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Nadie, ni siquiera su padre, sabía que Van había comprado hacía poco el ático de Córdula (entre el Parque y la Biblioteca de Manhattan). Aparte de las ventajas que ofrecía al trabajo erudito con su terraza para reclusión estudiosa suspendida en el vacío aéreo, y sobre la ciudad ruidosa pero conveniente, que lamía la base de la roca invulnerable de su mente, el apartamento de Córdula era lo que solía llamarse, en argot de moda, una «locura de soltero», donde podía recibir secretamente a la amiga (o amigas) que le viniese en gana (una de ellas había bautizado el lugar con el nombre de «tu ala à-terre»). Pero Van no había dejado todavía su más bien deslucido apartamento, tipo Chose, de Kingston, aquella hermosa tarde de noviembre en que consintió que Lucette fuese a visitarle.

No la había visto desde 1888. En otoño de 1891 le había enviado desde California una declaración de amor en diez páginas, incoherente, indecente, insensata, casi salvaje, que no examinaremos en estas páginas, (Véase, no obstante, un poco más adelante. Editor.) Ahora estaba estudiando Historia del Arte («ese último refugio de los mediocres», decía) en el cercano Colegio de Queenston para Chicas Encantadoras y Glupovatih(torpes). Cuando le llamó para suplicarle que no le negase una cita (con una voz nueva, de timbre más apagado, que recordaba angustiosamente la voz de Ada) puntualizó que era portadora de un importante mensaje. Van sospechó que se trataba de una continuación de la serie amor-sin-respuesta, pero al mismo tiempo presintió que la visita de Lucette iba a reavivar ciertos fuegos infernales.

Mientras la esperaba, midiendo con sus pasos toda la longitud del enmoquetado suelo de su apartamento, contemplando unas veces, desde una ventana abierta al noreste, al final del pasillo, los árboles engalanados que desafiaban al otoño, y volviendo otras veces al salón que daba sobre Greencloth Court, todavía bordeado de sol, se batía en espíritu con Ardis, sus vergeles y sus orquídeas, preparándose para la prueba que le esperaba. Se preguntaba si no era preferible cancelar la visita, o encargar a su criado que le excusase ante Lucette por su ausencia, justificada mediante cualquier obligación imperiosa e imprevista... pero sabía desde el principio que no haría nada de eso. La relación de Lucette con las tribulaciones de Van era sólo indirecta. Su prima habitaba algún que otro rayo de sol, pero no era posible hacerla desaparecer con toda la iluminación de Ardis. Recordó, fugazmente, aquella dulzura sobre sus rodillas, las posaderitas redondas, sus ojos de verde cristal de roca volviéndose hacía él, y la carretera que huía a sus espaldas. Se preguntó si habría engordado, si su piel se habría cubierto de pecas o si se habría incorporado al grupo exquisito de las ninfas Zemski. Había dejado entreabierta la puerta del descansillo de la escalera, y sin embargo no oyó el ruido de los tacones altos que subían los peldaños (quizás los confundió con los latidos de su propio corazón), absorto en la vigésima vuelta a su laboriosa estrofa:

¡Vuelve a los ardores bajo los árboles!

¡Es Eros, que toma su impulso!

Es el Arte donde se guarecen nuestros mármoles,

Es Eros, la rosa y la suerte.

Sé que mis versos son malos, y eso me duele, pero aun los ripios son mejor que:

«Invalidar el pasado

en muda prosa...»

¿Quién ha escrito eso? ¿Voltimand, o Voltemand, o Buming Swine? ¡La peste de su anapesto! AlI our old loves are corpses or wives(«todos nuestros viejos amores son cadáveres o esposas»). Todos nuestros males son vírgenes o rameras.

Un oso negro con bucles de un rojo brillante le esperaba (el sol había alcanzado la primera ventana del salón). ¡Sí, había ganado el gene Z! Era delgada y misteriosa. Sus ojos verdes se habían agrandado. A los dieciséis años tenía un aspecto considerablemente más disoluto que su hermana en la misma fatal edad. Llevaba un abrigo de piel negro, pero no sombrero.

—Mi alegría ( mota radost') —dijo Lucette. Sólo eso. Él había esperado más ceremonia. Pero, bien consideradas las cosas, apenas la había conocido hasta entonces, a no ser como un embrión de ascuas.

Distendiendo la nariz coralina, los ojos húmedos, la boca de un rojo vivo peligrosamente entreabierta, sesgada sobre la lengua y los dientes (como una fierecilla domesticada amagando un suave mordisco) se le acercó envuelta en el vértigo de un éxtasis naciente, de una caricia desvelada... la aurora, quién sabe ( ellasabía) de una nueva vida para ambos...

—¡El pómulo! —intimó Van a la muchacha.

—Tú prefieres los skeletiki(los pequeños esqueletos) —murmuró Lucette, mientras Van aplicaba unos labios ingrávidos (y repentinamente, más secos de lo corriente) sobre la mejilla dura y ardiente de su medio hermana. No tuvo más remedio que aspirar fugazmente su perfume de Degrasse—, elegante, aunque decididamente «hetaira» y, a través de éste, la llama de su Petit Larousse, como decían, él y la otra, cuando decidían aprisionar a la pequeña en el agua de una bañera. Sí, muy nerviosa y muy perfumada. El verano indio... demasiado bochornoso para llevar pieles. La cruz ( krest) de la acicalada pelirroja. Sus cuatro ardientes extremidades. Porque no se puede acariciar (como él estaba haciendo) el rubio bronce de arriba sin imaginar al mismo tiempo el pequeño toisón de abajo y las dos brasas simétricas.

—Aquí vive él —dijo Lucette, mirando a su alrededor, mientras Van, admirativo y triste, la ayudaba a quitarse el abrigo ligero, oscuro y profundo, preguntándose en un aparte (porque era muy aficionado a las pieles): ¿oso marino ( kotik)? No, desmán ( vihuhol). Y mientras la ayudaba, Van admiraba su elegante delgadez, su traje sastre gris, su pañuelo color humo, y, cuando retiró éste, su cuello largo y blanco. «Quítate la chaqueta», dijo, o creyó decir (en pie, con las manos tendidas, vestido con un traje color antracita, combustión espontánea, en medio del sombrío salón de una sombría casa anglomaníacamente llamada Voltemand Hall, en la universidad de Kingston, trimestre de otoño de 1892, hacia las cuatro de la tarde).

—Creo que voy a quitarme la chaqueta —dijo Lucette, con el fruncimiento de cejas, fugitivo y ceremoniosamente femenino, que acompañaba tal «creencia»—. Veo que tienes calefacción central. Nosotras, las chicas, tenemos que conformarnos con pequeñas chimeneas.

Dejó caer la chaqueta y se mostró en blusa blanca sin mangas, con chorrera. Levantó los brazos para arreglarse el peinado, y Van pudo ver los dos ardientes nichos que presentía.

—Sin embargo, las tres ventanas están abiertas —dijo Van—, y pueden abrirse todavía más, pero sólo hacia el oeste. Y ese patio verde que ves ahí abajo es la alfombra para las plegarias del sol vespertino, que calienta todavía más esta habitación. ¡Es triste para una ventana no poder hacer moverse a su marco paralítico, para asomarse a ver lo que pasa al otro lado de la casa!

El Veen de siempre.

Lucette abrió su bolso de mano, de seda negra, sacó un pañuelito blanco, dejó el bolso entreabierto en el borde del aparador y se dirigió hacia la ventana más alejada; sus frágiles hombros temblaban de una manera intolerable.

Van advirtió un sobre azul muy alargado, con lacre violeta, que sobresalía del borde del bolso.

—No llores, Lucette. Es demasiado fácil.

Ella regresó hacia Van, frotándose suavemente la nariz y procurando contener sus húmedos sorbetones de niña. Todavía esperaba el abrazo decisivo.