J. J. enarbolaba con disculpable orgullo. El joven detective rogó a Van que abriese la carta, se asegurase de su autenticidad y firmase en una tarjeta, que inmediatamente desapareció en algún bolsillo o bolsa marsupial oculta en sus ropas o en su anatomía. Las impacientes exclamaciones de bienvenida de su padre (envuelto, para su viaje a Francia, en una capa negra con forro de seda escarlata) decidieron finalmente a Van a interrumpir su diálogo con James y a tomar la carta, que deslizó en su bolsillo (y leyó algunos minutos más tarde, en los lavabos, antes de ocupar su plaza en el avión trasatlántico).

—Las acciones suben casi en vertical —dijo Demon—. Nuestros triunfos territoriales, etc., etc. Un gobernador norteamericano, mi amigo Bessborodko, va a instalarse en Besarabia, y un gobernador británico, Armborough, va a gobernar en Armenia. Te he visto abrazado a tu condesita cerca del parque de estacionamiento. Si te casas con ella, te desheredo. Está muy por debajo de nuestro nivel.

—De aquí a un par de años —dijo Van —entraré en posesión de mis propios milloncetes (se refería a la fortuna que Aqua le había dejado). Pero no tienes que preocuparte, hemos interrumpido, de común acuerdo, nuestras relaciones por una temporada... hasta que yo vuelva a vivir en su girlinière(argot de Canadia).

Demon, no poco orgulloso de su olfato, quiso saber si Van, o bien su amiguita, tenían dificultades con la policía. Y al mismo tiempo indicó, con un movimiento de cabeza, hacia Jim o John, mientras éste, que tenía algún otro mensaje que entregar, esperaba sentado ojeando el periódico (Crimen... Copulación... Besarmenia...).

—¿Por qué gris? —preguntó Demon, refiriéndose al gabán de Van—. ¿Y por qué ese corte militar? Ya es demasiado tarde para alistarse.

—Yo no podría alistarme. En la caja de recluta me mandarían a casa.

—¿Cómo va la herida?

Komsi-komsa.Ahora parece que el cirujano de Kalugano me ha hecho una chapuza. La cicatriz se ha vuelto roja y sanguinolenta, sin ninguna razón, y tengo un bulto en la axila. Habrá que recurrir otra vez a la cirugía... pero ahora será en Londres, donde los carniceros cortan mucho mejor. Pero, ¿dónde está aquí el mestechko? ¡Ah, ya lo veo! Encantador: una genciana en la puerta de caballeros y un helecho hembra en la otra. ¡Corramos al herbario!

Van no contestó a la carta, y, quince días más tarde, John James, disfrazado esta vez de turista alemán (pseudo- tweeda cuadros de la cabeza a los pies), entregaba a Van un segundo mensaje en pleno Louvre, ante el Bateau ivredel Bosco, aquél en que se ve a un bufón vaciando su copa en los obenques. (¡Dan, el pobre viejo, lo creía más o menos inspirado en el poema satírico de Brandt!)

Van no deseaba contestar, aunque, según observó el honrado mensajero, el importe de la respuesta estaba incluido en el precio del mensaje.

Nevaba, pero James, en un acceso de abstracta obstinación, de pie ante la puerta de la elegante casita de campo de Van en el Ranta, cerca de Chose, se abanicaba con una tercera carta. Van le rogó que dejase de llevarle mensajes.

En el curso de los dos años siguientes dos misivas más le fueron entregadas, ambas en Londres, en el vestíbulo del Albania Palace Hotel, por otro emisario de la CMC, un señor maduro, con sombrero hongo, cuyo aspecto prosaico y propio de un empresario de pompas fúnebres quizás irritase menos al señor Van Veen, según el modesto y sensible Jim, que el de un detective privado de novela. Una sexta carta llegó a Park Lane por la vía normal. El conjunto de estos escritos (a excepción del último, que trataba exclusivamente de las empresas escénicas y cinematográficas de Ada) es reproducido en las páginas siguientes. Ada desdeñaba las fechas; pero hemos podido restablecerlas aproximadamente.

[Los Angeles, primeros días de septiembre de 1888]

Tienes que perdonarme por haber hecho uso de un medio tan snob, y, al mismo tiempo, tan vulgar, de hacerte llegar una carta; pero no he podido encontrar otro más seguro.

Al decirte que me era imposible hablarte y que te escribiría, quería decir que no me habría sido posible encontrar sin reflexión las palabras precisas: te imploro. Me daba cuenta de que no había podido sacar de mí esas palabras, ni disponerlas en su orden conveniente. Te imploro. Me daba cuenta de que una palabra inoportuna o mal colocada me sería fatal, que te alejarías de mí, como lo has hecho, y que volverías a marcharte, una vez, y otra, y otra. Te imploro: intenta comprender todo lo que suflo [así, en lugar de «sufro». Nota del editor]. Pero ahora creo que hubiera debido arriesgarme a hablar, a tartamudear, porque descubro que me es igual de difícil, de espantosamente difícil, poner en letra escrita mi corazón y mi honor. Y aún más difíciclass="underline" porque, al hablar, un balbuceo puede servirnos de velo; podemos invocar un accidental defecto de pronunciación, como la liebre ensangrentada a la que un disparo ha volado media mandíbula, o bien podemos zigzaguear y mejorar la posición, mientras que sobre un fondo de nieve (aunque sea la nieve azul de este papel de cartas) los desatinos quedan grabados en rojo y son definitivos. Te imploro.