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Marina se recuesta de nuevo en el sillón y mira el humo, que de nuevo busca el hueco de la chimenea:

– La verdad es que, en aquella época, toda yo era un amasijo de contradicciones: una mezcla de vergüenza y de desprecio hacia quien la provocaba, una lástima grande por Rogelio y un rencor ineludible por lo que me hacía sufrir… Y así viví durante años y años; sin entender nada. Cansada de todo y de todos.

Sonríe. No quisiera abrumar a Germán con aquel cansancio suyo. Dice luego:

– Llegó un momento en que lo único que me importaba, era no despertar su irritación, no provocar sus continuos y machacones despropósitos. Evitar a toda costa su malestar.

Así había comenzado a distanciarse de su marido: sometiéndose a ciegas, tanteando la superficie para no herirlo, pero sin hurgar el fondo. Y así, también, había comenzado el vacío total, la incomprensión total, el total divorcio de sus ideas mutuas.

– Procuré anularme: darle la razón en todo. Cuando alguien atenta contra nuestro pro-pio criterio y lo deja inservible, no existe más defensa que claudicar.

– ¿Conseguiste aplacarlo?

– Conseguí sus bostezos -dice ella riendo-. Eso fue todo lo que conseguí. Germán se lleva el cigarrillo a los labios. Centra sus gafas. Marina prosigue:

– Hasta que un día cometí un error fundamentad: se lo conté todo a Tina.

– Era previsible -dice él-; las mujeres soléis cometer ese tipo de suicidios.

11

– Fue lo mismo que meterme en la boca del lobo -sigue explicando ella-. Una cosa e-ra que Rogelio supiera la verdad a través de mi versión y otra cosa era conocer esa versión a través de Tina.

Visto el asunto de lejos, era sencillo percibir la influencia que había ejercido Tina en las reacciones de Rogelio. Pero no sólo había sido Rogelio el que acusara entonces la influencia de Tina. También Rosario había dado muestras de experimentarla.

– Por si fuera poco, Tina y Rosario se hicieron amigas -dice Marina-. Se trata de una amistad incomprensible, no sólo por la diferencia de edad, sino por la diferencia de mentali-dades.

– Efectivamente -comenta él-, te metiste en la boca del lobo.

– Te preguntarás sin duda cómo no llegué a sospechar el juego que Tina se traía entre manos… Es muy sencillo: también ella cometió uno de esos «atentados» contra el criterio de los que te he hablado antes. Y lo peor era que no sólo jugaba conmigo, sino con mi propia cu-ñada.

Marina contrae los ojos, los achica como suele hacer cuando contempla un cuadro a distancia:

– A ella debía de mendigarle su amistad, pero a mí me demostraba que era Rosario la que andaba mendigando la suya. Solía repetirme: «Esa pelma de tu cuñada sé aferra a mí co-mo una lapa.» Y yo la creía. No había razón para no creerla.

Hay gente así. Gente que para conseguir sus propósitos no vacila en tergiversarlo todo y en soportarlo todo. Tina conocía a fondo las flaquezas de Rosario, flaquezas que la ponían en trance de «adorar o detestar». Cualquier nimiedad podía derretir a Rosario. Y cualquier ni-miedad podía convertirla en juez.

Lo esencial era calibrar con acierto aquellas nimiedades, manejarlas con tacto. Y Tina las manejaba con la soltura intuitiva de los irresponsables.

– No vayas a creer que se me escapaba el evidente servilismo de Tina frente a Rosario. Era tan claro como la luz del día. Pero tenía razones para suponer que lo hacía para compla-cerme.

Había cosas irreversibles, cosas que conseguían efectos rápidos y contundentes. Por ejemplo: alabar sus vestidos, sus recetas de cocina, sus frases lapidarias… Y había también lo que «no se debía decir», por ejemplo: «Fulanita es estupenda» (para Rosario nadie lo era). «La vida puede ser alegre» (para Rosario la vida era un erial). «Fulano es muy inteligente» (para Rosario el único hombre inteligente era su hermano). Luego había lo que «no se debía hacer», por ejemplo: sorprenderla en su casa sin haber anunciado la visita, o entrar en el coche antes que ella, o mostrar impaciencia por algo, o interrumpirla mientras hablaba. Así era aquella mujer irritante e irritada.

– Lo cierto es que Tina pasaba horas y horas haciendo compañía a mi cuñada, aunque para ello fuera preciso oírle repetir su invariable repertorio de incongruencias. No vacilaba en darle a entender que su compañía era grata e indispensable. Y le sonreía, siempre le sonreía.

– Ciertamente, no fuiste muy sagaz, Marina.

– ¿Qué quieres? -bromea ella-. Una presume de lince, de sutil, de inteligente, y de re-pente un buen día despierta con la sensación de haber actuado con la torpeza de un oran-gután.

Y vuelve a pensar: «Decididamente, nadie conoce a nadie por muy cerca que lo tenga.»

– ¿Así que Rosario y Tina se hicieron amigas?

– No -rectifica ella -, Rosario era incapaz de tener amigas: tenía sombras. Eso era Tina para ella: una sombra cada vez más imprescindible. Había descubierto que Rosario podía proporcionarle lo que ella jamás había tenido: lujo, comodidades, caprichos, viajes… y, sobre todo la aprobación de Rogelio. Ése era el punto crucial. Con su admirable intuición de tonta había comprendido que, al arrimarse a Rosario, tenía asegurada la admiración de su hermano. ¿Te he dicho alguna vez que Rosario y Rogelio eran esencialmente consustanciales?

Germán no contesta. Fuma, sacude la ceniza y respira hondo:

– Llegó un momento en que casi me alegró saber que mi cuñada y mi mejor amiga eran inseparables. Era una especie de garantía para mí. Rosario siempre me había considerado «funesta» para la familia. Se le había metido en la cabeza que yo me había casado con su hermano por razones económicas. Por eso me alegré de que Rosario fuera amiga de Tina: «Ahora sabrá que esa idea era equivocada», pensaba yo.

Marina toma aliento: lo necesita para explicar la historia de aquel pobre y maltrecho limbo suyo.

– Sin embargo, aquella «garantía» se convirtió pronto en un verdadero infierno. El conflicto que iba creando era cada vez más arrollador: lo ponía todo en carne viva, provocaba crisis que yo no me explicaba, que ni siquiera Tina sabía explicarme y que, de vez en cuando, le hacían exclamar: «Tu cuñada está loca; completamente loca.»

Era entonces cuando Marina le suplicaba a Tina que no rompiese su amistad con ella. «Sobre todo, no me defiendas… Eso la saca de quicio. Llévale la corriente…» Y Tina fingía sacrificarse: «Por tratarse de ti: sólo por tratarse de ti, Marina…»

– Fue una jugada maestra. Una de esas jugadas que salen «por casualidad» y que de ha-ber sido realizadas por gentes inteligentes, quizás hubieran fracasado. Pero la intuición es siempre superior al talento.

Marina vuelve a mirar la calle. Ceñuda, dice súbitamente:

– ¡Vaya día! Ahora, la niebla.

Germán no se mueve. Quizás haya comprendido que Marina busca una excusa para desviar el tema.

– También aquí hay niebla -dice él.

Marina finge no entenderlo.

– ¿Quieres que encienda?

– Sería inútil. La oscuridad persistiría.

Marina se da por aludida. No hay razón para seguir fingiendo.

– De todos modos, la penumbra es buena consejera: la luz excesiva ciega, aturde, en-gaña.

– Lo ideal seria el término medio.

Guardan silencio unos instantes. Ambos se sumergen de nuevo en las tinieblas de otros tiempos, de otras primaveras parecidas a la actual, grises, opacas, lluviosas y repletas de incógnitas que nunca consiguieron aclarar.

– El caso es que, al alejarme tanto de mi familia, al darme cuenta de la hostilidad que formaban en torno a mi, me agarré a Tina desesperadamente. Creo que, por aquella época, le confié hasta el rincón más oculto de mi vida.

– ¿Y ella? ¿Cómo reaccionaba?

– Puedes suponerlo: se ponía de mi parte. Más aún: varias veces fue Tina la que me ayudó a encontrarte de nuevo…