Germán se pone ceñudo. Tal vez no la entienda. O acaso esté pensando qué clase de a-mor siente él por Vilana…
Marina percibe su confusión claramente, igual que si un rayo invisible uniese los pensa-mientos de ambos. Pero aunque unidos se rechazan, se repelen.
– Yo quiero a Vilana -murmura él como si intentara convencerse de lo que está dicien-do-. Le he sido infiel, pero la quiero.
Y Marina piensa: «Ni siquiera se da cuenta de que, al afirmar eso, está proclamando su desamor.» Le falta poco para decirle: «Querer a una persona no es amarla; es acostumbrarse a ella.» Pero recuerda a Lucía, esa criatura terca que se parece a Vilana y opta por callar. No puede soportar la posible imagen de su hija derrotada, caída del pedestal. Le duele tanto co-mo la imagen de su orgullo triunfante.
Germán deja vagar su mirada por la estancia. Es una mirada indefensa, como de alguien pi-llado en falta. Una mirada insegura y desorganizada, disfrazada de plenitud, pero llena de soledad.
– ¿Qué fue de tu piano?
Se agarra a la pregunta con fruición: es lo mismo que si se estuviera lanzando un cable a sí mismo para tranquilizarse.
– Lo vendí.
– ¿Por qué?
– Ya no servía.
– No irás a decirme que has dejado la música…
Ella se encoge de hombros. Sonríe con mueca despectiva y aclara:
– En nuestro tiempo la música es un lujo.
Y se mira las manos. Las ve largas y moteadas de pecas; tan marchitas ya como aquella música que nunca interpretará de nuevo. Y las recuerda activas, tecleando firmes sobre un piano sonoro, sabiendo que, al terminar, Germán iba a pedirle: «Otra vez, Marina; necesito oír esa melodía otra vez.» Era el Adagio lamentoso de la Sinfonía Patética. Un adagio que, en sus manos, dejaba de ser de Chaikovsky, para convertirse en el adagio de Germán.
– ¡Tantos años de estudio! -dice él-. No debiste renunciar, Marina. No tenías dere-cho.
– ¿A quién puede importarle?
Y se apretuja las manos una contra la otra, como si quisiera vengarse de ellas.
Después, casi siempre venía Schubert. Cualquier composición de aquel autor estaba a su alcance. Las había asimilado todas ellas a fondo, concienzudamente, procurando que ningún fallo entorpeciera el desarrollo de la interpretación.
– Supongo que cuando te sentabas al piano no lo hacías sólo por los demás, sino por ti misma.
Marina querría decirle: «Durante muchos años, lo hice sólo por ti.» Pero únicamente dice:
– Ya no preciso de mi música. Tengo un flamante tocadiscos.
Se pone en pie. Oculta mal su nerviosismo. Lo mira con fijeza, con sonrisa burlona, casi deshumanizada y declara fríamente:
– Ya no hay lugar para las schubertinas.
Germán aprieta los labios; probablemente en ellos se agolpan mil palabras que no pro-nuncia. Se levanta a su vez y vuelve a mirar el reloj Luis XVI.
– De modo que también supiste eso… Recuerdo muy bien ese mote.
– Era un mote divertido. No entiendo por qué motivo nunca lo comentaste conmigo.
– Tenía miedo de herirte.
– Fue un error. Esos tipos de silencios se enquistan, se pudren y terminan por dañar al que los ha provocado. No debiste ocultármelo, Germán. Al fin y al cabo un día u otro debía enterarme.
Una brizna de leña encendida va a caer a la alfombra. Germán la apaga con el pie.
– Bruna te envidiaba -declara él-. Por eso te sacó ese mote.
– No la culpo. Bruna tenía razón. Cuando alguien toca el piano, o es un Schubert autén-tico, o se convierte en un vulgar schubertino.
Lo dice con rabia mal contenida, influida por el desprecio que el mote lleva consigo. Y luego, como burlándose de sí misma, añade:
– Un pianista amateur es lo más parecido a un militar sin guerra: Ninguno tiene razón de ser. Así que me convertí en una persona normal, me despojé del piano y continué en el en-granaje.
– ¿Por culpa del mote? ¿No estarás sacando las cosas de quicio?
– Es posible -dice ella sosegadamente-, pero el mote fue una especie de arma mortal. Influyó en Rogelio. Lo influyó hasta hacerme la vida imposible. Hay cosas que parecen ino-fensivas y que arrastran cargamentos de dinamita. El daño que provocan jamás puede repararse.
Se acerca al ventanal otra vez. Contempla la calle: ya nadie lleva paraguas, pero el pa-vimento continúa húmedo. El tránsito se va intensificando y el cielo permanece cerrado con los candados de una niebla cada vez más densa.
– También en ti debió de influir. Estoy segura, Germán. Cuando se llega a la edad de la lucidez, ese tipo de cosas adquiere una gran diafanidad.
Germán calla. Tal vez intente convencerse de que el mote no influyó en él.
– No estoy juzgando a Bruna -sigue diciendo Marina-; más que mala era irrespon-sable. El problema consiste en saber qué grado de culpa había en su irresponsabilidad. Puede que ni siquiera supiese que lo era. O acaso no le importaba… acaso fuera irresponsable apos-ta, con plena conciencia, sin llegar a comprender que la irresponsabilidad consentida es un acto de locura… De cualquier forma, todos estamos un poco locos. ¿No te lo parece a ti? To-dos somos a veces crueles, y tiranos y sobre todo irresponsables… Lo malo es que, cuando nos damos cuenta, ya no es posible desandar lo andado.
Desde la chimenea, Germán contempla la espalda de Marina. Probablemente quiere leer en ella lo que no le han dicho los ojos. Por eso permanece inmóvil. Por eso no habla. Aguarda a que ella termine de explicarse.
– A veces uno se asusta cuando comprueba la cantidad de culpa que puede haber en las cosas que se nos antojaban inofensivas.
Y cuando la espalda se convierte en un plano de cara, inexpresivo y pálido. Germán res-ponde muy despacio:
– No deja de ser un consuelo que lo reconozcas.
5
Marina intuye que se refiere al episodio de Montecarlo. No puede ser otra cosa. Pero se resiste a dar explicaciones. La pereza de antes vuelve a apoderarse de ella. Existen situacio-nes demasiado complicadas para convertirlas, después de tantos años, en objeto de análisis. Es mejor dejarlas dormir, como si nunca hubieran existido, como si únicamente se hubieran soñado.
So pretexto de avivar el fuego, vuelve a la chimenea, se arrodilla ante el hueco y coloca más leña sobre las brasas.
Los pies de Germán están a su lado. Calzan zapatos extranjeros y se ven ligeramente mates por culpa de la lluvia. Por unos instantes tiene la impresión de que son los zapatos los que le están hablando:
– En cierta ocasión (tal vez no lo recuerdes) te dije: «Venus no tuvo más padres que el mar.» Tú no entendiste mi frase. Estábamos tendidos sobre la tabla flotante, acabábamos de conocernos: Pascual Ordóñez había derramado su copa de martini sobre tu bañador y tú te habías lanzado al agua para quitarte la mancha…
– Sí -responde Marina-. Hacía calor, mucho calor.
– Parece que te estoy viendo. El sol daba en tus ojos, pero tú los abrías, como si el sol no te molestara. Yo te miraba furtivamente: el cabello te caía lacio sobre los hombros. Pensé que jamás había visto un espectáculo tan impresionante como el que tú me ofrecías.
– Era verano -comenta ella, como si el hecho de ser verano fuera una pieza clave para justificarlo todo.
– Sin embargo cuanto más te miraba, más se iba acentuando la sensación de que, a pe-sar dé tenerte tan cerca, todo en ti se nutría de distancias…
Marina sigue atizando el fuego; luego, con la escobilla, va empujando la ceniza espar-cida hacia los morillos.