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– Nadie mejor que tú puede saberlo.

Marina ladea la cabeza, mira el fuego: lo ve cada vez más debilitado, pero ya no intenta avivarlo.

Germán tose ligeramente. Dice luego:

– Supongo que, desde tu atalaya, estarás reprochando mi situación.

– No soy quién para reprocharte nada, Germán. Eres muy dueño de tus actos. Sola-mente Dios tiene derecho a pedirte cuentas.

– Dios, Dios… -repite Germán. La palabra le viene grande, no le cabe en la boca. Tal vez por eso la desecha en seguida-. ¿Crees tú que Dios puede reprocharme el haber querido a Vilana?

– Eso es cosa tuya -contesta ella-; pregúntaselo a tu conciencia.

– Creo haberte dicho ya que la emboté hace mucho tiempo. No es como tú la conociste. Ya no me habla. Al menos no me habla en el mismo idioma. -¿Y la fe? ¿Has perdido la fe?

– En todo caso no es como la tuya.

– Sólo hay una fe.

– ¿Cuál? ¿La del cielo y el infierno? ¿La del pecado y la gracia?

Marina ahoga el coraje que le sube al rostro. No puede soportar ver a Germán tan ajeno al que ella conocía, tan inmerso en el tópico, en la corriente del momento, en el vacuo gallear de los que mencionan las Sagradas Escrituras como sí se refiriesen a una revista de modas.

– La que nos permite sabernos hechos a imagen y semejanza de Dios.

– Eso también lo creo yo -dice Germán-. Al fin y al cabo, no compromete a nada.

– ¿Lo estás viendo? Tú mismo te delatas, Germán. Ésa no es tu fe. La tuya no te permite considerarte hecho a imagen y semejanza de Dios, sino a Dios hecho a tu propia imagen y semejanza. ¿Me equivoco?

Y, por unos instantes, Marina teme que Germán se lance a hablar de la caridad, de los evangelios, de la libertad humana… de todos los lugares comunes que, de pronto, han invadido el terreno de los indiferentes. Pero desechando la cruz. Nadie quiere ya aceptar la cruz. Nadie es lo bastante consecuente para aceptar el hecho de que, sin cruz, no puede haber «camino», ni redención, ni esperanza.

– Bueno -sigue diciendo Marina- en último término, ya no hay razón para desechar mi fe: el pugilato entre el bien y el mal ha terminado. Bruna ha perdido la causa. Ahora ya nada impide que te cases con Vilana.

– En efecto -dice él-, ahora nada me impide cambiarlo todo.

Y Marina no sabe si se refiere a su boda con Vilana o a la fe que tenía dormida.

6

Germán enciende otro cigarrillo y cambia de postura.

– Ahora te toca a ti -dice afectando gravedad-. ¿Qué fue de tu vida?

Marina esboza una mueca entre cómica y despectiva:

– Una historia sin importancia. Me convertí en una de tantas mujeres oscuras y grises.

– ¿Qué razón había para ello?

– Supongo que hubo varias razones. La principal fue mi desgana. La segunda, mi posición económica.

– ¿Te enamoraste de alguien?

Marina sonríe. Es una sonrisa deshumanizada, morosa, llena de brechas y recovecos.

– No me quedaba tiempo. Al principio de enviudar, tuve una vida muy dura. Luego, me hice vieja.

Intuye que Germán no la cree. Su acento no es convincente. Pero no se molesta en cambiarlo. Hay verdades que por mucho que uno se empeñe en exponer, tienen siempre la apariencia de una mentira.

– Tú eres de esa clase de mujeres que nunca envejecen.

– Gracias.

Es un gracias tajante, con sonido de frenazo o de golpe seco dado sobre una tabla más seca todavía. Y la vida «gris y oscura» de Marina se pierde en él, se anula definitivamente.

– Curioso-dice Germán-. A todas las mujeres les gusta hablar de sí mismas. Olvidé que tú eres distinta.

– Cuando el recuerdo es molesto, lo mejor es darle un manotazo y suprimirlo.

Germán se lleva" un cigarrillo a los labios. Lo mira luego con insistencia y deja que el humo le cubra la cara.

– ¿Serías capaz de contestar una pregunta?

Marina piensa: «Ya está. Ya llegó lo que estaba temiendo.» Y de nuevo tiene delante el sillón rojo, el papel arrugado, la afilada nariz de su cuñada… y las acusaciones; el inter-minable número de acusaciones que no podía desmentir. Y ve a sus hijos, todavía adolescentes, mirándola asustados, refugiándose en sus brazos cuando la veían llorar. Y escucha la voz bronca y sentenciosa del abogado aconsejándole: «¡Cuidado! Debe usted andar con pies de plomo, señora: tienen todas las bazas en sus manos…» Y se recuerda a sí misma, tal como era entonces, flaca, demacrada, mucho más vieja que ahora, repitiéndose una y mil veces: «¿Por qué? ¿Por qué?», como si las respuestas de los muertos fueran posibles y las tumbas dispusieran de micrófonos para contestar a los vivos. Piensa: «Es inútil, deberé afrontarlo tarde o temprano. Es preciso satisfacer su curiosidad.»

– Naturalmente. Puedes preguntar lo que se te antoje.

Germán la mira de soslayo, con desconfianza:

– Aunque ya ha pasado mucho tiempo, todavía queda un punto neurálgico que incita mi curiosidad -dice-. Ya sabes que siempre fui un hombre curioso. Aquella vez, cuando regresasteis a España, después de nuestro encuentro en Montecarlo… ¿recibiste mi carta?

– La recibí. No voy a negártelo.

Germán respira hondo, como alguien a quien se le quita un peso de encima.

– Lo celebro. Temí que no hubiera llegado a tus manos.

– Llegó. Llegó puntualmente.

De pronto el reloj rompe a sonar. Desbocado. Tiene la oportunidad de un demente que pronunciase incongruencias. Germán lo mira con odio. Marina con agradecimiento. Cuando acaba de sonar, Germán insiste. Su pregunta es directa:

– ¿Por qué no me contestaste?

Marina está a punto de mentir. Es fácil mostrar olvido. Es fácil fingir que ya no recuerda nada. Pero a Germán no puede engañarlo. Nunca lo ha hecho.

– ¿De verdad quieres saberlo? No resulta agradable.

Germán sospecha. Casi adivina lo que va a contestarle. Tal vez por ese motivo se escuda cada vez más en la indiferencia:

– Comprenderás que, después de tanto tiempo, nada de lo que me digas podrá ya afectarme.

– Siendo así…

Pero tarda en contestar. Tarda aún más de lo que ha tardado el reloj en lanzar sus horas falsas. Sabe que, después de lo que va a decir, Germán va a sentirse herido. Por muchos años que pasen, los hombres no modifican ciertos aspectos de su idiosincrasia. El orgullo es uno de esos aspectos, por muy retrospectivo que sea.

– Rompí tu carta sin leerla.

Germán la mira sin entender lo que acaba de oír. Acaso supone que le está gastando una broma, o que sólo ha querido picar su amor propio. Pero Marina no acusa una actitud chan-cera. En sus ojos sólo existe sinceridad. Y Germán no acaba de comprender. Romper una carta sin abrirla solamente ocurre cuando la carta supone algo más que un estorbo. Supone un desprecio elevado al grado máximo. Todas las cartas, incluso las indiferentes, acaban siempre por ser leídas.

Marina esboza una sonrisa. Quisiera borrar la herida extrañeza de Germán, pero no lo consigue. La carta rota sin leer está entre ambos como un cadáver recién descubierto o un enfermo grave que en vano se resistiese a morir.

– ¿Por qué hiciste eso?

– Te dije que no te gustaría -advierte ella.

Y se encoge de hombros otra vez. Germán no puede saber que en ese ademán de Marina está su mentira.

En seguida reacciona:

– Fue una buena medida. Un verdadero acierto.

Y su vanidad herida se enrosca a su frase, la vuelve rencorosa. Marina comprende que, en esos momentos, Germán tiene la desagradable impresión de haber recibido una bofetada; una bofetada retardada, pero no menos cruel que si fuese actual. Un golpe inesperado contra el que no puede defenderse, un insulto hiriente pero convertido en eco.

Instintivamente quisiera rectificar, dar explicaciones, desmentir su encogimiento de hombros. Pero de nuevo la pereza se lo impide. Sería demasiado largo, demasiado incómodo y también demasiado doloroso.