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– Es ahí -indica ella.

Y tuerce hacia el monte: se mete de lleno en una carretera que culebrea hacia arriba.

– Antes era sólo un sendero -recuerda Germán.

Pero ya es una carretera. Una carretera de verdad, asfaltada, trazada con amplitud, ori-llada por setos gigantes.

También el resto del monte ha sido civilizado. Para evitar los desprendimientos de tie-rra, se han plantado palmeras y cactos, defendidos por pedruscos enormes. Sin embargo, la lluvia reciente ha provocado grietas que arrastran tierra, ramas y agua por los acantilados. El coche ruge.

Otra vez el mismo letrero: «Peligro. Desprendimientos.» Pero el coche no se detiene: prosigue, ligero, monte arriba. Son letreros que no afectan: advertencias inadvertidas, como las que señalan la conveniencia de beber agua con cloro.

A medida que el vehículo gana en altura, la tierra se ve más seca y la atmósfera parece despejarse. No obstante, la niebla persiste. Es una niebla ligera que no empaña la visibilidad, pero que se mete pulmón adentro y dificulta la respiración.

No tardan en llegar a lo alto del monte. Miramar está ante ellos, con su edificio intacto, la escalinata húmeda y una hilera de coches detenidos bordeando la acera.

– Ahí tienes nuestro antiguo restaurante -dice ella señalándolo.

Germán lo mira. No comenta. Tal vez la niebla empañe también sus ideas. -¿Desilusio-nado?

– No: me habías advertido. -Y como si despertara de un mal sueño, dice ceñudo-: ¿De modo que ahí han establecido los estudios de televisión? Marina ríe.

– No hay duda: te has decepcionado. Y acelerando el coche suavemente, avanza hacia el restaurante que bordea el precipicio: el pequeño restaurante antiguo que se había espe-cializado en pollos cuando los pollos eran artículos de lujo. Germán lo contempla perplejo. -Solamente queda el horno… -¿Qué esperabas encontrar? Marina ríe. Le divierte la clara desorientación de

Germán.

– El restaurante de ahora está en otra planta -explica ella-. Hay que bajar una esca-lera.

Estaciona el coche junto a la entrada. Se apean. Una brisa helada se cuela por los pelda-ños y enfría los pies. -¿Tienes apetito? -pregunta él.

– Mucho. ¿Y tú?

– Bastante.

Entran en el recinto. Prácticamente está vacío. Pueden elegir mesa sin dificultad.

Se someten al criterio del camarero. Los conduce hasta un lugar estratégico, junto a un ventanal.

La mesa roza la vidriera: la vista abarca el puerto, la inquieta avenida macadamizada, las dragas, los barcos, el trasbordador aéreo, el monumento a Colón…

El camarero les tiende la carta. Es un camarero bien adiestrado, habla en tercera persona y se muestra solícito.

– Tal vez un consomé -sugiere.

No hay eco. Ambos miran el menú. Dudan.

– O tal vez panaché de verduras.

Germán sonríe. Pregunta:

– ¿La especialidad de entonces…?

El camarero adivina. Como buen camarero entiende al cliente sin esfuerzo.

– ¿Cómo no, señor? ¿Se refiere al pollo?

Toma nota, garabatea en su libreta, inquiere detalles. Y Marina piensa: «La maldita nos-talgia…» Es evidente que a Germán le gusta recordar. Y teme. Teme que vuelva a hacerle pre-guntas, que vuelva a remover posos.

– Los señores desearán antes un aperitivo…

– Dos whiskies -pide él.

Y el camarero se va. Los deja a merced del paisaje, del trasbordador detenido, de sus cables curvados chorreando agua, del dedo extendido de Colón apuntando a un mañana que ya se ha vuelto prehistoria.

Marina contempla todo eso, pero sabe que Germán la contempla a ella, con su invenci-ble curiosidad clavada en los cristales de las gafas.

De pronto nota la mano de Germán sobre la suya.

Es una mano helada, pero amistosa.

– De cualquier forma -le oye decir-, no importa lo que haya sucedido. Lo esencial es que consiguieras tu propósito.

Y Marina comprende que de nada ha valido sortear preguntas ni simular interés por todo lo que les ha ido saliendo al paso desde que han dejado su casa.

Pero finge no entenderlo.

Pregunta:

– ¿A qué te refieres?

– A tu empeño en olvidarme. ¿No era eso lo que deseabas?

Marina baja la cabeza: pierde la sonrisa. Dice:

– Era una necesidad.

Fluctúa un malestar que los cohíbe, que los debilita y los limita a un silencio extraño.

Marina empieza a tener miedo de ese silencio. Pero también teme que Germán lo rom-pa.

Lo rompe ella, al fin, preguntando desenvuelta:

– ¿Por qué no me ofreces ahora un cigarrillo?

13

Otra vez la pitillera. Pero Marina no lee la inscripción. El dedo de Germán la tapa. So-lamente asoma la última sílaba de la firma: «na». Y comprende la invencible curiosidad de Germán. También ella quisiera saber, conocer los detalles de ese obsequio y de esa fecha que nada le dice.

Pero se abstiene de hacer preguntas. Es una garantía para ella. Una forma de evitar que Germán se arrogue el derecho de hacer lo mismo con ella.

En el fondo está siguiendo la táctica de Rogelio, la misma que los mantenía horas y horas en silencio y que los convertía poco a poco en dos extraños: dos personas conocidas que lo ignoran todo la una de la otra.

– El mar está tranquilo -comenta Germán.

– La niebla lo ha encalmado.

Desde lo alto resulta fácil observar el mar. Abajo era sólo una mancha gris que se unía al cielo.

Los whiskies no tardan en llegar.

– Por nuestro encuentro -dice Germán alzando el vaso.

– Por tu felicidad.

Germán mantiene el vaso en el aire. Pregunta:

– ¿Por qué descartar la tuya?

Marina sonríe burlona, arquea las cejas y dice:

– No soy yo la que va a contraer matrimonio.

– De todos modos, te deseo que seas feliz.

Y beben. Despacio. Escudriñándose.

– Me hubiera gustado ver las fotografías de tus hijos… ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? -dice él.

– Puedo enseñarte la de mis nietos -dice ella abriendo el bolso.

Le extiende cinco fotos pequeñas. Cinco pedacitos de su vida completamente desligada de Germán. Cinco reductos de una historia que está tocando a su fin y que reclaman a su vez independizarse de ella: convertirse en historia por sí mismos.

Germán los contempla con falso interés. Pero ya no le dice «te envidio».

– ¿Los quieres?

Una pregunta arbitraria. Una pregunta superflua. Marina no comprende cómo se puede tener nietos sin quererlos. Por eso no contesta. Resultaría difícil describirle a Germán su amor por esos cinco niños. Tan difícil como describir un árbol únicamente por su sombra. Eso debe de ser para Germán la idea de «ser abuelo»: una sombra.

Germán le devuelve las fotos. Pregunta:

– Te llamarán «abuela», claro está.

Y la palabra cae sobre el mantel como una losa. Es tan inoportuna como las interrupcio-nes del reloj, o como las visitas inesperadas o los sonidos intestinales.

– ¿De qué otra forma iban a llamarme?

Y se ve a sí misma acompañando a sus nietos al cine algún domingo por la tarde, o pre-parándoles la comida, o cuidándolos cuando están enfermos… Y piensa: «Dentro de unos años, seré un estorbo para ellos.» Porque la vejez es fea, terriblemente fea. Hay algo sórdido en la vejez. Algo que repele.

Vuelve el rostro hacia el ventanaclass="underline" el cielo va adquiriendo un tinte amoratado, un matiz que presagia tormenta. También ese cielo resulta caduco y feo.

– Tú, al menos, nunca te oirás llamar así.

– Entonces… ¿te molesta ser abuela?

– No -dice ella- me molesta que mis nietos comprendan que lo soy. Me llaman de ese modo porque no existe otro vocablo para distinguirme. (Me refiero a un vocablo sensato.) Pe-ro todavía ignoran lo que esa palabra supone.

– ¿Te gustaría ser joven otra vez?

Marina contempla su vaso de whisky, su cigarrillo, la arruga mal planchada del mantel.