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– Es muy difícil luchar contra un enemigo que se oculta, Germán. Y Rogelio se ocultaba. Se escondía tras una idiosincrasia que no le pertenecía y que todos, hasta sus amigos íntimos, consideraban sincera.

Marina respira hondo y cierra unos instantes los ojos. Recuerda al Rogelio que ella ela-boraba en sus probetas particulares: un Rogelio consecuente, sereno, incapaz de un desvío, incapaz de una doblez. Un Rogelio que no la dejaba a merced de aquellos aburrimientos que (tal vez sin darse cuenta) él mismo fomentaba, sino que se esforzaba por ayudarla, por salvarla del hundimiento que la estaba amenazando.

Y lo asocia al Rogelio de los últimos años: los de su enfermedad. Aquellos años «distin-tos» a los anteriores: ajenos por completo a todo resentimiento y a todo equivoco y que al fin le mostraban al Rogelio deseado, el que siempre hubiera necesitado tener.

– ¡Qué mal nos conocemos unos a otros! -dice Marina-. O quizá lo que ocurre es que, sin darnos cuenta, cambiamos, nos volvemos otros… Y así, naturalmente, no hay modo de conocerse…

Contempla el rescoldo de la chimenea. Se da cuenta de que el fuego está a punto de extinguirse, pero ya no lo aviva. La habitación se ha caldeado.

– Rogelio era un hombre influible -sigue diciendo Marina-. No podía remediarlo. Casi siempre se dejaba llevar por el último que le insuflaba una idea. Mi torpeza consistió en no explotar esa peculiaridad suya.

– ¿Crees tú que hubieras podido remediar algo?

– Lo dudo, pero al menos me hubiera quedado la satisfacción de haberlo intentado.

– No debes reprocharte nada: tus propósitos eran buenos.

– Pero ineficaces. Aquella noche, después de haberme separado de ti, tuve que enfren-tarme con un Rogelio completamente opuesto a mis propósitos.

Sonríe melancólicamente. Piensa: «No hay razón para sacar a relucir cosas tan alejadas del presente, tan convertidas en tiempo.» Pero la atenta actitud de Germán la anima a seguir hablando.

– Su mal humor era evidente. Ignoro lo que le habría ocurrido. Lo cierto es que empezó, como de costumbre, a zaherirme con vaguedades: «La gente dice…» La difusa «gente» de Rogelio siempre preludiaba sus ataques. «La gente» era su terrible adivinanza. Una adivi-nanza que nunca llegué a descifrar cuando él vivía. Luego «la gente» fue Tina y Rosario, y acaso otras personas que ya no me tomé la molestia de descubrir.

Germán sigue inmóviclass="underline" sus gafas enfocadas hacia ella.

– Según él, «la gente» comentaba, censuraba, atacaba… «Yo educaba mal a mis hijos.» «Yo era extravagante.» «Yo hacía el ridículo interpretando a Schubert…» «Yo vestía mal.» «Yo no sabía comportarme en sociedad…»

Se detiene. Piensa: «Tal vez no deba hablar así de un muerto.»

– ¿Y luego? ¿Qué pasó luego?

Marina piensa que hay algo morboso en la curiosidad de Germán. Dice éclass="underline"

– Es apasionante desmenuzar todo lo que nos ha situado en el presente.

«Habla como si fuéramos muñecos o figuras decorativas, o piezas de ajedrez movidas por algo superior a nosotros», se dice ella.

– Para ser exactos, no bastaría desmenuzar nuestros actos, sino los de todos. Al fin y al cabo, no estamos solos, Germán, dependemos de los demás. Todos influimos en todos. Cada historia es el resultado de millones de historias. No es justo culpar solamente a Rogelio. También yo era culpable. Sea por lo que fuere, yo «defraudé» a Rogelio. Y todo aquel que defrauda, traiciona.

– ¿No estarás juzgándote con excesiva severidad?

– Nunca somos lo bastante severos con nosotros mismos -dice ella con firmeza-. Ése es otro de los descubrimientos que sólo podemos hacer cuando llegamos a nuestra edad.

A pesar del calor que emana de la chimenea, las manos de Marina están frías. Por eso las frota una contra la otra, y encoge los hombros y mira la ventana con la esperanza de ver salir el sol.

– Excuso decirte que, aquella misma noche, el torreón de mis buenos propósitos, se vino abajo. Recordé de pronto todo lo que por la tarde había desdeñado. Recordé aquel adiós frío y rápido en un taxi detenido en las Ramblas. Recordé de golpe todo lo que volun-tariamente había perdido y que probablemente jamás iba a recobrar… Y recordé que era joven: que ante mí se extendía un camino largo, interminable… Un trayecto vacío, creado pa-ra mí sola.

Y supo que si no moría, la soledad, para ella, iba a ser como un virus imposible de curar: una de esas enfermedades mortales, pero que no mataban: algo que se contraía, como se contraen las viruelas o la tuberculosis; que desgastaba el organismo y dejaba señales.

– Y te recobré. Germán. Te recobré con mayor virulencia que antes. Te recobré aquella misma noche, en mi insomnio, en aquel llanto que Rogelio no oía porque estaba durmiendo. Tal vez si se hubiese despertado, si me hubiese preguntado: «¿Por qué lloras, Marina?», si se hubiese interesado, aunque sólo fuera por educación, por lo que me estaba ocurriendo, yo hubiera vuelto a perderte. Pero Rogelio dormía… o fingía dormir… no lo sé. Y yo era una isla devorada poco a poco por aquel mar de su sueño.

Marina vuelve a mirar la ventana. Decididamente, el sol no lleva trazas de asomar. Al contrario. La niebla se acentúa y el día va pareciéndose cada vez más a una noche.

– También aquel sueño era culpable.

Las gafas de Germán se desvían. Mira el vaso de whisky.

– ¿Puedo servirme otro trago? -pregunta.

Lo hace él mismo, generosamente. Luego vuelve a sentarse en el sillón.

– Así que me recobraste -dice después del primer sorbo.

Marina intenta bromear:

– Como se recuperan los furúnculos cuando uno imagina que han sido curados.

Y ríen otra vez.

– Por eso te he dicho antes que el amor es una especie de nivel, un hueco que pide ser rellenado, una autosatisfacción compartida: la persona es lo de menos.

Germán no se inmuta:

– Quizá tengas razón -admite.

– No te quepa la menor duda -insiste ella-. Si aquella tarde Tina no se hubiese entre-vistado con Rogelio, si él no hubiese llegado a casa furioso, si no me hubiese hablado «de la gente», si no me hubiese dejado llorar toda la noche, yo, al día siguiente, probablemente no hubiera corrido a tu encuentro.

– Pero tardaste, tardaste mucho.

– Fue el día más largo de mi vida -recuerda ella-. Sabía que tú no te ibas a Madrid hasta las ocho de la tarde, que tu tren salía de la estación de Francia…

– Aunque te parezca insólito, estuve esperando tu llamada telefónica desde por la ma-ñana: no podía aceptar aquella despedida nuestra tan helada y tan esquiva. Tenía el presen-timiento de que de alguna forma tú ibas a romper el hielo de un momento a otro.

Pero Marina se había resistido. Había supuesto que las batallas se ganaban «dejando pasar las horas», sumando minutos vacíos… Ignoraba que, para vencer de verdad, era preciso algo más. Algo que, en aquellos momentos, ella aún no había descubierto, y que luego, al morir Rogelio había poseído en su plenitud.

– Mil veces estuve tentada de llamarte, de rogarte que volviéramos a vernos, de concer-tar un nuevo encuentro y pedirte que te quedaras…

– ¿Por qué no lo hiciste?

– Había varios motivos; me avergonzaba convertirte en un recurso… Pero además tenía miedo… Sentía los nervios deshechos y me notaba atrozmente cansada…

Era un cansancio nuevo, rodeado de límites: existía la mano de Bruna, existía «la gente» de Rogelio, existía el odio de Rosario y sobre todo, existían sus hijos. Todavía niños, todavía dóciles y cariñosos…

– Había límites -dice ella-, muchos límites.

– Aquel día no llovía -comenta él-, recuerdo que incluso hacía calor.

– Era primavera, como ahora.