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– Parecía como si su único objetivo fuera volverme insegura, amordazarme con temores abstractos… Me hablaba de fracasos, de torpezas mías que la gente comentaba a mis espaldas, cosas menudas pero implacables… Y, te lo aseguro, conseguía atemorizarme. Pero mi temor no era egoísta. En realidad, temía por él. Me dolía que, por mi causa, Rogelio pudiera quedar en ridículo…

– ¿Qué hiciste?

– Lo último que debí hacer: le pedí perdón. Le prometí que, en adelante, nadie hablaría de mí. Le di mi palabra de que ya nunca volvería a dar conciertos… Pero, en el fondo, le estaba pidiendo perdón por otras cosas: por haberme distanciado de él, por haberte querido a ti, por no responder, como era debido, a su generosidad… Gracioso, ¿verdad?

– Gracioso -repite él.

– Creo que nunca te lo he confesado, pero a partir de aquel momento me propuse olvidarte, Era la única forma que se me ocurría de recuperar la dignidad.

– Nunca la perdiste. Al menos conmigo…

– A veces lo que se desea puede ser tan culpable como lo que se obtiene.

Y se calla: analiza la frase que acaba de pronunciar. Intuye que Germán no la entiende.

– Por eso te he dicho antes que a pesar de tu regreso, a pesar de nuestros escasos encuentros posteriores, la mano de Bruna lo había modificado todo.

9

Había sido un regreso inesperado, oculto para todos menos para Marina.

Hubo una llamada telefónica: un acuerdo. Una cita en el vacío restaurante de Miramar y un sumergirse luego en las calles viejas de la ciudad, metidos en un taxi con gasógeno, que olía a rancio y a la colonia de Germán.

Le habían dicho al taxista: «No se detenga: circule por donde usted quiera, pero no salga del área.» La cuestión era evitar a toda costa que la gente supiera que ellos dos estaban juntos. Tras la rotura de relaciones entre los Cebrián y los Alcántara, no se podía obrar de otro modo.

Así había transcurrido la tarde: serpenteando por callejas sórdidas. Eran barrios que se caracterizaban por su independencia, grises, turbios y mediocres, de realidades civiles poco relevantes, como no fuera cuando alguno de ellos saltaba a las páginas de un periódico.

Y, por primera vez desde que se habían conocido, Marina tenía la impresión de que entre ellos existía algo sórdido, algo deleznable: bastaba echar un vistazo al rostro aburrido y resignado del taxista para comprender lo que estaba pensando. Pero había que afrontar cual-quier suposición. Aquella entrevista era indispensable. Había un mundo de cosas que ventilar. Existían demasiados acuerdos pendientes de trámite.

– Entonces, aquellas calles todavía tenían algo de pueblo -comenta Marina-. ¿Recuer-das, Germán? ¡Qué distinto era todo! Eran calles con sonidos propios, no como las de ahora.

– Es cierto: había niños jugando en las aceras y perros ladrando y radios en sordina emitiendo seriales. Aquella tarde habían hablado mucho. Pero e! suceso de la mano era todavía demasiado reciente para comentarlo con imparcialidad. En realidad aquel episodio, por encima de cualquier contingencia, constituía una amenaza. Una amenaza que los condi-cionaba a una postura nueva y a un nuevo punto de vista. Por eso no se perdían en analizar detalles. Más que disertar sobre «lo que había ocurrido», urgía plantear lo que podía ocurrir.

Aquélla había sido la razón de que no hubieran desmenuzado el caso como lo están desmenuzando ahora. El sesgo angustioso de su mutuo sentimiento iba desviándose hacia otras latitudes, y había que dejar asentadas infinidad de circunstancias.

– Creo que aquella tarde ni tú ni yo hablamos con franqueza.

– Es posible -admite él-. A veces la verdad es demasiado sucia.

– Sí -contesta ella-, hay pudores inevitables como hay impudicias inevitables…

– Me propusiste: «Es mejor que no volvamos a vernos…» En realidad esa frase me la habías dicho infinidad de veces, pero aquella vez sonaba distinta.

Germán tiene razón. Aquella tarde ella estaba decidida a romper con él de un modo rotundo.

– Recuerdo que te arrancaste a hablar de tus hijos, de tu conciencia, de tu marido… Dijiste: «Rogelio no merece que, por mi culpa, su nombre quede en entredicho…»

– ¿Eso dije?

Y de nuevo rompe a reír.

– No debiste dejarme en el engaño.

Sin embargo, no se lo reprocha: lo comenta. Nadie puede reprochar una fotografía vieja por muy desacertada que hubiera resultado.

– Tuve la impresión de que ya no eras la misma: algo parecía haberse modificado en ti…

– Recuerdo muy bien aquella tarde -dice ella-. Había momentos en que ni siquiera me daba cuenta de que estábamos juntos. Rogelio ocupaba por completo mis ideas. Rogelio y mi remordimiento. Tú me comunicaste: «Mañana regresaré a Madrid en el tren de las ocho. Si tú lo quieres, no volveré…»

– Estabas inquieta, mirabas continuamente el reloj… Dabas la impresión de querer zan-jar pronto nuestra entrevista…

– No te equivocabas. Me apremiaba dejarte. La incomodidad me iba creciendo por minutos…

– Te propuse que nos despidiéramos allí mismo, en una bocacalle de las Ramblas… Y tú aceptaste.

Había sido un adiós frío, lleno de premura y de miedo. Germán había bajado a toda prisa y el gasógeno había continuado su carrera, vacío ya de miedo y de Germán. Con una mujer dentro llena de propósitos buenos, inmunizada contra cualquier sentimiento Que pudiera apartarla de ellos.

– Recuerdo que, al apearte, me sentí aliviada -confiesa ella-. Nunca hubiera podido imaginar que fuese tan sencillo renunciar a ti. Creo que pensé: «Tal vez no lo quiera como yo suponía.»

– Yo me quedé en la calzada, desorientado, incapaz de reaccionar. Contemplé tu coche hasta que lo perdí de vista.

– Al llegar a mi casa -continúa Marina-, fui directamente a mi cuarto… ¿Sabes lo que hice? Destruí todos los recuerdos que me ligaban a ti. Había cartas, fotografías, entradas de cine…

Y ríe con desgana, con una risa tan destruida como los recuerdos de aquella primera etapa.

– ¿Te dolió hacer eso?

– No, eso era lo curioso. Fue una aniquilación sin desgaste. Tenía la impresión de que no era yo la que actuaba.

– ¿Y de verdad creías que nunca volveríamos a vernos?

– En todo caso, tenía la convicción de que si volvía a verte, mi decisión no iba a al-terarse. Me sentía igual que si hubiera salido de un pozo, o de un pantano, o de cualquier lugar absorbente. Lo único que me importaba era recobrar a Rogelio. En aquellos momentos yo todavía suponía que nuestro evidente alejamiento se debía a mí. No sospechaba aún que la culpa fuera de él.

– Las mujeres sois simplistas.

– Di mejor simples. Vanidosamente simples. Más de una vez había yo pensado: «Roge-lio se siente traicionado: seguramente espera de mí algo que yo no capto a causa de Ger-mán…» No se me ocurría imaginar que el descontento de Rogelio era una forma de sacudirme de su vida.

– En efecto: la suposición era presuntuosa.

– Pero lógica. Yo confiaba en él. ¿Comprendes? ¿Cómo sospechar que lo que Rogelio estaba deseando precisamente era provocar mi fatiga?

Poco a poco aquella fatiga había ido creciendo en ella. Era una fatiga inquieta, que la obligaba a replegarse, a sentirse continuamente en inferioridad de condiciones. Sobre todo cuando Rogelio repetía: «Mi mujer es muy extraña y ha perdido el gusto de vivir. Nada le divierte, nada la complace.» Y ella había llegado a creer que Rogelio tenía razón y que su lasitud (aquella lasitud que aumentaba de día en día) no era provocada por el propio Rogelio, sino por ella misma.

Recuerda ahora los cargos de Tina. «El pobre Rogelio está cada vez más solo… Deberías esforzarte.» Pero cuando se esforzaba, surgían inmediatamente las barreras, que nunca podía evitar y que se instalaban entre ambos del modo más inexplicable. «Mejor será que no me acompañes, Marina: vas a aburrirte mucho…» Y se iba solo. La dejaba tras la barrera, con su desorientación y su carga de remordimientos. Luego repetía a todo el mundo: «Ya lo estáis viendo: mi mujer no quiere acompañarme.»