Y la idea de «envejecer juntos» se adueñaba también de la estancia, la invadía, como si se tratara de un proyecto lógico de fácil aplicación.
– Cuando se es joven -dice Marina- la vida se circunscribe a vocablos escuetos como «envejecer», «sufrir», «gozar»… Pero la vida es mucho más compleja que todo eso. Se comprende después, cuando el presente queda atrás y podemos observarlo sin presbicia…
– De todos modos, ni tú ni yo podemos saber lo que hubiera ocurrido de haber permi-tido que las inclinaciones siguieran su curso.
– Es fácil adivinarlo -replica ella levantando la mano-. Te hubieras cansado de mí como te cansaste de otras… como acaso te hayas cansado de Vilana.
Lo ha dicho en sordina, casi susurrando.
Germán quiere replicar. Pero sólo lanza una pregunta:
– ¿Crees que me he cansado de Vilana?
– Los hombres os cansáis de todo salvo de cansaros. Por eso constantemente andáis buscando motivos de cansancio. Yo diría que os gusta cansaros, os gusta decir: «tampoco era ésa». Es un medio de justificar vuestra eterna insatisfacción.
Germán ríe. Le divierte la manifiesta ironía de Marina.
– ¿Recuerdas cuando me decías que te gustaría envejecer conmigo en torno a una chimenea? ¿Dónde ha quedado esa frase, Germán? Probablemente también a Vilana le habrás dicho algo parecido. Son frases convencionales que, a pesar de todo, se repiten cuando la persona que las ha inspirado, ha quedado trasnochada. El ser humano se agarra siempre a los mismos patrones para traducir el sentimiento vigente, aunque el rostro sea distinto. Desen-gáñate, Germán, somos pobres en la expresión, muy pobres.
– A pesar de todo, yo quiero a Vilana.
– Celebro que te haya hecho feliz.
Y piensa: «También "ser feliz" resulta convencional. Nadie es completamente feliz, nadie puede asegurar totalmente su felicidad.»
– Háblame de Vilana. Nunca la he conocido…
Germán cambia de posición. Probablemente le resulta difícil describir a esa mujer. Cuando se vive muchos años junto a una persona, las características que la hicieron deseable, se esfuman, se diluyen en el hábito y acaban por no verse. Luego resulta que esa persona se ha convertido en un ser normal, sin relieves destacados, y cuando se pretende describirla no hay forma de conseguirlo. Es indudable que la costumbre mata a la gente, o la envilece, o la gasta.
– No se parece a ti -dice Germán-. Sois completamente opuestas.
Marina comprende que lo ha puesto en un apuro, pero no lo saca de él. Germán sigue diciendo:
– Así es: no podéis ser más distintas… Sin embargo, creo que Vilana y tú sois las dos únicas mujeres a las que he querido de verdad.
– Celebro que no se parezca a mí -comenta Marina con aire de guasa-. Es una garan-tía para ella.
Germán ríe. Le resulta graciosa la forma con que Marina se descarta a sí misma. Intenta ponerse a su altura. Busca una frase ingeniosa; la esgrime, al fin, con cierto aire triunfalista:
– Tú fuiste la diosa; Vilana, la mujer.
Y Marina piensa: «Es tan inservible ser mujer como ser diosa: lo importante es perdu-rar.» Pero no expresa su pensamiento. Lo deja culebrear en el fondo de su mente hasta que la voz lo inmoviliza:
– ¿Cuándo la conociste?
– Un año después de nuestro encuentro en Montecarlo.
Entorna ella los ojos y mira al techo. Recuerda. Calcula. Baja la cabeza y vuelve a mirarlo:
– Lo suponía.
Era lógico. Un hombre, para sentirse verdaderamente hombre, no puede prescindir de organizar y desorganizar su vida; un hombre (como ha dicho antes) no puede dejar de buscar nuevos motivos de cansancio.
– Recordarás que, por aquella época (me refiero a nuestro encuentro en Montecarlo), Bruna y yo vivíamos ya separados.
– Lo recuerdo.
– Vilana no tenía hijos ni estaba casada como tú…
No había razón para jugar de nuevo al héroe. Hubiera sido absurdo pasarme la vida haciendo el quijote… Sonríe sin ganas y guarda silencio. Entonces, «hacer el quijote» se llamaba de otro modo y tenía otra aureola. Entonces, querer a Marina a distancia era poseer la felicidad de lo inalcanzable, era prolongar indefinidamente un sueño real… Y, sobre todo, era sentir la satisfacción del deber cumplido, la seguridad de no haber errado, la convicción de poder llevar la cabeza alta.
Por eso, cuando más tarde había ocurrido el incidente de la mano, ni uno ni otro habían quemado sus naves. Sencillamente habían distanciado los encuentros. Por simple precaución: por nada más. Ambos se sentían seguros, amparados por su propia renuncia, alejados por completo de cualquier maledicencia superflua.
– ¿Dónde la conociste?
– En Gastaad. Era joven. Tan joven como lo eras tú cuando te vi por primera vez.
Marina vuelve a calcular. Piensa en la edad de Vilana. Percibe íntegramente el orgullo del macho otoñal halagado por las atenciones de una hembra virgen y se dice que en todos los amores debe de existir una gran dosis de narcisismo imposible de eludir. Germán capta su pensamiento: -A un hombre maduro le halaga que una mujer joven se fije en él.
Marina piensa: «Vilana ya no es joven.» La idea flota entre ambos, empuja las otras ideas, las disminuye y se instala en el puesto de honor.
– Cuando la conocí me gustó su nombre: era fonético y extraño -Germán se detiene. Tal vez comprenda que no ha debido hablar en pasado. Al fin y al cabo, Vilana continúa lla-mándose Vilana-. Sobre todo, me gustó verla tan indefensa, tan necesitada de apoyo. Ya te he dicho que no se parece a ti. Vilana es miedosa, muy miedosa.
Lo dice con un dejo de soberbia, como si el hecho de «no tener miedo» fuera una lacra, una reacción reprochable, algo de lo que Marina debiera avergonzarse.
Marina está a punto de interrumpirle: «¿Cómo sabes tú que yo no he tenido miedo?» Pero se reprime. Sería improcedente defenderse de una acusación tan velada.
– Además, es insegura. ¿Te extrañaría si te dijera que aquella inseguridad también me halagaba? A un hombre le gusta hacer valer su propia seguridad frente a la mujer que quiere. Es una forma de reafirmarla. Vilana era maestra en esas lides: jamás he conocido una criatura tan indecisa como ella. No puede mover un dedo sin mi intervención. Le obsesiona la idea de que puedan explotarla. Vive rodeada de peligros por todas partes, menos por un lado. Ese lado soy yo. ¿Comprendes?
Marina afirma. De golpe ha captado todo el sentido de lo que Germán le está relatando. Vilana ha hipotecado a Germán con esa inseguridad suya. Lo ha vuelto indispensable. Lo ha convertido en complemento de su vida.
Y sabe que por encima de todos los lazos y de todos los atractivos, lo que de verdad está uniendo a la pareja Germán-Vilana es precisamente esa hipoteca.
– Sin embargo, fue valiente. Eso es lo admirable de esa mujer. A pesar de su miedo, de sus dudas y de sus vacilaciones, no tuvo inconveniente en afrontar la opinión de la sociedad. Paradójico ¿verdad?
«Como Lucía -vuelve a pensar Marina-. También Lucía ha afrontado la opinión de la sociedad. También ella se ha liado la manta a la cabeza.» Sólo que sin hipoteca. Lucía no es insegura como Vilana. Lucía pertenece a otra generación y no teme a nada. Es un producto nítido de los tiempos actuales. Uno de esos ejemplares que confunden el cinismo con la valentía y que no sienten reparos en vender su porvenir por un placer eventual. Tal vez porque sabe con certeza que la sociedad no va a reprocharle su conducta. La sociedad ya no condena lo que siempre ha sido condenado: esa condena ha pasado a la historia. La sociedad, ahora, es la gran celestina de ese tipo de valentías.
– Tú lo consideras paradójico -dice Marina-, pero yo lo considero inconsciencia.
– Llámalo como gustes -responde Germán-. Lo cierto es que la reacción de Vilana me rescató de mi fracaso como hombre.
– ¿Crees de verdad que habías fracasado? Y piensa: «No deja de ser gracioso que se pueda querer a una persona solamente porque "siendo miedosa" tiene el acierto de convertir su inconsciencia en valentía.»