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Se pregunta ahora -qué aspecto tendría Bruna antes de morir. Decían que las drogas la habían desfigurado y que en los últimos tiempos no era ni la sombra de lo que había sido. «Y el marido en el extranjero con Vilana…»

El trayecto del autocar, de puro breve, resulta innecesario. Pero la lluvia cae implacable y el viento arrecia furioso: una medida agradable. Los viajeros la agradecen.

– No se detengan, por favor.

Tras la segunda cristalera del pabellón de llegada, un mundo de rostros se hacina junto a la puerta. El transitar se vuelve difícil. Marina piensa que el hecho de llegar a un aeropuerto con ínfulas internacionales siempre causa cierta humillación. Hay una extraña identificación entre el grupo de pasajeros con las manadas de corderos. Los altavoces podrían ser los ladri-dos del perro pastor.

– La Compañía Iberia anuncia la llegada de su vuelo 331, procedente de Roma.

La mujer que sostiene al niño, se queja: -Esa obsesión de apiñarse en la entrada… En torno al rotativo, un nutrido grupo de pasajeros aguarda la aparición de las maletas. La mujer que sostiene al niño, continúa quejándose:

– Y ahora, a esperar el equipaje. Con un poco de suerte, podremos salir de aquí antes de una hora.

Su cansancio es ya manifiesto. No sólo apunta en las ojeras: lo lleva pegado al cuerpo. Lo proclama el desaliño de su vestido, la forma de agarrar al niño, el rodal de colorete mal colocado, y, sobre todo, la curvatura de su espalda. El niño se rebulle en sus brazos, gime bajito, se cansa del cansancio de la madre.

– Me gustaría ser uno de esos viajeros -comenta Marina.

– ¿A qué se refiere?

– A los que vienen de Roma.

No sabe por qué lo ha dicho. Es una de esas frases que cabalgan a lomos de un deseo difuso, sin excesivo arraigo. Probablemente un reflejo condicionado, provocado por lo que anuncia el altavoz.

La mujer contempla a Marina con aire ausente, ajena a lo que ésta acaba de manifestarle, pendiente sólo del cansancio que lleva encima, de las maletas y del crío que se rebulle, egoís-ta, en sus brazos excesivamente flácidos. La mujer quisiera sentarse, pero sabe que el artefac-to rotativo puede ponerse en marcha en cualquier momento. Se apoya contra la pared. Suspira. Marina pregunta:

– ¿Puedo ayudarla?

La mujer niega con la cabeza y el rodal colorado del rostro va intensificando la palidez de la piel que lo circunda.

Las maletas asoman ya, húmedas, deslucidas y abolladas. Parecen coristas caducas exhi-biéndose torpemente por la pasarela de un teatro barato. Al desfilar, dejan tras ellas un denso aroma a moho y un charco de agua sucia. Marina insiste:

– ¿Puedo ayudarla?

La mujer sonríe. Señala los bultos. Marina los rescata sin dificultad y los coloca en el carrito.

– Gracias -dice la mujer-, ha sido usted muy amable.

Y comienza a alejarse, nave adentro, arrastrando el carrito.

Al verla marchar, Marina vuelve a sentir lástima por ella. Una lástima grande que no llega a definir. Le duele la soledad de esa mujer. Piensa: «Seguramente nunca volveré a ver-la.» Y de nuevo asocia esa lástima a la que le produce la muerte de Bruna. «Tampoco a ella volveré a verla.» Bruna se ha ido definitivamente, como Rogelio, como tantos otros, dejándo-la con los interrogantes de siempre suspendidos sobre su vida. Sin defensa. Sin la posibilidad de aclarar, de convencer, de sopesar…

La sala se despeja lentamente de voces, pisadas y roces. El rotativo está a punto de dete-nerse. Las maletas van espaciándose. Marina se acerca a un empleado.

– Mi equipaje no llega -dice sonriendo.

El empleado la mira con aires de persona infalible:

– No se preocupe; ya llegará.

Aguarda unos instantes, serena, todavía confiada. De pronto el rotativo cesa.

– No ha llegado -dice Marina.

El empleado cambia de expresión. Pone cara de fastidio.

– Vaya usted a reclamaciones: yo no puedo hacer nada.

La frase del empleado descorazona, desequilibra el ánimo y salpica de malestar el viaje que Marina acaba de hacer.

También insufla una actividad con la que ella no había contado. Es como si un camino de hormigas, bien organizado, se viera de pronto trastocado por la torpe pisada del hombre.

Comienza la revisión de equipajes. Interviene la policía. Surgen preguntas obvias: «¿Nú-mero de vuelo? ¿Carnet de Identidad?» Luego las disculpas: un variado repertorio de discul-pas: «Insólito, increíble… Una simple maleta y perdida…»

Marina se ve rodeada de personal, atendida, llevada y traída; tiene la impresión de ser ella la única pasajera del aeropuerto. Escucha frases inconexas: «Madrid no acusa registro…» «Madrid asegura…» «Barcelona no se hace responsable…» La trasladan a la sala de espera. Señalan el mostrador del bar:

– Pida usted lo que guste: la Compañía invita.

– Pero la maleta…

– Un momento de paciencia, señora; no puede perderse. Hemos vuelto a ponernos al habla con Madrid.

Intentan tranquilizarla, inventan mil suposiciones, le sirven café. Marina piensa: «Mejor hubiera sido pedir tila.»

La azafata que la acompaña no cesa de hablar. Explica infinidad de casos como el suyo.

– Todas aparecieron. Jamás se ha perdido nada.

La musiquilla, que pretende templar los nervios, se vuelve inquieta, se mezcla a los susurros, a las pisadas y al constante tintineo de vasos y tazas que arranca del mostrador.

Hay un continuo ir y venir de camareros, de gentes que viajan, de niños que juegan a volar.

Marina se siente culpable. No sabe de qué. Sospecha que el trastorno se debe exclusiva-mente a un fallo suyo. La tranquilizan. Alguien le anuncia:

– Acaban de comunicarnos que su maletín se ha quedado en Madrid. Un descuido im-perdonable. Lo remitirán sin falta en el próximo vuelo. Nosotros mismos nos encargaremos de enviarlo a domicilio.

Suspiros de alivio. Caras sonrientes.

– No podía ser de otro modo.

Marina se levanta: radiante, contenta, agradecida.

Se despide de todas las caras que, durante un buen rato, han pendido de la suya.

Mira en torno, no sabe por qué: otro reflejo condicionado. Se dispone a salir, pero se queda.

Sin ninguna razón se da una tregua a sí misma. Una tregua inconcreta, como si de ante-mano supiera lo que va a ocurrir.

Piensa: «Debo irme.» Pero no se va.

Contempla su taza de café (ya vacía), las sillas circundantes (casi todas llenas); el pavi-mento, salpicado de colillas y de papeles…

La musiquilla del altavoz se detiene. Un segundo. Es un silencio corto que abarca un mundo de premoniciones.

De pronto una extraña lucidez le aclara ese cúmulo de pequeños acontecimientos que la han mantenido inquieta.

Mira el altavoz. No puede dejar de mirarlo. Es más fuerte que ella.

Y escucha, no sólo con los oídos, sino con todo el cuerpo, lo que el altavoz está dicien-do:

– Se ruega al pasajero de Roma don Germán dé Alcántara que tenga la bondad de pasar por las oficinas de vuelos nacionales.

Y todo, hasta la muerte de Bruna, deja de tener importancia.

2

Se deja caer de nuevo en la silla. Piensa: «Debo salir de aquí inmediatamente.» Pero teme que su actitud signifique una huida. Ella no tiene por qué huir de nada ni de nadie.

Tampoco siente miedo. El miedo suele regirse por ciertos destellos de esperanza y Mari-na ha traspasado ya la edad de las esperanzas humanas. ¿Curiosidad? «Nunca fui curiosa…» La curiosidad se anquilosa a fuerza de andar reteniéndola.

«¿Por qué me he sentado entonces?» A veces las cosas se hacen sin motivo alguno; a im-pulsos del ambiente.

La lluvia, tras los cristales, sigue cayendo implacable. Acaso la lluvia esté influyendo. Acaso ha sido ella la causante de su pequeña debilidad. Rápidamente se hace una compo-sición de lugar. Analiza los hechos fríamente. En algún punto no muy lejano, Germán de Al-cántara probablemente departe con alguien, acaso solicite algún pasaje. Sabe (porque lo han dicho los altavoces) que acaba de llegar de Roma y también que en la oficina de vuelos nacio-nales reclaman su presencia. «Tal vez intente regresar urgentemente a Madrid…» Sin duda la muerte de Bruna lo ha obligado a suspender su viaje por el extranjero.