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– No, como ahora no. Entonces los días eran más largos y no olía a invierno.

– Éramos jóvenes, tremendamente jóvenes. Por eso el tiempo duraba más.

– Sin embargo, cuando subí al tren me sentía viejo: como si un siglo entero hubiera caído sobre mí. Era duro volver a casa sabiendo que ya nunca iba a verte… Y me arrepentí de no haberte hablado claro, de no haberte puesto al corriente sobre la verdad de tu marido. Sí, Marina, me arrepentí de todo eso y de mucho más.

Pero ella se había mantenido firme y había dejado pasar las horas como dejaba pasar sus latidos, lechan do contra ellas, consultando el reloj cada cinco minutos: temiendo y deseando a la vez que aquellas horas se esfumaran. Dando valor a cada segundo y procurando olvidar que todavía quedaba tiempo, que Germán aún estaba allí, en la habitación de su hotel, aguardando el momento de dirigirse a la estación de Francia.

– A las ocho menos cuarto pensé: «Ya está. Ya he ganado la batalla. Germán ha subido al tren y yo no he dado un paso para retenerlo…»

– ¿Te quedaste tranquila?

– Sabes muy bien que no. Fue peor, mucho peor. Nada más horrible que el hecho consumado. Y tu subida al tren era un hecho consumado.

Fue al mirar los abetos del jardín. Los vio bañados en sombras, quietos, más desolados que nunca. Y le dio horror imaginar que ella podría contaminarse de aquella desolación. No quería parecerse a ellos.

Recordó de pronto que ella no estaba enraizada en la tierra; ella no era un árbol, ella podía moverse y andar y correr… Ella todavía podía salir de allí, escapar de los abetos, dejarlos solos en su desolación…

– Recordé que el tren no salía de la estación hasta las ocho en punto y que si me daba prisa, aún podría alcanzarlo en el apeadero de la calle de Aragón.

Germán sonríe con sonrisa indulgente: como la que se esboza cuando se contempla una película muda.

– Al meterme en el coche, vi la silueta de Rosario atravesando la calle. Me hizo señas para que me detuviera, pero yo fingí no haberla visto. No podía permitirme el lujo de perder ni un segundo. Afortunadamente, el tráfico de entonces era escaso y los coches no suponían un problema para la circulación.

Había conducido alocada, el pecho oprimido, la respiración tumultuosa. Respiraba al ritmo del tren que se dirigía hacia su misma meta. Pensaba: «Ahora estará en las afueras». Y se esforzaba en imaginar todo lo que Germán estaba viendo en aquellos momentos: el cruce de los raíles, los postes eléctricos, las casuchas viejas del alfoz, el túnel… Tenía la sensación de que, al imaginar todas esas cosas, se identificaba al tren en el que Germán viajaba, e impedía que se le adelantase.

– Bajé por el paseo de Gracia como un rayo -explica Marina-. No entiendo cómo no provoqué un accidente. Entonces apenas había semáforos. ¿Recuerdas? Nada me detenía. En el fondo no me hubiera importado no llegar nunca. Lo que realmente me importaba era llegar tarde.

– Llegamos a la vez -dice él. -Sí -repite ella- llegamos a la vez. -En cuanto el tren se detuvo en el apeadero, te vi bajar corriendo por la escalera. Ibas vestida de blanco…

El revisor repetía: «Rápido, no se entretengan.» Había un barullo grande. Un barullo lleno de urgencia, de humo, de suciedad. Un fuerte tufo a hollín lo invadía todo.

Marina se vio de pronto frente a él. Y el tufo a hollín olía a la colonia de Germán. Lo demás se esfumaba. Eran imágenes de relleno, circunstancias que carecían de valor.

Germán la estrechaba entre sus brazos. Le repetía palabras que le inyectaban vida, que la rescataban de aquella muerte a la que se había entregado durante todo el día. Y no pensó en nada. Sólo en que Germán la tenía en los brazos, que se despedía de ella sin frío, sin el horrible sudario de la tarde anterior. No hizo preguntas. No había tiempo de hacerlas. El tren no cesaba de bufar y la gente se iba acomodando en sus puestos: «Usted, señor, va a perder el tren…» Y Germán repetía: «Por muchos años que pasen…» Fue un instante. Un instante eterno. O una eternidad instantánea: algo que recordar toda la vida.

Después Germán había subido de nuevo al compartimiento. Las ruedas se movían. Los vagones arrancaban hacia el túnel, ruidosas y renqueantes, tal como habían venido, pero con la carga completa.

Y ella se quedó allí, junto al quiosco de bebidas, contemplando los raíles, relucientes y desnudos, destacando nítidos sobre un pavimento de piedras chamuscadas.

Luego se había sentado en un banco, aturdida, con su victoria de cartón convertida en derrota.

Algo había acabado para ella. Algo que, sin embargo, persistía en su destrucción, y que, probablemente, persistiría siempre.

Pronto el andén había quedado vacío pero el humo del tren continuaba subiendo lenta-mente por el hueco que partía la calle.

– Aquella calle ya no existe -dice Marina-. Ahora es como una avenida.

Una avenida más en la ciudad, sin estaciones visibles ni huecos cercados por baran-dillas. Una avenida amplia, liberada de humos pero infectada de coches.

– Me llevé tu imagen como si me llevase un tesoro -dice él.

– Yo tardé en subir a la calle -contesta ella-. Pero cuando llegué arriba, el humo de tu tren todavía serpenteaba por los tejados.

10

Los cristales del salón se secan lentamente y aunque las fachadas de enfrente continúan goteando, el cielo parece forcejear entre el sol y la niebla a impulsos de una prima-vera que lucha por subsistir.

Germán deja su vaso en la mesa y se pone en pie.

– Aquella tarde, cuando llegué a mi casa, estuve a pique de contárselo todo a Rogelio -confiesa Marina.

– ¿Qué te lo impidió?

También él habla con la mirada desviada.

– No lo sé con exactitud: tal vez mi temor a herirlo.

– Únicamente lo hubieras herido en su amor propio.

Lentamente camina por la estancia, se detiene ante un cuadro y entorna los ojos para verlo mejor. Marina permanece sentada. Sabe que Germán se ha levantado porque escucha el crujido de sus zapatos. Entonces mira el sillón y observa el hoyo que ha dejado su cuerpo: «Mañana la asistenta borrará su huella», piensa Marina.

– ¿Cómo podía yo saberlo?

Pero aquella vez la huella de Germán estaba en su cuerpo y sólo había un medio de suprimirla: descargando su conciencia.

– De cualquier forma no hubieras conseguido nada. Acuérdate de lo que te dijo años después…

– Es posible -responde Marina-. Pero hubiera sido tan maravilloso apoyarme en Ro-gelio y pedirle que me ayudara… ¿Qué podía él reprocharme? Entre tú y yo todo era limpio…

Germán señala un cuadro: flores, luz, colores desvaídos.

– ¿Sacharoff? -pregunta.

Ella asiente.

– Lo adquirí hace años -explica Marina-, cuando aún no había muerto. Entonces no se cotizaba como ahora.

– Siempre ocurre lo mismo -dice él-, nunca cotizamos suficientemente aquello que tenemos al alcance de la mano…

Y Marina tiene la impresión de que Germán, en estos momentos, no habla del Sacha-roff.

– La incertidumbre es patrimonio de los artistas – comenta ella.

– Y de los que no lo son.

Y contempla el cuadro con insistencia, prendido de aquella incertidumbre que lo ha hecho posible.

– De todos modos, creo que si Rogelio, aquella noche, me hubiese preguntado de dónde venia, yo le hubiera dicho la verdad.

Germán se vuelve hacia ella. Marina y el Sacharoff se funden, se mezclan en una con-fusa gama de matices.

– ¿Crees que habría reaccionado?

– Quizá me hubiera bastado provocar su reacción: hablarle, sincerarme, ser yo misma sin repliegues… Tal vez entonces hubiera conseguido lo que necesitaba.

Traga saliva. Carraspea.

– ¿Qué era?

– Olvidarte.

Germán abandona el Sacharoff y recupera su vaso.

– Pero Rogelio no preguntó: no le interesaba saber cómo empleaba mi tiempo. Se había acostumbrado a no hacerme preguntas. Tal vez adoptara aquella postura para evitar que yo le hiciese preguntas a él.