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Se experimenta cierta incomodidad cuando se aborda la descripción de los sueños sexuales de Van en una crónica familiar que quizá leerán personas muy jóvenes después de la muerte de un cronista muy anciano. Dos ejemplos, expresados en términos más o menos eufemísticos, pueden bastar para nuestro propósito. En un complicado arreglo de recuerdos temáticos y de imágenes automáticas, Aqua en el papel de Marina, o Marina maquillada para parecerse a Aqua, se presenta a informar a Van de que Ada acaba de dar a luz a una niña a la que él va a conocer carnalmente sobre un duro banco de jardín, mientras, muy cerca de allí, bajo un pino, el padre de Van, o su madre vestida de frac, trata de conseguir una comunicación trasatlántica para pedir a Vence una ambulancia urgente. Otro sueño, repetido en sus líneas fundamentales desde 1888 hasta una fecha avanzada del siglo actual, desarrollaba una idea esencialmente triple y, en cierto sentido, tribádica. La malvada Ada y la lasciva Lucette habían descubierto una mazorca de maíz maduro, muy maduro. Ada la sostenía por ambos extremos, como se coge una armónica, organum buccale, y de pronto erade verdad un organum, que ella recorría en toda su longitud con los labios entreabiertos, dejando el tronco limpio, y, mientras lo hacía brillar y gemir, la boca de Lucette se engullía su extremidad. Los juveniles rostros de las dos hermanas, ávidas, adorables, estaban ahora muy cerca uno de otro, melancólicos y soñadores en su juego lento, casi lánguido. Sus lenguas se encontraban como dos dardos de fuego y volvían a separarse. Sus cabelleras en desorden, bronce rojo y bronce negro, se confundían exquisitamente. Y mientras, inclinadas sobre mí, saciaban su sed en la alberca de mi sangre, sus suaves y alisadas grupas se alzaban en alto.

Tengo ante mí algunas notas acerca del carácter general de los sueños. Algunas de sus particularidades me intrigan, como esa multitud de gentes de rasgos precisos a las que nunca he conocido y que nunca volveré a ver, que se cruzan conmigo, me acompañan, me saludan y me importunan con su charla interminable y fastidiosa a propósito de otras personas a las que no conozco mejor (y todo eso en lugares que me son familiares, en presencia de seres vivos o muertos a quienes conozco muy bien). O como esas curiosas bromas que me gasta un agente de Cronos, esa conciencia muy precisa de la hora que es, acompañada de todas las angustias de quien tiene miedo de no llegar a tiempo a alguna parte (y que podrían no ser otra cosa que las enmascaradas angustias de una vejiga demasiado repleta), y esa saeta de reloj ante mis ojos, numéricamente elocuente, mecánicamente plausible, y sin embargo compatible (y ahí está lo extraño del hecho) con un sentimiento extremadamente vago, casi inexistente, del paso del tiempo (reservo este tema para un próximo capítulo). Todos los sueños están afectados por las experiencias y las impresiones del presente y por los recuerdos de la infancia; todos reflejan, en forma de imágenes o de sensaciones, una luz, una corriente de aire, una comida copiosa, una grave inquietud interna. Sin duda (y subrayo este punto ante mis alumnos) hay que considerar como el rasgo más característico de casi todos los sueños, tanto los más triviales como los más portentosos —y eso a pesar de la presencia encadenada o discontinua de una reflexión lógica (dentro de ciertos límites) y de la conciencia (a menudo absurda) de acontecimientos que pertenecen al pasado del sueño— el lamentable debilitamiento de las facultades intelectuales del soñante, que no se sorprende verdaderamente al encontrarse en presencia de un amigo muerto hace mucho tiempo. En el mejor caso, el soñante lleva anteojeras semiopacas; en el peor, es un imbécil. La clase (1891, 1892, 1893, 1894, etc.) no dejará de notar (ruido de cuadernos) que, por razón de su misma naturaleza, de esa mediocridad y esa estúpida incompetencia, los sueños no pueden producir ninguna apariencia de moralidad, símbolo, alegoría o mito griego, a menos, naturalmente, que el que sueña sea griego o mitólogo. Las metamorfosis son tan comunes en el sueño como las metáforas en la poesía. Un autor que, por ejemplo, compara el hecho de que la imaginación se debilita menos rápidamente que la memoria con el hecho de que la mina de un lápiz se gasta más lentamente que la gomita fijada al otro extremo, compara dos realidades concretas, igualmente existentes. ¿Debo repetir lo que acabo de decir? (gritos de «¡sí, sí!»). Pues bien, el lápiz que sostengo en la mano es todavía lo suficientemente largo como para cumplir su cometido, aunque ya me he servido mucho de él, pero la gomita de que está equipado ha desaparecido, prácticamente, por el uso. Mi imaginación es aún vigorosa y utilizable, pero mi memoria disminuye día a día. Comparo, pues, una experiencia real y la condición de un objeto vulgar, igualmente real. Ninguna de esas dos realidades es el símbolo de la otra. Del mismo modo, cuando un humorista de salón de té nos dice que un melindre cónico rematado por una cereza cómica se parece a esto a aquello, transforma un pastel rosa en un pezón rosado (tempestad de risas) con una filigrana en forma de fresa o una frase de forma afiligranada (silencio). Se trata, pues, de objetos reales, no intercambiables, y que no son la efigie de otra cosa, como, por ejemplo, el tronco decapitado de un cortesano del siglo XVI coronado por la imagen de su nodriza (una risita solitaria). El error, el error grotesco, crapuloso y vulgar de los analistas a los Signy-Mondieu, consiste en considerar tal objeto real que el sujeto ve en sueños —un pompón, un melón— como la representación abstracta del objeto reaclass="underline" el bombón de un niño, o la mitad de un busto, si ustedes entienden lo que quiero decir (risas aisladas).

Ni en las alucinaciones del tonto del pueblo ni en el último sueño que nosotros, ustedes y yo, hemos tenido la noche pasada, no hay lugar para ningún alegoría, para ninguna parábola. En esas visiones desordenadas, nada —subrayen «nada» (chirridos de trazos de pluma horizontales)— nada puede ser descifrado por un chamán como el indicio que le permitiría curar a un loco o consolar a un asesino echando la culpa a un padre demasiado tierno, demasiado diabólico o demasiado indiferente... úlceras secretas que el charlatán tutelar finge curar mediante dispendiosas diversiones confesionales (risas y aplausos).

V

Van pasó el trimestre de otoño de 1892 en la Universidad de Kingston, Mayne, en la que estaban integradas una clínica mental de primera categoría y un servicio de terapia justamente famoso. Allí volvió a ocuparse Van de uno de uno de sus antiguos proyectos, un estudio sobre la Idea de Dimensión y Demencia («Van, tú "esturbarás" con una aliteración en la boca», le había dicho, bromeando, el viejo profesor Rattner, pesimista de genio perteneciente al claustro de Kingston, para quien la vida no era sino una «disturbación» en el orden «rattnerterológico» de las cosas... derivado de «nerterós», no de Terra).

Van Veen (lo mismo que, en su humilde esfera, el redactor de Ada) gustaba de cambiar de domicilio al acabar un tomo, un capítulo o incluso un párrafo: casi había terminado un pasaje arduo sobre el divorcio del tiempo y de su contenido (la acción sobre la materia), la acción en el espacio, la naturaleza misma del espacio) y se preparaba a regresar a Manhattan (esa especie de mudanza era la transposición biográfica del «cambio de párrafo», más que una concesión hecha a alguna ridícula influencia del medio» respaldada por la autoridad de Marx padre, celebrado autor de comedias «históricas») cuando recibió una llamada dorofónica tan inesperada que sus funciones respiratorias y circulatorias resultaron momentáneamente afectadas.