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Observa las manos de Germán cortando y pinchando y comprende, no sin alivio, que tampoco él está comiendo con ganas.

– Hasta aquella noche nunca imaginé que podía convertirme en una mujer de doble vida -dice ella-. Pero cuando me asomé al acantilado, pensé: «Si Rogelio ha sido capaz de empujarme al vacío, ¿por qué no puede recogerme Germán?» No comprendía aún que tu mano hubiese precipitado mi derrumbamiento. Hay momentos en que la mente se ofusca, en que las cosas más abyectas pueden resultar atractivas.

Germán no replica. Sigue comiendo sin prisa, desmenuzando y separando lo que le es-torba. Y Marina vuelve a pensar que, decididamente, ninguno de los dos está saboreando el pollo como lo saborea la señora gorda.

– ¿Cuándo lo comprendiste? -pregunta él. Marina sonríe, sorbe un trago de vino. Dice:

– Aquella noche no. Ni tampoco al día siguiente. Tardé mucho tiempo en compren-derlo… -¿Cuándo? -insiste él. -Es una historia larga. -Tenemos cinco horas por delante. Cinco horas: no dan mucho de sí», calcula Marina. Recuerda que, al entrar en su casa, queda-ban siete. En aquellos momentos había pensado: «Es mucho tiempo de Germán Alcántara…». Sin embargo, ahora tiene la impresión de que el tiempo se achica demasiado de prisa y que luego, cuando Germán se haya ido, las horas volverán a ser lentas.

– Intentaré abreviarla -dice ella. Y continúa desmenuzando el pollo, como si le interesara, como si de verdad le apeteciese.

– No hay peor tentación que la que se oculta, la que nos obliga a imaginar que es un premio… algo capaz de vindicarnos -dice mirando el plato-. Eso eras tú para mí, en aque-llos momentos: una vindicación. Tenía la sensación de que, al fin, había llegado mi hora…

– ¿Y no era así?

Marina niega con la cabeza. Dice luego: -Estabas dentro de las normas de lo que el mundo juzga «inevitable». Todo se prestaba para considerarlo así: nuestra posición social, nuestro tedio cotidiano, nuestro vacío, nuestro limbo particular… Sobre todo: nuestra frialdad religiosa. Creíamos en Dios del mismo modo que creíamos en el Polo Norte. Todo el mundo sabe que existe, pero nadie lo visita nunca. Nadie se toma la molestia de comprobar que, efectivamente, está ahí, que exige, que espera, que incluso suplica…

– Tú decías ser religiosa…

– Y lo creía. De verdad, creía serlo. Pero era una religión como la de la mayoría de la gente: acomodaticia, convencional y, sobre todo, ridícula.

Germán pregunta con los ojos. Marina responde sin esperar que hable:

– De haber sido consecuente, jamás hubiera salido contigo aquella noche.

– Entre nosotros no hubo nada verdaderamente vergonzoso.

– No importa. Los proyectos no fueron limpios.

– De modo que te arrepentiste.

– Eso es lo malo: no me arrepentí. Durante mucho tiempo conservé el recuerdo de aquella noche como una de las páginas más bellas de mi vida.

Era evidente que la mayoría de los adulterios debían de empezar por cosas así: provi-sionalmente atractivas, cosas que parecían lúcidas y transparentes cuando en realidad eran turbias e insensatas. Algo parecido a un barco a la deriva qué se cree navegar hacia un destino seguro. O algo similar a un rayo ultravioleta que, enloquecido de vanidad, llega a con-siderarse un verdadero rayo de sol.

– También para mí fue una noche inolvidable -dice Germán.

– Todo parecía aliarse á nosotros, ¿recuerdas? Hasta el piano que sonaba en aquella taberna…

Había un sinfín de detalles amparando aquella ilusión: el recuerdo, la nostalgia, la intriga, la aplastante belleza del paisaje, la sensación de ser libres…

– Dios quedaba anulado -sigue explicando ella-. Lo que nos rodeaba podía más que Dios en aquellos momentos: el mar, la tibieza de la noche, el perfume de aquel jardín, el faro-lito de nuestra mesa, las miradas comprensivas del camarero… ¿No te parece ridículo que todas esas cosas fueran capaces de anular a Dios?

Germán deja de comer. Probablemente se olvida de que tiene un plato delante. Tampo-co Marina está comiendo. Juega con el tenedor, lo hinca ahora en la ensalada, pero no lo alza.

– Así era mi religión de entonces, Germán: una cuerda floja que debía estar tensa, un repetirme con demasiada frecuencia: «Dios es misericordioso» para olvidar casi siempre que también era justo. Un hacer o dejar de hacer, por temor: no por amor. Un repetirme: «La vida está llena de atractivos» y un descartar la frase: «Yo soy la Vida.» ¿Sabes por qué, Germán? Porque si aceptaba que Dios era la vida, debía también aceptar que era el Camino y la Verdad… No me gustaba aquel camino: me apartaba del que me atraía. No me gustaba aquella verdad: me señalaba la cruz.

Germán empuja ligeramente su plato. Apoya los codos en la mesa y cruza las manos bajo su mentón.

– No entiendo dónde quieres ir a parar.

– Muy sencillo: estoy intentando explicarte que, aunque yo me creyese religiosa, no lo era. No podía serlo. Mi fe era una falsificación. Una blanqueada fachada de mi propio se-pulcro.

– ¿Cuándo descubriste eso?

– Tardé mucho, Germán, tardé demasiado.

Surge un instante hueco y mudo. Los dos se miran con desconfianza.

El camarero los observa. Le preocupa la inapetencia que demuestran. Se acerca a ellos con sonrisa nerviosa:

– ¿No les apetece el pollo? ¿Desean cambiarlo? ¿Tal vez otro plato…?

Lo dice con desilusión. Cuesta mucho tranquilizarlo. Marina y Germán fingen comer. El camarero escancia más vino en las copas, se cerciora de que todo está correcto y se aleja de nuevo con la sensación de haber cumplido con su deber.

– ¿De qué hablábamos? -pregunta él.

– De mi fe tardía y de aquella noche en Niza -deja el tenedor en el plato y cruza las manos bajo la barbilla-. Al salir de aquel restaurante tú me dijiste: «Lo arreglaré todo para trabajar en Barcelona…» ¿Recuerdas?

Ríe. Hay recuerdos que de puro quiméricos resultan grotescos.

– Yo te pregunté por la mujer que te esperaba en Montecarlo. Tú me dijiste: «Romperé con ella en cuanto regresemos, a España.»

– Y rompí -aclara él-. Aquella misma noche. En cuanto me vio llegar, comprendió que le había mentido.

– ¿Le dijiste la verdad?

– Callé tu nombre, pero le confié todo. Fue valiente. De antemano sabía que lo nuestro debía acabar tarde o temprano.

– Debió de ser duro para ella.

– Quizá. Para mí, en cambio, fue una noche maravillosa.

Y Marina piensa que, para aquella mujer, la noche debió de ser amarga, oscura y tacaña.

– Demasiado maravillosa -responde ella-. Ese tipo de noches jamás se repite.

La recuerda como si estuviera en un cuadro: enmarcada de promesas.

Había sido una noche preámbulo: un compás de espera. Todo era cuestión de aguardar un poco… Un prólogo breve para un texto que, entonces, prometía ser largo.

– Recuerdo que, al salir del restaurante, te propuse bajar al puerto… No sabía cómo pro-longar la noche… ¡Me costaba tanto separarme de ti! Parecía como si estuviera adivinando que, después, todo iba a ser distinto…

– Lo fue -dice ella.

– Era magnífico hacer proyectos y creer que se iban a cumplir…

Allá, en el puerto, olía a mariscos, a salitre, a brea… Era un olor denso que se fundía a la noche y la convertía en su aliada.

De pronto habían escuchado el sonido de un piano. Venía de una calleja oculta.

– ¿Recuerdas aquella taberna? ¿Cómo se llamaba?

Marina lo ha olvidado.

En vano se esfuerzan los dos en recuperar el nombre.

Dice ella:

– Ocurre siempre lo mismo: primero se olvida la persona, luego se olvida el nombre del lugar…

– Pero yo no te olvidé -protesta él-. Durante mucho tiempo seguí recordándote.