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Una cosa debe quedar bien establecida, de una vez para todas, irreversiblemente. No he amado, ni amo, ni amaré a nadie más que a ti. Te imploro y te amo con un sufrimiento y una pasión que durarán siempre, amor mío. Ti tut stoyal (tú viviste aquí), en este karavansaray, Van presente en el corazón de todas las cosas, siempre, siempre tú, cuando yo no debía tener más de siete u ocho años. ¿No es así?

[Los Ángeles, mediados de septiembre de 1888]

Ésta es mi segunda llamada iz ada (desde el Hades). De un modo extraño, me he enterado el mismo día y por tres fuentes diferentes, de tu duelo en K., de la muerte de P. y de tu convalecencia en casa de su prima («felicis», como nos decíamos ella y yo). La he telefoneado y me ha dicho que habías salido para París, y que también R. había muerto, no a tus manos, como creí al principio, sino a las de su mujer. Ni él ni P. habían sido técnicamente amantes míos, pero eso ya no tiene importancia, ahora que los dos están en Terra.

[Los Ángeles, 1889]

Seguimos en el albergue rosa-caramelo y verde-pisang en el que tú te hospedaste una vez con tu padre, quien, dicho sea de paso, es extraordinariamente amable conmigo. Me gusta viajar con él. Hemos ido a jugar a Nevada, la ciudad que rima con mi nombre; pero tú también estás allí, como el río legendario de la Vieja Rus. ¡Da! Oh, Van, escríbeme una cartita. ¡Me esfuerzo tanto en complacerte! ¿Quieres alguna otra (desesperada) pequeña noticia? El nuevo director-espiritual artístico de Marina define el Infinito como el punto más alejado de la cámara cuya imagen no está aún desenfocada. Marina tiene que hacer el papel de Varvara, la monja sorda (que es, en cierta manera, la más interesante de las Cuatro Hermanas de Chejov). De acuerdo con el precepto de Stan, según el cual el actor debe impregnarse de su personaje hasta en los detalles de la vida cotidiana, en el comedor del hotel quiere seguir siendo Varvara, bebe el té v prikusku («mordisqueando» azúcar entre sorbo y sorbo) y finge comprender mal lo que se le pregunta, de la misma curiosa forma que tiene Varvara de fingir estupidez (un doble embrollo que importuna a todo el mundo, pero que, no sé por qué, hace que yo me sienta más hija suya de lo que me sentía en los tiempos de Ardis). En conjunto, tiene aquí un gran éxito. Le han dado (no del todo gratis, me temo) un bungalow especial en la Universal City, con el rótulo MARINA DURMA-NOVA. En cuanto a mí, sólo soy una criada episódica que aparece fugazmente en un western de cuarto orden, moviendo las caderas entre borrachos que golpean en las mesas; pero no me disgusta el ambiente de Houssaie, su arte concienzudo, sus caminos sinuosos bordeando colinas, y un pueblo artificial con sus calles y su plaza pública, y un letrero malva en una casa de madera muy adornada, y, a medio día, los extras con trajes de época haciendo cola ante una cabina de cristal. Sólo yo no tengo a quién telefonear.

A propósito de conferencias, la otra noche vi, con Demon, una maravillosa película ornitológica. Nunca había captado el hecho de que los suimangas paleotropicales (busca en el Austin) son «mimotipos» de los colibríes del Nuevo Mundo, y de que todos mis pensamientos, amor mío, son los mimotipos de los tuyos. ¡Ya sé, ya sé! Ya sé que has dejado de leer al llegar a «ornitológica»... como en los viejos tiempos.

[¿California?, 1890]

Sólo te amo a ti, sólo soy dichosa pensando en ti. Eso es tan cierto, tan real, como mi conciencia de existir. Eres mi alegría y mi mundo. Sin embargo... ¡oh, no te acuso...! sin embargo, Van, tú eres responsable (o, lo que es lo mismo, el Destino es responsable a través de ti) de haber hecho brotar en mí, cuando no era más que una niña, una fuente de frenesí, un furor de la carne, una irritación insaciable... El fuego que tú encendiste ha dejado su huella en el punto más vulnerable, perverso y sensible de mi cuerpo. Ahora tengo que pagar el exceso de vigor prematuro con que irritaste la herida roja, como la madera chamuscada tiene que pagar su paso por el fuego. Al encontrarme privada de tus caricias pierdo todo dominio sobre mis nervios, no existe otra cosa que el éxtasis del frotamiento, el efecto persistente de tu aguijón, de su delicioso veneno. No te acuso: te digo la razón de que el deseo me consuma y de que no pueda resistir al impacto de otra carne, la razón de que nuestro pasado común engendre olas de traiciones sin término. Eres libre de descubrir en todo esto los síntomas específicos de una erotomanía avanzada; pero hay algo más que eso, porque existe un remedio bien sencillo para mis males, para mis congojas, un extracto de arilo escarlata, la carne del tejo, tú, sólo tú. Yo constato, como decía tu querida Cenicienta de Turba (ahora señora de Trofim Fartukov), que estoy siendo al mismo tiempo tímida y obscena. Pero todo esto lleva a una importante, muy importante comunicación: Van, je suis sur la verge (otra vez Blanche) de una abominable aventura amorosa. Podría salvarme de manera instantánea. Toma la más rápida máquina voladora que puedas alquilar y ven derecho a El Paso. Tu Ada estará esperándote, agitando la mano como una loca. Y seguiremos viaje juntos en el New World Express —en un apartamento que yo habré conseguido —hasta el último confín ardiente de Patagonia, el Promontorio del Capitán Grant, una casa de campo en Verna, mi joya, mi agonía... Envíame un aerograma, con una sola palabra, en ruso, el final de mi nombre: ¡da!

[Arizona, verano de 1890]

Fue la compasión, sólo la compasión (jalost’) de una joven rusa, lo que me empujó hacia R. (a quien los críticos musicales están ahora «descubriendo»). Él sabía que moriría joven. A decir verdad, sólo le he conocido en estado de cadáver. Ni una sola vez, te lo juro, ha sabido ponerse a la altura de las circunstancias, ni siquiera cuando yo le manifestaba abiertamente mi emocionada no-resistencia. Porque yo, ¡ay!, estaba llena hasta el borde de una vitalidad que la falta de Van no me permitía satisfacer, e incluso había considerado la posibilidad de comprar los servicios de algún joven mujik bien brutal, cuanto más brutal mejor. Y, en el caso de P., yo podría justificar mi sumisión a sus besos (primero, trivialmente afectuosos; luego, crecientemente expertos y salvajes, y, finalmente, impregnados de mi propio olor cuando sus labios regresaban a mi boca, círculo vicioso que comenzó a girar en los primeros días de Thargêlion de 1888) diciéndote que, si hubiera dejado de verle, no habría dudado en revelar a mi madre mi aventura con mi primo. Me decía que disponía de testigos... la hermana de tu amiga Blanche y un joven mozo de cuadra, que, supongo, no era sino la encarnación de la más joven de las tres señoritas de Turba, brujas las tres... Pero ¡ya basta! Van, me sería fácil echar mano de esas amenazas para justificar mi conducta. Naturalmente, no te diría que fueron hechas en un tono de burla, que no era el de un genuino chantajista. Ni tampoco que, incluso si P. se procuraba mensajeros o informadores anónimos, el resultado podía haber sido la ruina de su propia reputación en cuanto se revelasen sus maniobras y sus motivos (lo que, a fin de cuentas, no podía por menos de ocurrir). En una palabra, te ocultaría que aquellas amenazas de comedia no tenían otra finalidad que taladrar los frágiles nervios de tu pobre Ada, porque, a pesar de su grosería, P. era hombre de honor, por extraño que esto pueda parecemos a ti y a mí. No. Me concentraría por entero en el efecto que semejantes amenazas pueden causar en una desdichada dispuesta a ceder a todas las torpezas antes que exponerse a una revelación fatal, porque (y esto, evidentemente, no podían saberlo ni P. ni sus informadores) considerando lo muy inconvenientes que podían parecer ya los amoríos de dos primos hermanos a una familia respetuosa con los convencionalismos, no quería ni imaginar (como siempre nos ha pasado a ti y a mí) cuál habría sido en «nuestro» caso la reacción de Marina y de Demon. Por las sacudidas y los errores de mi sintaxis puedes apreciar cómo me encuentro: incapaz de explicarte lógicamente mi conducta. No te ocultaré que, a veces, he experimentado una extraña debilidad en las citas azarosas que le concedí, como si su deseo brutal ejerciese la misma fascinación en la curiosidad de mis sentidos y en mi razón reticente. Sin embargo, puedo jurarte, la honrada Ada puede jurarte, que en nuestras citas silvestres he conseguido siempre evitar, si no la eyaculación, al menos la posesión, tanto antes como después de tu regreso a Ardis, excepto en una sucia ocasión en que me consiguió a medias, a viva fuerza, el tan apasionado desaparecido.