– Más tarde supe la verdad y llegué a olvidarla. Creo que no la había vuelto a recordar hasta esta mañana, en Madrid, antes de subir al avión, cuando me han comunicado que Bru-na había muerto.
Marina contempla su vaso. Lo sostiene con las dos manos, casi lo acaricia: da la impre-sión de que, más que mirarlo, está consultándole algo, como si se tratara de una bola de cris-tal.
– Debo admitir que yo, en aquella época, era bastante ingenua. No me explico cómo pude estar tan ciega. La verdad es que, entonces, todo lo que rodeaba a Rogelio se me antojaba terriblemente vago, como flotando en una nebulosa, pero nada más lejos de mí que asociar aquella vaguedad con la verdad dé su vida.
Se muerde el labio. Calla. Duda.
Germán apura el whisky. No comenta. Deja que Marina se explique.
– Por eso cuando Rogelio, aquella noche, me dijo que estaba cansado y que no deseaba acompañarme a casa de Teresa, ni siquiera pude sospechar que lo hacía para evitar a Bruna.
– El declive de la aventura había comenzado hacía ya varios meses-dice Germán.
– Si, lo sé. Estoy al corriente de todo. Incluso podría -decirte por qué motivo Bruna fue barrida de la vida de Rogelio con tanta premura…
Y termina su whisky de un trago. Luego deja el vaso vacío sobre la mesa.
– Aquella noche Bruna estaba exasperada. Teresa decía: «Ha bebido demasiado…» Sus movimientos eran bruscos, como los de una persona que se violenta a sí misma para no dejarse vencer por el decaimiento.
Había cierta rigidez en sus facciones y tenía la mirada brillante con un punto de ira en las pupilas. A decir verdad, cuando la vi tan furiosa pensé: «Tal vez nos ha estado siguien-do…» Pero te observé a ti, comprobé que estabas tranquilo y llegué a convencerme de que no había motivo para alarmarme.
Pero en realidad (luego lo había comprendido) había muchos motivos de alarma. En primer lugar: la ausencia de Tina. Tina jamás se perdía las reuniones de Teresa. Tina era siempre una invitada puntual e insustituible. Era inaudito que, a pesar de haberle dicho a Marina aquel mismo día por teléfono: «Nos veremos esta noche en casa de Teresa», hubiera dejado de presentarse sin dar ¡a menor explicación.
Pero, en aquellos momentos, tampoco aquella ausencia había constituido un motivo de alarma para Marina.
– Fue después de la cena -recuerda ahora-, a los primeros acordes del baile.
Entonces, en las reuniones de sociedad, había orquestas y vocalistas, y espontáneos que subían al estrado para cantar a su vez las canciones de moda.
De pronto Bruna se había acercado a ella: «Necesito hablar contigo», había dicho tajan-temente. Y su lengua se trababa, se volvía rígida también. Era lastimoso verla en aquel estado. Marina pensó: «Sería preciso avisar a Germán.» Pero Teresa le deslizaba al oído: «Síguele la corriente: tiene la perra de hablar contigo y, si no le haces caso, es muy capaz de armar jaleo…»
– La llevé al cuarto de Teresa: desde allí nadie podía oírnos. La música del salón llegaba a nosotros en sordina. De pronto Bruna se arrancó a hablar palabras sin sentido. Frases inconexas. No la entendía. Únicamente comprendí claramente que Bruna estaba furiosa. Yo pensaba: «Ha bebido demasiado y está disparatando.» Procuré calmarla, pero ella me rechazó de un manotazo. Entonces, de improviso, vi a Tina que asomaba tras el batiente de la puerta.
Marina se calla. Observa el efecto que su frase ha producido en Germán. Pero el rostro que tiene delante no acusa ninguna reacción. Y ella sigue recordando lo ocurrido aquella noche.
La presencia de Tina, en aquellos momentos, lo arreglaba todo. Ya no se preguntaba por qué motivo Tina no había estado presente en la cena. Lo esencial era que Tina «había llegado», estaba allí, con su traje de noche, su collar de perlas, su rostro cuidadosamente maquillado y su pelo recogido a lo Balenciaga, dispuesta a ayudarla, como siempre.
Entonces ella le había hecho señas para que entrara y cerrase la puerta. Y Tina entró, sonriendo, con la sonrisa propia de las mujeres de mundo, entre benévola y cínica, la actitud digna, afín a los seres que nunca fallan cuando se los necesita.
Marina vuelve a reír. Se lleva las manos a la cara y deja escapar un suspiro hondo:
– Ni que decir tiene que, al ver a Tina, Bruna redobló su furia. Fue lo mismo que si hubiera «visto entrar a un verdugo. Yo intenté poner a Tina al corriente: «No sabe lo que di-ce, está borracha.» Y Tina asentía, como si asimilara de antemano lo que Bruna iba a reprocharle.
Marina tiene el rostro encendido. El recuerdo y el alcohol han pigmentado su piel y han abrillantado sus ojos. Mira a Germán de soslayo y prosigue:
– Fue una escena verdaderamente jocosa. Deberías haberla visto, Germán. Bruna tenía la apariencia de un perro rabioso a punto de mordernos a las dos…
Después… Había sido un después eterno. Duró lo que duran las vergüenzas públicas o los reproches voceados. Empezó con una pregunta.
– Bruna preguntó: «¿Dónde cuernos habéis metido a Rogelio? ¿Qué habéis hecho con él?» Y lo dijo claramente, sin trabalenguas, las letras bien pronunciadas, en acento cargado de odio.
– ¿Qué pensaste? Marina mueve la cabeza:
– Todavía no pensé nada. Todavía imaginaba que Bruna estaba desvariando. Volví a acercarme a ella y traté de explicarle que Rogelio se había acostado porque estaba cansado. Bruna nos miró a las dos, a Tina y a mí, como si contemplara un par de monstruos. Luego me lanzó a boca de jarro: «Eres una ilusa.»
– ¿Solamente te dijo eso?
– No: me dijo algo más. Señaló a Tina y exclamó: «No te fíes de ésa; es una puta.» El resto ya lo conoces.
Marina deja de sonreír. El recuerdo todavía le duele. Lo lleva enquistado en la memoria y cuando hurga en él es como si reviviese.
– La acusación me pareció indigna, cruel e injusta. Le grité: «No te consiento que hables así…» Fue entonces cuando Bruna consideró que debía ciarme la bofetada.
Marina contempla el fuego. La mano de Bruna ya no está allí. Se ha esfumado con la leña.
– Al día siguiente os fuisteis a Madrid sin despediros. Y yo pensé: «Se acabó todo: Germán nunca volverá.»
– Pero volví -dice él-. Todavía volví.
– Sí -repite ella-, todavía volviste. Sin embargo ya no era lo mismo. La mano de Bruna lo había modificado todo.
8
Había sido la comidilla de la sociedad. De vez en cuando la sociedad necesitaba nutrirse de chismes sonoros para subsistir. La sociedad era un vampiro incoherente y gigante que buscaba sin cesar sangre fresca para sustentarse.
A veces arremetía contra una pareja adúltera, otras contra un sacerdote renegado, otras contra una muerte turbia… Aquel año los colmillos se hincaron en la carne tierna y lechosa de tres mujeres.
La noticia corría de boca en- boca: «¿Sabéis lo que ocurrió la otra noche en casa de Teresa?» Y los colmillos se afilaban, crecían, rozaban en seguida las hipótesis más fantásticas: «Bruna dio una bofetada a Marina.» Las versiones eran casi todas subjetivas. Dependía en gran parte de la simpatía que el interlocutor sintiera por una o por otra. Algunos se decan-taban hacia las explicaciones más inverosímiles: «Marina insultó a Bruna y ésta se defendió pegándole.» Otro» se cebaban en Bruna: «El alcohol y las drogas no compaginan.» Y había quien aseguraba que Tina había sido la causante de todo: «Fue ella y solamente ella la que provocó la pelea.»
Pero la síntesis era la misma: «Los Cebrián y los Alcántara han roto su amistad.» Sobre aquel punto nadie discrepaba. Todo el mundo supo en seguida que entre los dos matrimo-nios habían surgido hostilidades definitivas: cuestiones de honor que en otras épocas se hu-bieran ventilado con un duelo.
– Nunca llegaste a explicarme lo que ocurrió después -dice Germán intrigado.
– No lo creí necesario. Era obvio que tú lo sentías más que nadie. Lo que de verdad me preocupaba era la actitud de Rogelio.