Выбрать главу

Amplia era la gama artística del abuelo de Eric, del dodó al dada, del Bajo Gótico al Alto Moderno. En sus paraísos de parodia se había incluso permitido, alguna que otra vez (pocas, sin duda), evocar el caos rectilíneo del cubismo (un «abstracto» fundido en la materia «concreta»), imitando —en el sentido tan bien definido por Vulner en la edición de bolsillo de su Historia de la arquitectura inglesaque me ha regalado el bueno del doctor Lagosse— las ultrautilitarias cajas de ladrillos de las maisons closesde El Freud, en Lubetkin (Austria), o de los chalets de extrema necesidad construidas por Dudok en Frisia.

Pero, en conjunto, los estilos que prefirió fueron el idílico y el romántico. Caballeros ingleses de calidad encontraron toda dase de deleites en Letchworth Lodge, una honrada casa de campo enlucida hasta el tejado, o en Itchenor-Chat, notable por el estilo arcaico de sus chimeneas ventrudas y sus tejados de cuatro aguas. Nadie podría dejar de admirar la habilidad con que David van Veen había sabido dar a su nueva mansión «Regency» el aspecto de un granja renovada o instalar aquel convento reconvertido, edificado en un islote perdido, con tan gran sentido de lo maravilloso que no se acertaba a distinguir el arabesco del madroño, el ardor del arte, la rosa de la zarza. Por lo que a nosotros respecta, nunca olvidaremos la Pequeña Amadoría, próxima a Rantchester, o las Pseudo-termas del encantador callejón sin salida que se abre al sur del viaducto de la fabulosa Palermontovia. Apreciamos, por encima de todo, aquella manera sutil de combinar la vulgaridad de un paraje (un châteaurodeado de castaños, un castelloguardado por cipreses) con una riqueza de ornamentación interior que alcahueteaba todas las orgías reflejadas en los espejos cenitales de la erogenia del joven Eric. Y, desde el punto de vista funcional, nada más eficaz que los dispositivos protectores discretamente «destilados» por el arquitecto desde los muros exteriores del floramor. Tanto si éste se disimulaba en un vallecillo situado entre bosques, como si estaba rodeado por un inmenso parque o si dominaba una serie descendente de bosquecillos y jardines escalonados, el acceso a Venus comenzaba invariablemente por un camino privado que pronto se hundía en un laberinto de setos y muros, con puertas disimuladas de cuyas llaves sólo disponían los guardianes o los miembros del club. Los ilustres huéspedes del floramor, enmascarados y embozados en sus capas, eran guiados por faroles distribuidos con arte en el dédalo de oscuros arbustos, ya que uno de los artículos del reglamento de Eric establecía que «ningún floramor debe abrir sus puertas antes de que sea noche cerrada, ni permanecer abierto más allá de la salida del sol». Un sistema de timbres que quizás hubiese sido íntegramente ideado por el propio Eric (pero que, en realidad, era tan viejo como el dominó o como el matón) evitaba que los visitantes se encontrasen inopinadamente cara a cara. Así, cualquiera que fuese el número de señores que esperasen o hiciesen el amor en cualquier parte del floramor, cada uno podía imaginarse que estaba solo en el gallinero, pues el matón o portero, personaje cortés y silencioso que pa— recia un jefe de sección de unos almacenes de Manhattan, por supuesto no contaba. A veces se dejaba ver, cuando sobrevenía algún problema a propósito de credenciales o de crédito, pero era raro que tuviera que emplear la fuerza bruta o pedir refuerzos.

Por voluntad de Eric, el reclutamiento de las pensionistas incumbía—, a un Consejo de Ancianos Nobles. Falanges de configuración delicada, dientes sanos, una epidermis sin tacha, cabellos sin teñir, pechos y grupa impecables, y un ardor no simulado de avidez venérea, eran prerrequisitos absolutamente indispensables en los que los ancianos no se mostraban menos intransigentes que el pequeño Eric. No se admitía a las «intactas», a menos que fuesen muy jóvenes, pero tampoco se aceptaba a ninguna mujer que ya hubiese sido madre (aun cuando fuera niña), por excelente que fuese el estado de sus mamas.

Inicial y teóricamente, los Consejos se inclinaron a elegir chicas de buena cuna, auque Eric no hubiese especificado nada a propósito del rango o la estirpe de sus ninfas. Se prefería, en general, las hijas de artistas a las hijas de artesanos. Para sorpresa general, se descubrió que un número importante de jóvenes pensionistas eran hijas de agriados aristócratas recluidos en sus frías mansiones o de nobles arruinados alojados en hotelitos cochambrosos. De un total de más o menos dos mil bellezas empleadas en todos los floramores del mundo el primero de enero de 1890 (año glorioso en los anales de Villa Venus), no conté menos de veintidós directamente relacionadas con las familias reales de Europa. Como contrapartida, una buena cuarta parte del total pertenecían incontestablemente a familias plebeyas. Por efecto de algún cambio favorable en el Caleidoscopiogenético, por una pura cuestión de suerte o incluso sin razón alguna, las hijas de campesinos, mozos de cuerda y fontaneros solían tener mejor estilo que sus compañeras de la burguesía pequeña y media, incluso que las de la alta sociedad. Esta singular comprobación no será menos grata a mis lectores no aristócratas que la observación de que las sirvientas de las encantadoras orientales (sus «esclavas», que participaban en diversas apariciones rituales de palanganas de plata, paños bordados, sonrisas al cliente y a su cleópatra) descendían frecuentemente de alturas principescas.

El padre de Demon (y, pronto, el propio Demon), y Lord Erminin, y un tal Mr. Ritcov, y el conde Peter de Prey, y Mire de Mire Esq., y el barón Azzuroscuro, fueron miembros del primer Consejo del Venus Club. Pero eran las visitas del señor Ritcov, hombre obeso, tímido y de gruesa nariz, las que más excitaban a las chicas y poblaban los alrededores de una multitud de policías concienzudamente disfrazados de jardineros, mozos de cuadra, caballos, atléticas lecheras, estatuas nuevas, borrachos viejos, etc., mientras Su Majestad, empotrado en una butaca especialmente ideada para alojar sus nalgas y sus fantasías, se divertía con tal o cual amable subdito femenino de su reino, blanca, negra o color chocolate.

El primer floramor en el que yo penetré al convertirme en miembro del Club (o sea, poco antes del segundo verano que pasé junto a mi Ada, bajo los árboles de Ardis), es hoy, tras muchas vicisitudes, la encantadora casa de campo de un profesor de Chose, a quien yo respeto, y de su no menos encantadora familia (esposa encantadora, y encantador frío de jovencitas de doce años, Ala, Lola y Lalage, especialmente Lalage), de modo que no puedo permitirme revelar su nombre, por más que mi querida lectora sostiene que ya lo he hecho anteriormente.

Yo frecuentaba los lupanares desde la edad de dieciséis años. Sin carretera sin terminar, prohibida al tráfico, y sus gruñidos y esfuerzos embargo, aunque algunos de Ios mejores, sobre todo en Francia e Irlanda, mereciesen las tres estrellas rojas de la guía Nugg, ninguno me había permitido adivinar el lujo y la molicie de mi primera Villa Venus. Tres squawsegipcias, escrupulosas observantes de la regla del perfil (largos ojos de ébano, nariz respingona, cabellera negra con mechones trenzados, túnica de faraón color de miel, delgados brazos ambarinos, brazaletes esclava, pendientes en forma de gran anillo biseccionados por las trenzas, cinta de cabeza a la iroquesa y babero decorativo), amorosamente tomadas por Eric Veen de la reproducción de un fresco de Tebas impreso en Alemania ( Künstlerpostkarten.° 6.034, precisa el cínico doctor Lagosse), se encargaron de prepararme —mediante lo que un Eric sediento llamaba «exquisitas manipulaciones de ciertos nervios cuya posición y cuyas propiedades no son conocidas más que por algunos sexólogos antiguos», acompañadas por la no menos exquisita aplicación de ungüentos vagamente mencionados en el pornolorede las Orientalia de Eric —para recibir a una joven virgen asustada, descendiente de un rey de Irlanda (según supo Eric, en su último sueño en Ex, Suiza, de labios de un maestro de ceremonias más fúnebres que fornicatorias).