– ¿Con odio?
– Al principio con desconcierto. No entendía tu silencio. Luego, con odio.
– Hasta que encontraste a Vilana. Entonces debiste de recordarme con indiferencia. ¿Me equivoco?
– No, no te equivocas.
El sonido del piano tiraba de ellos. Era un sonido metálico, pero afinado. Marina mueve la cabeza sonriendo:
– Parecíamos dos niños corriendo tras un espectáculo imprevisto. Tú me arrastrabas de la mano. Decías: «Apresúrate, Marina, hay que encontrar ese piano…»
Y lo encontraron. Estaba en un local pequeño: un típico recinto para turistas.
– Había marineros americanos, pescadores franceses y parejas de cualquier país…
Y había animación. Una tranquila animación llena de alcohol.
– El dueño del local era gordo y llevaba un bigote a lo Bismarck…
Germán asiente, ríe, recuerda mil detalles que ya no recordaba.
– Cuando el bigotudo vio la propina que yo le daba» me dijo: «El piano es suyo, Mon-sieur. Puede usted hacer lo que quiera con él.» -Vuelve a reír. Se atraganta. Tose y cambia la voz-: Tú mirabas al auditorio con cierto recelo… La verdad es que no era demasiado atrac-tivo…
– Sin embargo, fue respetuoso. Yo diría que nunca tuve un auditorio tan atento.
Germán cambia de expresión. Guarda silencio. Comenta:
– Fue la última vez que te oí interpretar a Chaikovski.
Ahora no hay piano. Ahora sólo se escucha el tintineo de los vasos, los pasos de los ca-mareros y las voces asordinadas de los comensales. El Adagio lamentoso ha quedado atrás: su melodía desesperada fundida con el silencio.
Un silencio que de pronto ha tomado cuerpo, que casi puede palparse.
Marina tarda en romperlo. Dice después con voz sombría:
– Fue la última vez que yo toqué el piano.
Y su frase arrastra las últimas notas del Adagio. Tiene el mismo desaliento. Cada pala-bra ha sido pronunciada a ritmo de la música, de su nostalgia, de su extraña y patética resig-nación.
– ¿Por qué?
Marina alza los ojos. Mira las gafas de Germán. Duda. Dice con voz apagada:
– Yo preguntaría ¿para qué? Germán no contesta. Se diría que mentalmente está escu-chando el leitmotiv del adagio perdido.
– No vas a creerlo, pero mientras te oía tocar, tuve el presentimiento de que algo iba a ocurrir. Algo definitivo.
– Dicen que también Chaikovski presintió su fin cuando compuso esa obra… ¿Sabías que días después de su estreno le sorprendió la muerte?
– No me extraña -responde Germán-. Todo el Adagio es una muerte.
Los dos miran ahora el puerto. No se parece al de Niza. El de estos momentos es un puerto sombrío, opaco, sin sol, sin luna, sin estrellas. Con niebla y un cargamento de nubes moradas amenazando lluvia.
– ¿Qué pudo ocurrir, Marina? ¿Qué pudo ocurrir para que todo se destruyera?
Marina se lleva las manos a la frente. Las deja luego sobre el mantel.
– Creí que lo habías adivinado.
15
Decididamente el camarero se ha propuesto torturarlos. De nuevo lo tienen ahí: deso-lado, incapaz de comprender por qué los señores desperdician un plato tan bien condimen-tado.
– ¿Qué podría servirles para satisfacerlos?
Germán lo tranquiliza otra vez:
– La comida está exquisita. Se lo aseguro. El problema está en nosotros: no tenemos apetito -confiesa abiertamente.
El camarero claudica. Se resigna. Pregunta:
– ¿Postre? Tenemos tarta de manzana, pelados, compota…
– Café: dos cafés bien cargados.
El camarero los mira con recelo. Tal vez se sienta ofendido. No se atreve a insistir, pero tampoco se va.
– ¿Copa? ¿Coñac?
– No, gracias: sólo dos cafés.
El camarero los abandona. Con ceño. Probablemente no entiende la inapetencia de ese par de viejos. No debe de concebir que a esas edades se pueda perder el apetito de un modo tan ostensible. El camarero tiene una edad híbrida: una de esas edades en que nada ni nadie puede interferir en el jugo gástrico de su estómago, ni evitar que si le ponen delante un pollo bien asado, acabe por roer los huesos como todo cliente normal.
– Lo hemos defraudado -comenta Marina.
– Probablemente nos ha tomado por lo que no somos -dice él.
– O por un matrimonio en trance de separarse: a nuestra edad es más lógico pensar eso.
Ríen de nuevo. Desenvueltos, alegres.
– En realidad, ¿qué somos, Germán? ¿Podrías tú definir lo que somos?
– Dos amigos.
– Extraña amistad la nuestra. Vivimos completamente desconectados el uno del otro.
– La amistad no precisa de conexiones.
– Hasta cierto punto -dice ella-. Dentro de unas horas subirás a tu avión y segura-mente no volveremos a vernos. ¿Dónde quedará nuestra amistad?
– ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?
– Las casualidades no suelen repetirse y la distancia que nos separa es enorme.
– No es preciso recurrir a las casualidades. La distancia puede acortarse voluntaria-mente.
– ¿Para qué? ¿Qué íbamos a conseguir con ello? Nuestras vidas están ya llenas, Ger-mán. Y entre una y otra no existe nada en común. Desengáñate: ni yo quepo en tu vida ni tú cabes en la mía.
– Siempre puede hacerse un hueco.
– ¿Con qué finalidad?
– ¿Es absolutamente preciso que exista una finalidad?
– No -responde ella-, no es preciso, pero sería insensato trastocarlo todo sin una ra-zón concreta.
– ¿Dónde dejas nuestra satisfacción personal?
– Sería demasiado incómodo. No llegaría a satisfacernos. Tenemos una edad en que los intereses creados y las costumbres adquiridas pesan mucho y obligan más.
Súbitamente recuerda a Bravo. Había prometido pasar por la Galería de Arte y no ha cumplido su promesa. Sin pretenderlo ha provocado un hueco para Germán: una distensión. En cierto modo, ese olvido ha sido como un atentado contra su rutina.
– Debí llamar a mi socio -exclama-, decirle que no me esperase… ¿Te das cuenta? En eso iba a acabar nuestra supuesta amistad: continuamente estaríamos violentando las situa-ciones…
Germán la mira fijamente. Cree observar un destello capcioso en los ojos de Marina. Pregunta sin rodeos, intrigado:
– ¿Cómo es él?
– ¿Bravo? Comprensivo, inteligente.
– ¿Joven?
– Tiene mi edad.
– Naturalmente… estará enamorado de ti.
Marina no acaba de asimilar lo que ha oído. La estupefacción no la deja responder.
– Sería lo normal -acaba diciendo él.
Marina reacciona:
– ¿Te has vuelto loco? ¿Crees que a mis años…?
Y ríe de nuevo: con la risa de la juventud, despreocupada, contagiosa.
– Deberías conocerlo, Germán. Para Bravo no existe más ilusión que su trabajo ni más amor que el que profesa a su cultura.
– ¿Y para ti? ¿Qué existe para ti, Marina?
– Puede existir todo, Germán, absolutamente todo, menos lo que has apuntado hace un momento.
– ¿Por qué?
– ¿Te parece poco motivo mi edad?
– Para el amor no hay edades.
Vilana vuelve a estar entre ambos: sin rostro, pero real.
– En los hombres, es posible… -dice ella-. Pero en las mujeres el asunto cambia. Hay cosas que lo hacen imposible: por ejemplo, el sentido del ridículo.
– Mucha gente lo descarta y no se arrepiente.
Ella sigue hablando como si no lo hubiera oído.
– Luego está la pereza. Para empezar un amor, hay que ser muy diligente: impone demasiadas energías, demasiados sacrificios…
Los tiene grabados en la mente como con señales de fuego.
No había conseguido olvidarlos por más que se lo hubiera propuesto.
Se ve a si misma saliendo de la taberna con Germán el lado, cogidos del brazo, tararean-do el adagio que ella acababa de interpretar en un piano con sonido metálico.
– Nos metimos en el coche y enfilaste el puerto. Te detuviste cerca de mi hotel, me dijis-te: «Todavía es pronto, Marina.» Y nos sentamos en el paseo, frente al mar…