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Los preparativos se desarrollaban con un ritmo tan sostenido, tan insoportablemente delicioso, que Eric, muriendo en su sueño, y Van, palpitante de vida obscena en un lecho rococó (tres leguas al sur de Bedford), no llegaban a comprender cómo aquellas tres bellezas, que súbitamente estuvieron despojadas de sus atavíos (bien conocido proceso erótico), se las podían arreglar para prolongar un preludio que le mantenía a uno suspendido tan peligrosamente, y durante tanto tiempo, en el límite extremo del desenlace. Estaba tendido sobre la espalda y me sentía dos veces más voluminoso de lo que nunca había sido (tontería senil, según la ciencia), cuando seis dulces manos trataron de empalar a la jovencita, a la temblorosa Adada, en el temible instrumento. Una estúpida compasión (sentimiento que experimento pocas veces) hizo que mi deseo se debilitase, y dije que se llevasen a la niña a un festín de tarta de melocotones y crema. Las egipcias parecieron desconcertadas, pero pronto se recuperaron. ntonces convoqué a las veinte musas de la casa (comprendida la niña de labios azucarados y mentón reluciente) y les rogué que compareciesen ante mi presencia resucitada. Tras minuciosos exámenes y luego de haber alabado muchas caderas y muchos cuellos, acabé por elegir una Gretchen dorada, una andaluza pálida y una belleza negra de Nueva Orleáns. Las sirvientes saltaron sobre ellas como leopardos, las perfumaron con un celo no exento de lesbianismo y dejaron a las tres gracias entre mis manos. Parecían algo melancólicas. La toalla que me dieron para secar el sudor que me chorreaba por la cara y me quemaba los ojos podía haber estado más limpia. Elevé la voz e hice que abriesen de par en par las renuentes contraventanas. Un camión había quedado atascado en el fango de una carretera sin terminar, prohibida al tráfico, y sus gruñidos y esfuerzos disiparon la curiosa morosidad que se había apoderado de nosotros. Sólo una de las chicas llegó a tocarme el corazón, pero las poseí a las tres sin piedad y sin prisa, «cambiando de montura a mitad de carrera» (según el consejo de Eric), antes de acabar, cada vez, en el torno de la ardiente ardilluza, la cual me dijo, cuando nos separamos tras el último espasmo (aunque el reglamento prohibiese la charla no erótica), que su padre había construido la piscina de la propiedad del primo de Demon Veen.

Todo había terminado ya. El camión se había marchado o se había hundido. Eric no era más que un esqueleto en el rincón más caro del cementerio de Ex («pero bueno, todos los cementerios son de «ex-», había dicho un jovial pastor protestante), entre un alpinista anónimo y mi doble nacido muerto.

Cherry, el único muchachito de otro floramor (americano), era un pequeño salopiano de once o doce años y aspecto simpático, con bucles de bronce, ojos soñadores y pómulos de elfo. Dos cortesanas excepcionalmente libertinas animaron a Van a probarle. Desgraciadamente, los esfuerzos conjugados de ambas no consiguieron excitar al gentil sodomita, agotado por otros asaltos demasiado recientes. Sus nalgas de muchachita estaban lamentablemente desfiguradas por multicolores arañazos de garras bestiales y por violentos pellizcos. Pero, lo que era mucho peor aún, el pequeño no podía disimular poco apetitosos síntomas disentéricos que untaban el astil de su amante con sabré y mostaza (¡sin duda había comido demasiadas manzanas verdes!). En tales condiciones, había que destruirle... o que dejarle.

Hablando en términos generales, hubo que poner fin al uso de muchachitos. Un célebre floramor francés perdió irremisiblemente su antiguo esplendor el día que el conde de Langburn descubrió a su hijo raptado, cuando le estaba examinando un veterinario, al que el viejo conde mató por error de un balazo de pistola.

En 1905 el prestigio de Villa Venus recibió otro golpe bajo. El personaje a quien hemos llamado Ritcov, o Vrotic, se había visto obligado, por razones de edad, a renunciar a su patronazgo. No obstante, un día reapareció de improviso, tan gallardo como la proverbial Giralda. Durante toda la noche, la tropa entera de su floramor favorito (cerca de Bath) trabajó en él sin resultados. Finalmente, un irónico Lucero de la Noche apareció en un cielo lechoso: entonces, el infortunado soberano de medio mundo hizo que le trajeran el Libro Rosa y escribió allí este verso, compuesto en otro tiempo por Séneca: Subsidunt montes, et juga celsa ruunt. Y se volvió a casa, llorando. Más o menos en la misma época, una respetable lesbiana que dirigía una Villa Venus en Souvenir, el bello balneario de Missouri, estranguló con sus manos de ex-halterófila rusa a dos de sus más bellas y valiosas pensionistas. Fue algo bastante triste.

Una vez iniciada, la decadencia del Club se extendió con una rapidez prodigiosa, y por las vías más diversas. Chicas de inmaculada ascendencia eran buscadas por la policía porque tenían por amantes particulares bandidos de grotescas mandíbulas, o porque ellas mismas habían cometido crímenes. Médicos corrompidos concedían certificados de aptitud a rubias marchitas, madres de media docena de hijos (algunos de los cuales se preparaban ya a ingresar en algún otro lejano floramor). En otros casos, expertos en cirugía estética devolvían a matronas próximas al medio siglo la apariencia y el aroma de colegialas en su primera fiesta. Gentileshombres de los más altos títulos, magistrados con su halo de probidad, eruditos de exquisitas maneras, resultaron ser copulantes tan brutales que algunas de sus víctimas más jóvenes tuvieron que ser hospitalizadas y relegadas más tarde a burdeles de segunda fila. «Protectores» anónimos sobornaban a los inspectores sanitarios; y el «Raja» de Cachou (que era un impostor) contrajo una enfermedad venérea con una nieta de una sobrina (auténtica) de la emperatriz Josefina. Al mismo tiempo, desastres financieros (que no alcanzaron a Van ni a Demon, pecuniaria y filosófcamente invulnerables, pero sí afectaron a muchas personas de su mundo) empezaron a alterar el patrimonio estético de Villa Venus. Desagradables alcahuetes cuya obsequiosa sonrisa revelaba las lagunas de su dentadura amarillenta, acechaban detrás de los rosales y ofrecían prospectos ilustrados; hubo incendios, temblores de tierra, y por último, bruscamente, de los cien palacios no quedó arriba de una docena (que pronto decayeron hasta el nivel de lupanares en putrefacción), y al llegar el año 1910, todos los muertos del cementerio inglés de Ex fueron echados a la fosa común.

Van no lamentó nunca su última visita a la última Villa Venus. Una vela en forma de coliflor ardía con sucia llama en su palmatoria de estaño sobre la repisa de la ventana, al lado de un ramillete de rosas en forma de guitarra, envuelto todavía en papel transparente: nadie se había tomado el trabajo de buscar un jarrón, que quizá no existía. Algo más lejos, acostada en su cama, una mujer encinta fumaba, con una rodilla levantada, y, rascándose la ingle con un dedo indolente, contemplaba las volutas de humo que subían a mezclarse con las sombras del techo. Al fondo, tras ella, una puerta entreabierta dejaba ver lo que habría podido ser una galería a la luz de la luna, pero era en realidad una amplia sala abandonada, medio demolida, con fisuras en zigzag hendiendo el suelo y una pared resquebrajada sobre las tinieblas. El espectro negro de un piano de cola abierto llenaba la noche de tañidos fantasmagóricos. Por una extensa grieta abierta en el yeso y el ladrillo entre los rodapiés y paneles de mármol, el mar desnudo, invisible pero audible como una extensión jadeante, separada del tiempo, gruñía sordamente, se replegaba sordamente, llevándose su carga de arena y guijas; y, junto con aquellos sonidos de ruina, soplos indolentes de viento cálido entraban en la sala, desplazaban las volutas de sombras suspendidas sobre la mujer acostada, y el plumón de polvo que descendía flotando sobre su pálido vientre inflado, y el reflejo de la candela en un vidrio agrietado de la ventana azulada. Reclinado en un sofá basto y revientarriñones, bajo la ventana, Van, con aire hosco y meditabundo, acariciaba pensativamente la bella cabeza que reposaba en su pecho, inundada por los cabellos negros de una prima o una hermana mucho más joven de la lamentable florinda del lecho en desorden. La niña tenía los ojos cerrados, y, cada vez que Van ponía los labios sobre sus párpados húmedos y abombados, el movimiento rítmico de sus senos apenas en flor se transformaba y se interrumpía totalmente, para reanudarse después de una pausa.